15

La Habana, noviembre de 1860

Sentado en su quitrín, Leopoldo contemplaba el bullicio vespertino de La Habana, con el incesante tráfico de carruajes que se dirigían al paseo del Prado para que las bellas habaneras de la nobleza exhibieran sus generosos escotes y alardearan de sus hermosas cabelleras, peinadas siempre a la última moda y adornadas con flores naturales, cintas de seda u horquillas con pedrería. Había echado de menos los voluptuosos atuendos de las damas y su libertad a la hora de mostrar parcelas de piel que en otros lugares del mundo les habrían granjeado el apelativo de «mujerzuelas». Después de casi cinco meses de lo que él consideraba su cautiverio en Nueva Orleans, a merced de una esposa que no despertaba su lujuria y de una retahíla de aburridos parientes, aspiraba con deleite los inconfundibles aromas de su ciudad natal, gozaba del atardecer habanero y se dejaba envolver por la sensualidad de ese suave viento bendecido por el mar.

No obstante, su estancia en la urbe norteamericana había sido muy fructífera para el futuro. Había conocido a hombres de negocios y políticos muy influyentes que sin duda le serían de utilidad cuando heredara la fortuna de su padre, al que a su regreso había encontrado postrado en cama, con el cuerpo hinchado como el de un sapo y sin rastro de la célebre arrogancia varonil de los Bazán. Desde luego, Leopoldo había sentido pena al ver así al hombre que le había enseñado todo lo que sabía de la vida y, sobre todo, de las mujeres, pero se sacudió de encima la tristeza en cuanto abandonó el dormitorio del moribundo. En Nueva Orleans había trazado grandes planes para cuando le correspondiera hacerse cargo del ingenio familiar. Había estrechado lazos de amistad con varios comerciantes importantes de la ciudad sureña, lo que le permitiría exportar su azúcar a muchos más lugares que hasta entonces. Estaba convencido de que, a pesar de los preocupantes rumores que circulaban en Nueva Orleans sobre Abraham Lincoln —el irresponsable abolicionista del Norte que acababa de ser elegido presidente de Estados Unidos—, nada iba a impedir que hiciera buenos negocios en ese país. Y eso era lo que debía centrar su atención. Claro que le iba a doler dar el último adiós a su padre y consejero, al que no podían quedar ya muchos días de permanencia en este mundo, pero la vida siempre seguía adelante. Y casándose con la insulsa Carlota se había asegurado que la suya transcurriera sin contratiempos. Ya buscaría la lujuria en brazos de su pequeña ninfa, y más aún ahora que su esposa se hallaba en estado de buena esperanza. Cuando habían transcurrido casi dos meses de su estancia en Nueva Orleans, Carlota le había mandado llamar a su alcoba, donde le había comunicado, entre mullidos almohadones, mucho aspaviento, rubores y risitas nerviosas, que desde hacía un tiempo se había sentido indispuesta y esa tarde el médico, al que habían llamado sus parientes, le había confirmado que estaba encinta. Sin embargo, dada su débil salud, existía el peligro de que la criatura se malograra, por lo que debía guardar cama hasta que el embarazo se asentara. Y, por supuesto, convenía retrasar el regreso a La Habana, ya que en su actual estado la travesía podría resultar fatal para madre e hijo. Ahora Carlota se hallaba bien encamada en su dormitorio de la mansión de los Bazán y él al fin se sentía libre como un pájaro para disfrutar de los placeres de la vida.

Leopoldo se reclinó contra el asiento y sonrió para sí mismo. Se acercaba a la casa donde había alojado a su ramera. Sentía una imperiosa necesidad de desahogar sus impulsos viriles en brazos de una mujer sensual y sobrada de energía para resistir sus imperiosos envites. En Nueva Orleans, su esposa le había agobiado tanto con su insustancial presencia, que nunca había hallado la oportunidad para escaparse a los afamados burdeles de la ciudad en busca de una furcia experimentada. Por eso celebraba ese embarazo como un doble regalo del cielo, ya que muy pronto le traería un heredero que diera fe de su hombría y además le libraría de Carlota mientras la infeliz permaneciera postrada en el lecho. Al pensar en Valentina percibió un sutil aleteo en la boca del estómago. Había añorado a su pequeña ramera más de lo que nunca imaginó cuando partió de La Habana. Al principio de su matrimonio, siempre que Carlota se le ofrecía tendida de espaldas sobre el lecho, con los ojos cerrados y esa piel blanquecina que cubría un esqueleto huesudo, más propio de una esclava famélica que de una dama de buena cuna, Leopoldo tuvo que evocar el cuerpo de Valentina para poder cumplir dignamente con sus deberes conyugales. La imagen de la joven le había servido de acicate para poder soportar la aburrida presencia de su esposa y las no menos tediosas reuniones con el sinfín de parientes de los O’Farrill. Ahora podría recrearse sin trabas en la belleza de Valentina, acariciar cada rincón de su suave piel y poseerla cuantas veces se le antojara. Adiós a tantas semanas de aburrimiento y bendito fuera su retorno a la vida sensual, se congratuló.

Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que se sobresaltó cuando el carruaje se detuvo. Alzó la mirada y vio que se hallaba delante de la casita donde había alojado a Valentina, a la que durante su ausencia había mandado dinero a través del abogado de los Bazán. Sintió un nuevo aleteo a la altura del pecho cuando imaginó cómo se aproximaría a la joven, haría que ella se derritiera bajo sus sabias caricias y la poseería con ímpetu sobre las sedosas y perfumadas sábanas. El aleteo se transformó en un vuelco que le provocó gran inquietud. ¿Cómo podía causarle semejante nerviosismo el reencuentro con una mujerzuela a la que sacó de un burdel? Respiró hondo y se calmó; atribuyó los nervios a los meses de recatada vida conyugal que había padecido en Nueva Orleans.

Bajó del quitrín sin esperar a que le ayudara el calesero, despidió al mulato con la orden de que le aguardara en el lugar de costumbre y pasara a recogerle a medianoche, y empujó con brío la puerta de madera. Estaba cerrada. Sorprendido, retrocedió un paso. ¿Cómo era posible? Las esclavas tenían orden tajante de dejarla abierta por la tarde para que él no tuviera que aguardar en la calle, expuesto a ser reconocido por cualquiera de sus amistades que pasara por allí en quitrín o a caballo. Un amago de ira nació en sus vísceras, pero se extinguió enseguida. Esa tarde se sentía benévolo ante la perspectiva de poder dar rienda suelta a la lujuria. Se dijo que tanta cautela era natural: no había mandado recado a Valentina para anunciar su regreso de Nueva Orleans y nadie le esperaba. Como no había traído su propia llave, dio varios golpes con la aldaba y aguardó, presa de la impaciencia. Al cabo de unos segundos que se le antojaron eternos, la puerta se abrió lentamente. Asomó la estampa famélica de Blasa. En el rostro de la esclava, el temor sustituyó a la sorpresa mientras hacia una apresurada genuflexión. Se apartó para dejarle entrar y murmuró:

—Sea usted bienvenido, mi amo. Espero que haya tenido buen viaje.

—¡Quiero ver enseguida a doña Valentina! —le ordenó Leopoldo.

Se apresuró dentro del zaguán sin mirar a esa negra enclenque cuya visión siempre le había causado desagrado. Ojalá los capataces de San Rafael la hubieran ahogado nada más nacer, como se hacía con los gatos, rumió irritado. Tendió el sombrero a la flaca, que lo tomó con dedos temblorosos, convencida de que el amo montaría en cólera en cuanto descubriera el estado de buena esperanza de su amante.

—Ahora mismito la llamo, señor.

Sin contestarle ni mirarla, Leopoldo fue al salón y se dejó caer en un sillón. Por fin iba a disfrutar de una tarde de diversión como Dios manda. ¡Cuánto había echado de menos sus encuentros con la pequeña ramera!

Valentina había estado leyendo en el dormitorio, tendida en el diván del salón, que las esclavas habían colocado delante de la ventana porque la comadrita ya no soportaba el peso de su cuerpo. Tan absorta estaba en las aventuras de Ivanhoe, que no había reparado en el quitrín que se había detenido ante la puerta ni había visto bajar de él a Leopoldo. Se sobresaltó al oír los golpes de la aldaba y, luego, la voz del padre de la criatura a la que alimentaba en su vientre y cuyo volumen hacía tiempo que la obligaba a vestirse con las batas amplias que Angustias le había cosido. Primero sintió una desmesurada alegría —había sido grande su añoranza de Leopoldo, y tan dolorosa como llevar día y noche un puñal clavado en el corazón, sobre todo durante las primeras semanas de su ausencia—, pero pronto el regocijo se transformó en angustia. ¿Qué diría Leopoldo cuando la viera abultada como una vaca, con los tobillos hinchados y más pesada que un quintal? ¿Se enfadaría cuando supiera que en sus entrañas crecía un hijo suyo?

Blasa entró en la alcoba muerta de miedo y halló al ama temblando aún más que ella. Se agachó y recogió del suelo el libro que se le había caído a Valentina. Con él en la mano, anunció:

—Mi ama, don Leopoldo…

—Ya sé —la interrumpió Valentina en un apresurado susurro—. He oído su voz. Ay, Blasa, péiname muy bien y… —Tomó aire y suspiró con profunda angustia—. Estoy espantosa con esta bata, pero no me viene ninguno de los vestidos que él me regaló. Ay, Dios mío, cuando me vea con este vientre…

—Descuide, mi ama —intentó tranquilizarla Blasa, que estaba aterrada—. El amo Leopoldo va a ver a la dama más hermosa de La Habana.

La esclava se esmeró a conciencia con el peinado de la blanquita, le ayudó a ponerse un vestido limpio y le pellizcó con cuidado las mejillas pálidas para darles algo de color. Le habría gustado aplicarle en el rostro alguno de los afeites que se alineaban sobre el tocador, pero ambas sabían que no convenía provocar la cólera del amo haciéndole esperar más de la cuenta.

—Está usted muy bella —susurró Blasa, más para calmarse a sí misma que para dar ánimos a su señora—. A don Leopoldo le va a gustar mucho.

—Dios mío, me va a repudiar —murmuró Valentina con un residuo de voz.

Llegada la hora de la verdad, la valentía que su embarazo había alimentado durante los meses precedentes se había esfumado. Ya no estaba segura de haber tomado la decisión más conveniente. Atrás quedaba el placer que experimentaba al acariciar su vientre abultado, o cuando percibía los golpes que a veces sacudían su tripa como si dentro se estuviera produciendo un terremoto. Según Angustias, eran los movimientos del hijo de don Leopoldo, que iba a salir tan bravo como su padre. Porque en esa casa, incluso las esclavas se habían ilusionado con la idea de que Valentina llevaba dentro un varón. Pero toda esa alegría se había derrumbado en el mismo instante en que había reconocido la voz de Leopoldo. Tal vez debería haber aceptado la pócima abortiva que le ofreció Angustias meses atrás, pensó mientras atravesaba el patio en dirección al salón.

Lo primero que vio Leopoldo cuando su amante entró fue que su rostro se había llenado y semejaba envuelto en un halo de luz, como si lo iluminara alguna vela invisible. La joven le pareció más hermosa que nunca. Irradiaba la paz de un ángel recién bajado del cielo. Sonriendo de alegría, se puso en pie y caminó hacia ella. Mientras se aproximaba, recorrió con la vista el cuerpo que había ansiado durante tantas semanas de vida virtuosa al lado de Carlota…

Se quedó parado en mitad de la estancia, meneando la cabeza con aire de incredulidad. Cuando se recobró de la impresión, salvó la distancia que le separaba de Valentina y se plantó delante de ella, alto como la torre de una iglesia y amenazante como un huracán. Alzó una mano hasta la altura de su rostro. Valentina creyó que la iba a golpear y retrocedió instintivamente. Toda la sangre había huido de sus mejillas, de pronto se sentía muy débil… Por un instante temió desmayarse a los pies del hombre al que por primera vez veía tal como era: egoísta y cruel, sin ningún atenuante que le sirviera para engañarse a sí misma.

Leopoldo torció una mueca que a Valentina se le antojó siniestra. Pasó lentamente las yemas de los dedos sobre los pómulos de la joven. Más que una caricia, su gesto parecía una sentencia de muerte. Bajó las manos con parsimonia y las colocó sobre el vientre de Valentina.

—No temas, no voy a pegarte. ¡Aunque merecerías que te azotase con la fusta! —profirió con voz cortante—. ¿Cuándo nacerá?

—Creo que… —Ella carraspeó para despejar el nudo que le impedía hablar—. Creo que dentro de dos meses, tal vez tres.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Lo descubrí algún tiempo después de tu partida —susurró Valentina, dejando caer la vista sobre las baldosas de barro cocido que cubrían el suelo.

—Podrías haberte deshecho de… eso —le reprochó Leopoldo, sin abandonar su amenazadora frialdad—. ¿Acaso no os enseñan a las rameras cómo resolver esta clase de problemas?

Ella asintió con la cabeza y alzó los párpados. Tragó saliva.

—No deseaba hacer daño a tu hijo.

—¿Quién me asegura que ese bastardo es mío?

Las palabras de Leopoldo hirieron a Valentina como si de verdad la hubiera azotado con su fusta. El desprecio de su amante despertó en ella un vehemente orgullo que la empujó a desafiarle abismando sus ojos en los de él. Asombrado por la reacción de la joven, Leopoldo apartó las manos de su vientre y retrocedió un paso.

—Desde que me trajiste a esta casa, he pasado cada hora del día y de la noche recluida esperando tu llegada —respondió Valentina, vocalizando con esmero para disimular el pavor que sentía—. Jamás he salido de aquí sola y nadie ha venido nunca a visitarme. ¿De quién puede ser la semilla más que de Leopoldo Bazán?

Una ira irracional desbordó a Leopoldo. ¿Cómo osaba faltarle al respeto una ramera a la que había sacado del burdel y alimentado como si fuera una marquesa? Apretó los puños para no sacudir a esa insolente hasta arrancarle la vida a golpes. Incluso un hombre como él sentía reparos a pegar a una mujer embarazada.

—¡No me provoques, Valentina! —la amenazó—. O te haré pagar muy cara tu desvergüenza.

—¿Qué piensas hacerme? —le retó ella, asustada hasta el tuétano por su propio arrojo, del que sólo podría salir malparada. Pero ahora no debía ni quería retroceder. El niño que anidaba en su vientre le había dado dignidad. Le había arrancado la venda de los ojos y por fin veía a qué clase de persona había amado hasta quedar reducida a la nada—. ¿Me repudiarás? ¿Me echarás de esta casa? ¡Hagas lo que hagas, no lograras que renuncie a mi hijo!

En el patio, Blasa y Angustias, que escuchaban escondidas detrás de un tupido macetero junto a la puerta del salón, se habían quedado lívidas de miedo. Angustias meneaba la cabeza consternada y se mordía los labios para no dejar escapar ningún sonido que pudiera alertar al amo sobre su presencia. ¡Qué insensata estaba siendo esa blanca loca! Y al mismo tiempo, ¡cuánto la admiraba por no permitir que don Leopoldo, que tenía aterrorizada hasta a su propia madre, la amedrentara!

Leopoldo, más asombrado ya que encolerizado por el comportamiento de Valentina, dio media vuelta y se dejó caer sobre el sillón. Con la mirada fija en el infinito, se pasó los dedos por la ondulada cabellera negra. Cuando empezó a desvanecerse la sorpresa, su carácter calculador le hizo vislumbrar que tal vez podría sacar provecho al inoportuno embarazo de esa zorra. Se dijo que, con muy poco tiempo de diferencia, iban a nacer dos niños que llevarían su sangre. Uno de ellos sería legítimo. Podría ostentar con orgullo el apellido Bazán y todas las puertas se abrirían para él desde el mismo día de su nacimiento. En contrapartida, tenía la gran desventaja de estar gestándose en el vientre de una mujer debilucha en cuyas posibilidades de llevar a buen término el embarazo ya no confiaba nadie a esas alturas. El otro niño sería uno de tantos hijos ilegítimos condenados a malvivir entre mujerzuelas y rufianes, a no ser que alguien le rescatara de tan ingrato futuro. Su única ventaja era la de desarrollarse dentro de una ramera rebosante de salud, lo que le garantizaba más probabilidades de supervivencia. Y siendo ambas criaturas hijos suyos, si la inútil de Carlota malograba el fruto de su vientre antes de que llegara a nacer, siempre le quedaría el hijo de la furcia. Leopoldo dibujó una sonrisa afilada y clavó su gélida mirada en Valentina, que permanecía de pie en el centro del salón, con las manos posadas sobre el vientre y las rodillas temblando bajo la bata de preñada.

—¿Cuándo dices que nacerá tu bastardo? —preguntó con desprecio.

Ella alzó la barbilla para que no la viera flaquear.

—Dentro de dos meses, tal vez algo menos. No puedo decirlo con seguridad.

Él trazó un movimiento de cabeza casi imperceptible de tan leve, se reclinó contra el respaldo del sillón y le ordenó en tono tajante:

—Prepárame un habano… ¡ya!

Haciendo gala de la dignidad que le había dado la criatura alojada en su vientre, Valentina obedeció sin la precipitación de antaño. Se aproximó con mucha calma a una mesita redonda, sobre la que guardaba una caja de cigarros idéntica a la del dormitorio para poder satisfacer siempre los caprichos de Leopoldo. Lo encendió, invirtiendo en ello menos tiempo y esmero que de costumbre, y se acercó a su amante. Le puso el habano delante de la cara. Él se lo arrebató con malos modos y dio tres profundas caladas.

—He terminado contigo, Valentina —dijo luego—. Has abusado de mi confianza. Te traje aquí para que me dieras placer, no un maldito bastardo. Sin embargo, hoy deseo ser benévolo. —Dibujó una sonrisilla cruel—. Mañana te enviaré un médico para que examine tu estado de salud. Y, aunque no lo merezcas, te permitiré vivir en esta casa hasta el día del alumbramiento. Incluso te haré llegar algún dinero para que alimentes eso que llevas en tu vientre. Deberás arreglártelas con una sola esclava, porque Blasa será enviada de vuelta al ingenio San Rafael. El médico pasará cada cierto tiempo a examinarte y me mantendrá informado sobre la marcha de tu preñez. Si llegado el momento, pares un varón sano y fuerte, vendré para evaluar sus posibilidades. De lo contrario, al día siguiente te marcharás de aquí con tu hija y podrás enseñarle el oficio de ramera donde te plazca.

En su escondite, Angustias y Blasa se echaron a temblar. La vieja acarició la espalda de su protegida para consolarla y después la abrazó. Había cuidado de esa criatura famélica desde que la tomó de brazos de su madre, recién fallecida en el parto, y había volcado en ella lo que podría haber sentido por todas las criaturas de las que se deshizo en su juventud para evitarles una existencia cautiva como la suya. Y ahora el amo iba a arrebatársela, tal vez para siempre… porque Angustias no conocía con exactitud su propia edad, pero el cuerpo llevaba algún tiempo insinuándole que era ya muy vieja y el día menos pensado dejaría de ser para siempre una esclava.

Entonces oyeron decir a Valentina:

—Nunca te he traicionado, Leopoldo. Y te sigo amando con todo mi corazón, pese a que ahora veo qué clase de persona eres.

—No pretendas ablandarme hablando de amor —replicó él con su refinada crueldad—. El amor de una furcia tiene tan poco valor como su criterio.

Leopoldo apagó el puro aplastándolo meticulosamente sobre el cenicero que había en la mesita y se puso en pie. Dio tres rabiosas palmadas sin dignarse mirar a Valentina. Blasa se presentó al instante con pasitos vacilantes; era incapaz de controlar el temblor que sacudía todo su cuerpo.

—¡Mi sombrero! —tronó Leopoldo.

—Enseguida, mi amo.

Cuando Blasa salió al patio, Angustias ya había corrido a por el sombrero. Eso permitió a la otra ejecutar pronto la orden de don Leopoldo y evitarse un castigo. Él se cubrió y abandonó el salón a grandes zancadas y sin dedicar a Valentina ni una palabra de despedida.

Ella le vio partir procurando mantenerse digna y erguida. Cuando calculó que Leopoldo ya habría salido a la calle, corrió hacia la alcoba y se asomó a la ventana enrejada. Aún llegó a tiempo de ver alejarse a pie al hombre cuya mirada del color del océano le había hecho concebir sueños de amor imposibles. Un inmenso vacío le inundó el corazón. Se derrumbó sobre el diván, colocó las manos sobre su vientre abultado y lo acarició despacio. Enseguida le respondieron unos enérgicos golpes dentro de las entrañas.

—Pequeño Gervasio… —susurró con voz entrecortada mientras las lágrimas se deslizaban lentamente por sus mejillas—. Te prometo que cuidaré de ti y no permitiré que tu padre te haga daño.