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La Habana, finales de diciembre de 1860

Valentina se acarició con suavidad el vientre abultado. Intentó aliviar su pesadez cambiando de postura en el diván de la alcoba, que emitió un leve crujido bajo su peso. De un tiempo a esa parte se sentía tan pesada como si le hubieran atado a la cintura un saco lleno de piedras. Se le hinchaban los tobillos y se quedaba sin aliento al dar unos pocos pasos. Por las noches dormía mal. En cuanto se acostaba sobre el lado izquierdo, el pequeño Gervasio se removía y le daba golpes furiosos que la obligaban a cambiar de postura. Tampoco estaba a gusto boca arriba, porque el peso de la tripa le oprimía el pecho y le cortaba la respiración. Sin embargo, pese a no reconocerse ya en su propio cuerpo, tan abultado como el de una vaca lechera, se sentía pletórica de una felicidad que jamás había conocido. Cuando le aplastaba la añoranza de Leopoldo, bastaba con hablarle a su pequeño y sentir cómo se movía dentro de sus entrañas para recuperar el orgullo que tanto sorprendió a su amante la última vez que lo vio.

Claro que no siempre conseguía mantener la calma. Desde la tarde en que Leopoldo la echó de su vida, recelaba de sus intenciones con respecto al niño. Estaba segura de que si paría un varón, él se lo arrebataría sin sentir el menor escrúpulo. A veces barajaba la idea de escapar de esa casa y pedir ayuda a madame Selene, pero nunca llegaba a decidirse. Sus movimientos eran torpes como los de una anciana y tenía la cabeza tan embotada por los meses de vida de reclusa, que no lograba pensar con claridad. Además, se negaba a abandonar a Angustias a merced de la cólera de Leopoldo. Pese a su escasa lucidez, estaba segura de que, si huía con su hijo, ese hombre vertería toda su temible ira sobre Angustias. Y no quería causarle daño a la vieja esclava que la cuidaba con desvelo desde que un capataz de San Rafael se llevó a Blasa en una carreta renqueante tirada por dos mulas con las grupas llenas de moscas. Ya hallaría el modo de poner a salvo a su hijo cuando llegara la hora.

Angustias, convencida de que su ama llevaba en las entrañas un varón, guisaba para ella las comidas más apetitosas de su repertorio. Salía a comprar por la mañana al mercado de Cristina en la plaza Vieja, cocinaba poniendo todo su esmero y mantenía la casa limpia como los chorros del oro. Y eso que su energía se había ido apagando desde que Blasa no estaba a su lado… En poco tiempo, su rostro enjuto y surcado de arrugas había adquirido el color grisáceo de una anciana enferma. Hasta Valentina, entregada por completo a su hijo, lo había advertido y había empezado a temer por la salud de Angustias.

Una mañana, Valentina despertó con una terrible acidez de estómago. Se levantó muy despacio, procurando mantener el equilibrio de su cuerpo abultado, y deslizó los pies dentro de las chinelas. Se echó sobre los hombros un bonito negligé que le regaló Leopoldo al poco de sacarla de L’Olympe y que ahora ni siquiera llegaba a cubrirle el vientre. Tambaleándose como si estuviera ebria, abandonó la alcoba camino del traspatio. Hacía mucho que no llamaba a Angustias con la campanita de plata por evitarle atravesar el patio arrastrando penosamente los pies. La mayoría de los días desayunaba sentada a la mesa de la cocina, mientras la negra trajinaba ante los fogones disimulando la paulatina debilidad de su cuerpo. Conforme avanzaba hacia la cocina entre las frondosas plantas del patio, Valentina advirtió que había algo diferente respecto a las demás mañanas. Aguzó el oído. Lo que la había perturbado era el profundo silencio de la casa. No se oía el ajetreo matinal de Angustias con platos y cacerolas, ni le llegaba el aroma del café que la esclava colaba nada más regresar del mercado, al que acudía a pie recién despuntado el alba. Valentina apretó el paso todo lo que se lo permitió el peso de su vientre. Una terrible sospecha la asaltó: ¿y si el capataz de Leopoldo había venido durante la noche y se había llevado también a Angustias?

—¡Angustias! —gritó, esperando oír la voz ronca de la esclava contestándole desde algún rincón de la casa.

El silencio fue la única respuesta.

Cuando franqueó la puerta de la cocina, estaba aterrada. ¿Y si le había ocurrido algo a la anciana camino del mercado? De repente sus pies se quedaron clavados a las baldosas rojizas. Se llevó la mano a la boca. Entre los dedos se le escurrió un grito. Angustias yacía delante del fregadero. Sus escuálidas piernas asomaban como dos bastoncitos entre el revoltijo en que se había convertido su bata. Los dedos aún se aferraban al asa de la cesta de mimbre que solía llevar al mercado.

—¡Dios mío! —farfulló Valentina.

Dobló las rodillas y se inclinó con dificultad sobre la anciana. Le quitó la cesta de entre los dedos agarrotados. Alzó uno de sus arrugados brazos y presionó la muñeca con aprensión. Durante la agonía de Gervasio, Tomás Mendoza le había enseñado a buscar el latir de la vida en ese punto y también en el cuello. El corazón de la vieja esclava aún bombeaba sangre. La piel no estaba fría. Por lo tanto, no podía haber muerto.

Valentina soltó la mano de Angustias. Se incorporó muy despacio, apoyándose en el fregadero. Una vez enderezada, se frotó los riñones doloridos. Cogió de la mesa uno de los paños que Angustias utilizaba para secar la cristalería. Fue hasta el tinajero y humedeció la tela con abundante agua fresca. Regresó a donde seguía tendida la negra, cuyo pecho apenas se movía al respirar. Volvió a inclinarse y le frotó el rostro y el cuello con energía.

—Vuelve, Angustias…

Transcurrió un lapso de tiempo que se le antojó eterno. El pequeño Gervasio empezó a retorcerse dentro de su tripa. Estaba a punto de volver a enderezarse cuando la esclava abrió los ojos y musitó, con voz tan moribunda que a Valentina le costó entenderla:

—Usted no debe agacharse, mi ama, no vaya a malograr a la criatura…

La joven, que ya no soportaba el dolor de vientre, se irguió y se limpió el sudor de la frente con el paño.

—¿Qué te ha ocurrido?

—Se hizo la noche de repente…

—¿Puedes ponerte en pie?

La negra asintió moviendo despacio la cabeza. Intentó incorporarse, pero sólo logró levantar un poco el torso y volvió a desplomarse. Valentina se dejó caer sobre una silla cercana. Tomó aire y reflexionó apresuradamente. Lo más conveniente sería salir cuanto antes en busca de ayuda. Pero ¿a quién podría recurrir, si no conocía ni a sus vecinos más próximos? Tampoco disponía de carruaje ni sabía cómo mandar recado a Leopoldo, que a fin de cuentas era el dueño de Angustias. Y aunque pudiera hacerle llegar una misiva, no confiaba en que a Leopoldo le preocupara la salud de una esclava vieja por la que nadie pagaría ya ni un miserable peso. No le quedaba más remedio que arreglárselas sola. Se puso en pie, se inclinó muy despacio y agarró a Angustias por debajo de los hombros. Tiró de ella con todas sus fuerzas para sacarla de la cocina. Por fortuna, el cuarto de las esclavas estaba al lado. Aun así, cuando Valentina traspasó el umbral con su carga, iba bañada en sudor. El niño le daba patadas furiosas en el vientre y ella ya empezaba a marearse. Aceleró cuanto pudo el transporte de Angustias, con la esperanza de poder echarla sobre su jergón antes de que ella también se desvaneciera. Cuando la tuvo tendida encima de las bastas sábanas que los amos permitían usar a los esclavos, vio que el enjuto cuerpo de la negra abultaba menos que el de un pajarillo. Jadeando por el esfuerzo, Valentina se sentó a descansar en el borde de la cama. Angustias abrió los párpados. La miró con una sorda resignación en sus ojos de carbón. El miedo se atravesó en el estómago de Valentina. Le entraron ganas de vomitar.

—¿Qué edad tienes, Angustias? —preguntó en cuanto logró recuperar el aliento.

—No sé… —musitó la negra.

—¿Nadie te ha dicho en qué año naciste?

—Sólo sé que en San Rafael no queda ningún esclavo más viejo que yo.

Valentina sintió crecer la bola de miedo que le inflaba el estómago. ¿Qué podía hacer ella con una anciana enferma?

—Debo ingeniármelas para mandar recado a Leopoldo —se oyó murmurar a sí misma—. Tal vez nos envíe a don Salustiano…

Valentina odiaba al galeno que la había examinado varias veces por orden de Leopoldo. Se trataba de un hombrecillo fatuo que la trataba sin disimular el profundo desprecio que sentía por las mujeres de la vida, como le había oído decir alguna vez. Estaba segura de que hasta las yeguas de los potreros eran atendidas con más consideración.

—No lo debe avisar. —Una de las esqueléticas manos de Angustias se aferró al brazo de Valentina—. El amo no llama al médico para los negros viejos. Déjeme morir en paz aquí, mi ama…

—Sabes que no soy tu ama, Angustias —susurró Valentina—. Y no tengas tanta prisa por abandonar este mundo. Aún no ha llegado tu hora. —Lo había dicho para tranquilizar a la enferma, pero al contemplar el tono grisáceo de su rostro tuvo un mal presentimiento. Le ordenó que permaneciera en cama, a sabiendas de que la advertencia sobraba. Angustias no se iba a levantar. Abandonó el cuartito y entró en la cocina para buscar algún alimento reconstituyente. Poseía la certeza de que no serviría de nada, pero no pensaba dejar morir a la anciana sin hacer nada por aliviarle el trance.

Aunque Angustias hubiera querido reanudar sus quehaceres diarios, no habría podido desobedecer a Valentina. Con el paso de los días su cuerpo, antaño vigoroso, se fue apagando como la llama de una vela cuya mecha se ha gastado. Apenas lograba incorporarse en su jergón para que Valentina le diera a cucharadas el caldo de pollo que había preparado con un ave escuchimizada comprada en el mercado que después se había visto obligada a desplumar y trocear. Con la pobre Angustias postrada, no le quedaba más remedio que salir de madrugada hacia la plaza Vieja. En las angostas aceras de Intramuros se cruzaba con los negros de torso desnudo que tanto miedo le inspiraban y sentía sobre ella la mirada curiosa de los vendedores ambulantes que recorrían las calles llevando por las riendas a una mula cargada con abultadas alforjas. En el mercado tenía que competir por las piezas más apetitosas de cada puesto con esclavas vociferantes que la examinaban de arriba abajo preguntándose qué se le había perdido allí a una blanca de finas maneras y más preñada que una yegua. Al no estar habituada a defenderse en esas lides, porque, aunque había sido sirvienta, su puesto de doncella de la marquesa de Tormes la había eximido de esa clase de tareas, regresaba a casa llevando en su cesta lo que habían desdeñado las experimentadas cocineras de los ricos. Era tan grande su desazón cuando abandonaba el mercado de Cristina, que nunca reparó en que, desde la primera mañana, siempre que regresaba a casa la seguía a prudente distancia una negra gorda, ataviada con una bata blanca, el cabello oculto bajo un turbante a juego y grandes aros dorados colgados de las orejas.

Una mañana, Valentina volvió especialmente abatida de la compra. Sólo había logrado hacerse con un pedazo de carne maloliente cuya mera visión le producía arcadas. Sentía su cuerpo más pesado que nunca y hasta el vientre parecía haberse descolgado como si fuera a caer al suelo de un instante a otro. Sus tobillos hinchados convertían cada paso en una dolorosa tortura que le llenaba los ojos de lágrimas. Cuando se vio ante la casa, apoyó un rato la espalda contra la puerta para recuperar el aliento. Después introdujo la pesada llave en la cerradura, empujó la madera maciza con el hombro y se adentró en el zaguán. Desde que la enfermedad de Angustias la había obligado a abandonar su reclusión, experimentaba una mezcla de zozobra y consuelo cuando regresaba al lugar que había sido su cárcel. Ahora se acordaba mucho de madame Selene y el instinto le suplicaba que acudiera a L’Olympe para pedirle ayuda antes de ponerse de parto. Pero no se atrevía a dejar sola por mucho tiempo a Angustias. Estaba segura de que la vieja negra iba a morir pronto y no quería abandonar en su agonía a la única persona que se había ocupado de ella durante los últimos meses.

Dejó sobre la mesa de la cocina su triste compra y fue al cuartito de Angustias. La halló con los ojos cerrados. Tan quieta que ni siquiera parecía respirar. ¿Y si había muerto ya? Valentina se aproximó con precaución. Cuando se vio ante el cuerpo consumido de Angustias, se inclinó hasta donde le permitió su abultado vientre y le presionó una muñeca para comprobar si aún le latía el corazón. En ese instante, la negra abrió los ojos.

—Niña… —musitó sin mover apenas los labios cuarteados.

Era la primera vez que se dirigía a Valentina con ese apelativo y ésta sintió un violento escalofrío. Soltó la mano de la anciana y se sentó en el borde de la cama.

—Debe llevarse de aquí a su pequeño… —prosiguió Angustias con lo que le quedaba de voz—. El amo Leopoldo se lo va a quitar…

Valentina tragó saliva. No convenía hacer mucho caso a los desvaríos de Angustias, se dijo para tranquilizarse. Y de todos modos, la esclava sólo había expresado las sospechas que ella misma albergaba. La mano de la negra se cerró como una garra alrededor del antebrazo de Valentina.

—Doña Carlota va a malograr el fruto de su vientre, y cuando usted para un varón, el amo Leopoldo vendrá para llevárselo.

Ahora sí que dio el estómago de Valentina un vuelco tan violento que el niño se removió asustado dentro del vientre. Se frotó la tripa para calmarle.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Los caracoles —susurró la negra.

—¡Eso son tonterías!

La mano de Angustias se desprendió de su brazo y cayó exangüe sobre la arrugada sábana.

—Huye del amo Leopoldo, niña…

La última palabra de Angustias se había ido difuminando conforme la vida escapaba de su cuerpo. Al reparar en la boca entreabierta de la esclava y los ojos que la miraban ya sin ver, Valentina sintió un intenso dolor. Vertió ríos de lágrimas por la única persona que le había dispensado algo de ternura desde que se marchó de L’Olympe. Sólo recordaba haber llorado así el día en que Gervasio se extinguió entre sus brazos. Cuando quedó exhausta, se limpió la cara con una punta del vestido y gastó sus últimas fuerzas en cerrarle los ojos para ocultar esa espeluznante mirada de muerta.

Se levantó del jergón. Echó una última ojeada al cadáver de Angustias, le ofrendó una sonrisa de despedida y decidió pedir ayuda a madame Selene antes de que el grosor de su vientre le impidiera caminar. En eso, una puñalada de dolor le desgarró las entrañas. Entre sus piernas manó un agüilla caliente que enseguida formó un charco sobre las baldosas. La difunta Angustias, que había asistido a infinidad de partos a lo largo de su vida, le había explicado muchas veces cómo se presentaría el suyo, y Valentina no tuvo duda de que había llegado el momento.

El miedo la dejó boqueando en busca de aire. Cuando se calmó, salió tambaleante fuera del cuarto de las esclavas. Se sentía mareada y a cada instante más débil, pero le convenía llegar a su alcoba antes de que se presentara el próximo dolor. Las fuerzas le alcanzaron justo para dejarse caer de espaldas sobre el lecho donde tantas veces había retozado con Leopoldo. Allí la asaltó una nueva contracción, tan violenta que acabó retorciéndose y gritando con las manos aferradas a los barrotes de latón del cabezal. Cuando el dolor remitió, supo que pariría sola en una casa a la que acababa de visitar la muerte. Sólo un milagro podría salvarles a ella y a su hijo.