14

Habían transcurrido tres semanas desde la última vez que Leopoldo visitó a Valentina. La soledad le revestía el paladar de amargura y al tragar se le atravesaba en la boca del estómago, hasta que sentía ganas de vomitar. Pasaba muchas horas leyendo ante la ventana del dormitorio, mientras la suave brisa que irrumpía desde la calle aliviaba un poco el persistente malestar que la atormentaba. Durante ese tiempo descubrió en la biblioteca del poeta abolicionista nuevos libros que la alejaban durante algún rato de su pena. Vivió con deleite las aventuras de los tres mosqueteros pendencieros y el joven D’Artagnan, saboreó la refinada venganza del conde de Montecristo y padeció con las cuitas amorosas del desdichado Werther. Pero ninguna historia le impresionó tanto en esos días como la que leyó en un modesto librito que halló, casi aplastado entre dos gruesos tomos, en el extremo de una balda. Era una obra incompleta, como el esbozo de algo más ambicioso, lo que Valentina advirtió enseguida pese a su escasa formación. Aun así, vivió como propias las andanzas de la orgullosa y bella mulata Cecilia Valdés, cuyo amorío con el hijo de un rico plantador de azúcar, prometido en matrimonio a una señorita de la alta sociedad, le causaba grandes sinsabores. En la mente torturada de Valentina, el sufrimiento de Cecilia llegó a fundirse con el suyo, porque desde que Leopoldo se había marchado, ella vivía el mismo calvario de celos y tristeza.

Una mañana, Valentina se despertó con un gigantesco nudo atravesado en la garganta. Se incorporó muy despacio porque apenas tenía fuerzas. Al otro lado de la mosquitera, las paredes de la alcoba parecían moverse. Los contornos de los muebles se habían desdibujado y todo empezó a dar vueltas ante sus ojos. Sólo le dio tiempo de apartar la gasa de un manotazo, sacar la bacinilla de debajo de la cama y aliviar su terrible malestar vomitando. Mareada, sudorosa y con un gran susto asentado en el estómago vacío, llamó a Blasa agitando la campanita de plata. La esclava irrumpió enseguida en el cuarto. Con sólo mirar al ama comprendió lo que había ocurrido. Muy discreta, retiró el orinal y regresó al instante con un gran vaso de agua fresca.

Al día siguiente, Valentina no amaneció en mejores condiciones. El mismo pedrusco atenazó su garganta y, cuando intentó levantarse, una náusea igual de intensa la obligó a usar otra vez la bacinilla. Recordó cómo empezó la enfermedad de Gervasio y la rapidez con la que su marido se consumió hasta morir entre sus brazos en la cámara infecta de aquel bergantín. Y reparó en otra cosa que la anegó de culpabilidad: desde que Leopoldo apareció en su vida, se había acordado cada día un poquito menos de Gervasio. ¿Cómo había podido olvidar así al hombre al que tanto amó? El pedrusco de la garganta se fragmentó en llanto que empezó a salir a borbotones. Sin duda iba a morir del mismo mal que mató a Gervasio. Y merecía ese castigo por no haber honrado a su difunto esposo como debía.

Blasa, que había estado escuchando detrás de la puerta porque le preocupaba el misterioso malestar del ama, se presentó en la alcoba sin esperar a ser requerida.

—Llama a Angustias y dile que venga rápido —dijo Valentina nada más verla, con el rostro bañado en lágrimas.

La flaca joven agarró el recipiente, giró sobre sus talones y corrió a la cocina.

Angustias se presentó enseguida. Blasa ya le había contado el día anterior la indisposición del ama y las dos habían comentado cuánto les preocupaba la salud de esa blanca trastornada, pues de ella dependía su propio bienestar. Angustias albergaba además una sospecha que no había compartido con Blasa y que había visto reforzada en la cocina, nada más echar un vistazo al contenido de la bacinilla. Y el pálpito quedó confirmado con creces en cuanto reparó en la intensa palidez de la joven.

Valentina la recibió entre amargos sollozos.

—Estoy muy enferma, Angustias. Cuando despierto por las mañanas, todo me da vueltas. Tengo incrustado en el estómago algo que me hace vomitar… Consígueme un remedio para atajar el mal. ¡Dios mío, voy a morir!

Angustias reprimió la sonrisa burlona que pugnaba por asentarse en sus labios. Si las mujeres fueran a sucumbir del mal que padecía la blanquita, ya no quedaría ninguna en toda la isla. Calibró durante un rato si debía ser sincera o le convenía callar; mientras, la querida del amo Leopoldo lloriqueaba como si su cuerpo sólo contuviera agua. Al fin concluyó que a todas las que habitaban esa casa les convenía resolver el problema antes del regreso del amo Leopoldo. Porque él lo solucionaría deshaciéndose de su amante y eso acabaría con la tranquilidad de la que gozaban ella y su pequeña protegida Blasa. Aun así, no las tuvo todas consigo; eligió las palabras con mucha cautela.

—Mi ama, usted está encinta. No más hay que verle la cara.

Valentina dio un brinco en la cama. Su palidez se intensificó, si es que se podía perder aún más color.

—¡Imposible! —Meneó la cabeza para espantar esa horrible posibilidad—. Te equivocas…

—No, mi ama. Le digo que usted está encinta. He visto a muchas mujeres blancas en su estado y lo sé leer en su cara… La cara nunca miente.

Valentina se recostó contra los almohadones de plumas y se hundió entre la esponjosa blandura que envolvía su espalda. ¿Cómo era posible? Mientras trabajó para madame Selene, yació con infinidad de clientes y jamás se quedó encinta. Y ahora se había afincado en su vientre la semilla de un solo hombre, cuando había seguido aplicándose los lavajes que le enseñaron en L’Olympe e incluso había tomado por precaución las pócimas abortivas que le dio la negra Candela cuando se despidió de ella. Angustias debía de estar equivocada. ¿Es que esa vieja negra creía saber más que un médico? De repente cayó en la cuenta de algo a lo que no había prestado atención por haber andado pendiente de Leopoldo y sus desplantes: hacía tiempo que no sangraba como todos los meses. Hizo memoria y contó sobre la marcha dos faltas. Su corazón dio un brinco tan fuerte que sufrió un vahído. Cuando volvió en sí, Angustias le mojaba el rostro con un pañuelo impregnado en agua de colonia.

—No se preocupe, mi ama —murmuraba la anciana—. Esto lo sabe solucionar la vieja Angustias.

La joven se echó a llorar de nuevo. El pañuelo perfumado de la negra sirvió para enjugarle los lagrimones.

—¿Qué voy a hacer ahora? —musitó con voz moribunda.

Angustias se tomó su tiempo antes de responder. No deseaba dar un paso en falso que pudiera llegar a oídos de don Leopoldo, porque la castigaría con esa terrible ira que llevaba dentro. Por otro lado, estaba segura de que él no cargaría con una mujer encinta de un bastardo suyo. Y si el amo se deshacía de la primera persona que las había tratado bien, se acabaría la buena vida para Blasa y ella. Sólo de pensar que las enviarían de regreso al ingenio San Rafael, Angustias se estremeció de miedo. Así que tomó aire y habló a esa blanca trastornada modulando su voz para que fuera lo más persuasiva posible.

—Mi ama, yo le puedo preparar una pócima con la hoja y el fruto de la papaya que le arrancará esa criatura del vientre. Las mujeres negras la toman en las plantaciones para abortar. Usted no va a padecer y le juro que el amo Leopoldo nunca lo sabrá.

Valentina estiró el torso, arrebató a Angustias el pañuelo y se limpió la nariz antes de volver a hundirse entre los almohadones. Cerró los ojos. La negra la observaba muy atenta desde su iris de color azabache. La oferta de Angustias había sumido a la joven en un mar de sentimientos muy contradictorios. Por un lado le aliviaba la posibilidad de deshacerse de esa criatura inoportuna que sin duda supondría su inmediata expulsión de la vida de Leopoldo. Y para verse libre del problema sólo tenía que tomarse la pócima de la que le había hablado Angustias. Tal vez sangraría y se sentiría enferma durante unas horas, o quizá durante varios días, como recordaba que le ocurrió a la marquesa de Tormes cuando se malogró su último embarazo, pero después sería libre para dedicar su tiempo a cuidar el amor de Leopoldo.

De pronto una vocecita le susurró con suavidad dentro de su cabeza: «¿Qué clase de amor obliga a una mujer a vivir recluida como si fuera un presidiario y la humilla con continuos desplantes? ¿Merece la pena sacrificar a una criatura inocente por seguir siendo la entretenida de un hombre que te apartará de su lado en cuanto se encapriche de otra?».

Sin abrir los ojos, Valentina meneó la cabeza. La extraña voz que le había hablado al oído descendió hasta el corazón, donde se transformó en una fuerza que le hizo sentirse muy segura de cómo debía actuar. Alzó sus pálidas manos y las colocó sobre el vientre. Por primera vez en mucho tiempo, experimentó un acceso de felicidad que en nada se parecía al éxtasis que despertaron en ella los primeros encuentros amorosos con Leopoldo. Lo que sentía ahora era paz y la certeza de que, fuera cual fuese la decisión de Leopoldo, ella pariría a ese niño. No sabía cómo daría la noticia a su amante cuando regresara del viaje y se la encontrara convertida en una mujer preñada de tal vez cuatro meses, pero lucharía por la vida que crecía en su vientre. Y si daba a luz a un varón, le llamaría Gervasio en honor al hombre cuyo recuerdo no había sabido mantener vivo.

Angustias, que no había apartado la vista de la joven ni por un instante, dio un respingo cuando Valentina abrió los ojos y anunció con firmeza:

—¡No voy a deshacerme de la criatura!

Consternada, la esclava se tapó la boca con una mano y sacudió la cabeza. Conocía bien al amo y sabía que la decisión de esa insensata acarrearía muchos problemas a todas.

—Mi ama, tener a ese niño es una locura. El amo la va a repudiar. ¿Qué va a ser de usted entonces?

«¿Y qué será de nosotras?», añadió Angustias mentalmente.

—Tú no lo puedes entender —replicó Valentina con expresión de superioridad—. Cuando vine a esta isla en bergantín, mi marido enfermó y murió entre mis brazos… —Valentina se dio una palmadita en el vientre y sonrió como la esclava nunca la había visto sonreír—. Ahora crece en mi vientre una vida que me resarcirá de aquella pérdida.

La negra Angustias contempló en silencio a la joven y movió la cabeza. Ya no le quedaba ninguna duda de que esa blanquita era demasiado sentimental para mantenerse como entretenida de un hombre del talante de Leopoldo Bazán. Encima, se iba a empeñar en traer al mundo a una criatura que no le acarrearía más que sinsabores. Y a pesar de todo, en el fondo de su corazón, endurecido por su ingrata vida de esclavitud en el ingenio San Rafael, albergaba por esa insensata un incongruente afecto que le hizo preguntarse si no se estaría volviendo blanda con los años, pues jamás había sentido por sus amos otra cosa que no fuera miedo y el odio enquistado de los oprimidos.

Impotente, volvió a menear la cabeza y miró hacia la puerta. Sus ojos se cruzaron con los de Blasa, que las había estado espiando consternada desde el umbral. Angustias se encogió de hombros. Blasa bajó la mirada hasta sus pies descalzos. Las dos sabían que su vida de sosiego estaba abocada a acabarse en cuanto el amo Leopoldo regresara de Nueva Orleans.