12

La iracunda reacción de Leopoldo cuando Valentina le preguntó por su boda había dejado en la joven un poso de amargura que la mantuvo atormentada durante varios días, aunque al final se impuso el deseo incontrolable que su amante sabía despertar en ella con sólo unas pocas pero experimentadas caricias. La rutina que Leopoldo había establecido desde el principio volvió a enredarla paulatinamente. Él nunca acudía a verla antes de las seis de la tarde, y muchos días Valentina le esperaba en vano, sentada en la mecedora del dormitorio, desde donde podía espiar la calle oculta tras el cortinaje de gasa. Otras veces, Leopoldo se avenía a anunciarle que sus compromisos le impedirían visitarla durante algún tiempo y Valentina, consumida por la añoranza, perdía el apetito y contaba los días que faltaban para que regresara ese hombre que a veces ardía como el fuego y en un solo instante podía tornarse gélido como la nieve que se solidificaba a orillas de los caminos invernales de Castilla. En el fondo de su alma, Valentina intuía que su vida se estrechaba cada día un poquito más y pronto quedaría reducida al tamaño de un grano de trigo. Entonces se acordaba con pesar de madame Selene y creía oír su voz, dentro de su cabeza, reprochándole que hubiera abandonado el burdel para vivir sometida a las veleidades de un hombre. Pero ella se apresuraba a hacer callar a la madame del recuerdo. Nada debía enturbiar la pasión que había descubierto en brazos de Leopoldo Bazán. Ni siquiera la ingrata realidad.

Leopoldo inició pronto las clases de baile que le había prometido, aunque no lo hizo por cumplir la palabra dada, sino por introducir una diversión que a él le apetecía sobremanera. Porque de repente se había dado cuenta de que su ardor por la joven empezaba a apaciguarse. Ya no esperaba con la misma impaciencia la hora de yacer con ella. Anhelaba emociones nuevas que sacudieran sus sentidos como al principio. Por eso necesitaba exhibirla ante los demás. Así, el deseo que sin duda destellaría en los ojos de otros hombres le confirmaría que merecía la pena mantener a una mujer cuyas pretensiones la estaban volviendo latosa.

Para iniciar las clases, siempre después de haber aplacado su apetito carnal gozando de Valentina en la alcoba, ordenaba a las esclavas que despejaran el salón del estorbo de los muebles para ganar espacio. Ejerciendo de maestro Leopoldo era tan contradictorio como en todo lo demás. Podía sorprender a Valentina con una paciencia impropia de él y de pronto estallar en cólera si ella se equivocaba trazando alguna de las complicadas figuras de la contradanza. Porque el baile que se había empeñado en enseñarle consistía, según advirtió pronto la joven, en que las parejas se colocaban en una hilera, los caballeros al lado de su dama, sosteniendo con su mano izquierda la derecha de ella, y juntos avanzaban o retrocedían dibujando con brazos y pies las embrolladas figuras que imponía la pareja que encabezaba la fila. En los salones elegantes y en las lujosas salas de la Sociedad Filarmónica, dejó caer una noche Leopoldo, había un bastonero que marcaba a los danzantes los pasos que debían dar, pero allá donde la iba a llevar él… Dicho eso se interrumpió, aunque Valentina no tuvo dificultad en completar mentalmente la frase. Pese a su ceguera de amor, sabía de sobra que su amante jamás se dejaría ver con ella en los lugares donde se reunía la alta sociedad de La Habana.

Valentina poseía una habilidad innata para el baile y pronto comenzó a moverse con soltura al ritmo que marcaba Leopoldo dando palmas. A pesar de sentirse segura mientras bailaba, cuando una tarde de mayo él le ordenó que la próxima noche le aguardara ataviada con su vestido más deslumbrante y peinada para asistir a una fiesta, su corazón se puso a latir con frenesí y el estómago se le cerró como si se le hubiera atravesado una comida indigesta.

Después de que Leopoldo se hubo marchado, bien entrada la madrugada, Valentina se echó a dormir, exhausta. La cama había sido minuciosamente arreglada por Blasa mientras ella bailaba con Leopoldo, pero pese al suave tacto de las sábanas, no logró conciliar el sueño. Llevaba tanto tiempo recluida en esa casa, pendiente únicamente de los deseos de su amante, que le aterraba la perspectiva de exponerse a las miradas de desconocidos. ¿Cómo serían esos bailes de cuna que Leopoldo apenas le había descrito? ¿Y quién asistiría a ellos? Sabía que no se trataba de fiestas de la alta sociedad, ni siquiera de festejos de los estamentos más modestos. Entonces, ¿serían eventos llenos de jóvenes ricos como Leopoldo acompañados de sus entretenidas? Cuando al fin se durmió, el cañonazo de las seis de la mañana acababa de rasgar la madrugada. Despertó cerca del mediodía, con la cabeza embotada, la mente confusa y aún aterrada por el baile de esa noche. Se sentó en la cama y tocó la campanita de plata que tenía encima de la mesilla. Enseguida irrumpió Blasa. Extrañada por lo mucho que dormía el ama esa mañana, la esclava se había asomado varias veces con sigilo desde la puerta de la alcoba y en ese instante estaba a punto de repetir su operación de espionaje. Valentina pidió que le llevara sólo un tazón de café con leche. Se sentía algo mareada y tenía ganas de vomitar, añadió con voz de moribunda.

Blasa regresó al poco rato con una bandeja de plata sobre la que llevaba el café con leche que le había pedido el ama y dos panecillos dulces que había añadido Angustias; hacía días que estaba preocupada por lo poco que comía la joven. Porque, aunque la querida del amo Leopoldo estuviera un poco loca y se dejara llevar por rarezas como la de aparecer de improviso en la cocina para dar palique a las esclavas, en el fondo de su corazón la vieja Angustias le había tomado afecto. Al fin y al cabo, doña Valentina no les infligía crueles castigos por cualquier nimiedad como hacían los Bazán; además, si la joven enflaquecía en exceso y el amo Leopoldo se deshacía de ella, las dos esclavas serían enviadas de vuelta al ingenio San Rafael, donde el cuero y los grillos estaban a la orden del día, por lo que les convenía cuidar de esa blanca chiflada.

La mera visión de los panecillos provocó a Valentina una sucesión de violentas arcadas. Tomó aire para controlar las náuseas. Agitando una mano, indicó a Blasa que los alejara de su vista. La esclava atrapó el plato y regresó a la cocina como una exhalación, asustada hasta el tuétano. Si enfermaba la primera ama benévola que había conocido, ¿qué sería de Angustias y de ella?

Valentina consiguió tomarse el café con leche sin vomitar, depositó la bandeja sobre el otro lado de la cama y apartó las sábanas. Puso con cuidado los pies en el suelo y se levantó muy despacio. Las náuseas habían desaparecido y pudo respirar aliviada. Ojalá no se pusiera enferma precisamente esa noche. Leopoldo se enfadaría mucho con ella si le estropeaba la fiesta que tanto parecía ilusionarle. Y ahora no concebía nada más aterrador que la cólera de Leopoldo Bazán.

A mediodía apenas tomó un poco del ajiaco que Angustias preparaba con esmero y con los mejores ingredientes que encontraba en el mercado. Después de la frugal comida, se retiró a su alcoba y se acostó. A pesar de los nervios, se quedó dormida de puro agotamiento. Despertó con el tiempo justo para bañarse, perfumarse y ponerse en las prodigiosas manos de Blasa, que le hizo el peinado preferido de Leopoldo: la cabellera partida por raya en medio y recogida, justo encima de la nuca, en un complicado entramado de trenzas y cintas en el que la esclava prendió el juego de horquillas de plata adornadas con pequeñas perlas que Leopoldo había regalado recientemente a Valentina en uno de sus accesos de generosidad.

—Está usted muy bella, mi ama —exclamó Blasa cuando las dos contemplaron en el espejo la obra acabada.

Valentina parpadeó. Su reflejo en el tocador sólo le devolvía la imagen de una mantenida aterrorizada que había sido peinada como si fuera una gran dama.

—El amo estará orgulloso de usted.

Valentina estaba tan nerviosa que apenas tuvo fuerzas para esbozar una sonrisa arrugada.

Leopoldo Bazán se presentó a la hora del crepúsculo, ataviado con un elegante traje de lino y chaleco a juego, la cabeza tocada con sombrero panamá que arrojó sobre una mesita redonda cuando se sentó en uno de los sillones del salón, cruzó una pierna sobre la otra y llamó a las esclavas batiendo palmas. Al instante acudió Blasa, sin aliento porque venía corriendo desde la alcoba, y con la mirada baja a causa del temor que le infundía ese hombre, tan guapo como cruel.

—Sí, mi amo.

—¿Dónde está doña Valentina? —preguntó el niño Leopoldo con autoridad, sofocando la risa que le daba cuando anteponía la palabra «doña» al nombre de su querida, que seguía pareciéndole terriblemente plebeyo. Pero su padre le había inculcado que un caballero debía guardar las formas ante los esclavos incluso cuando se refería a la ramera que mantenía para su disfrute.

—Está acabando de vestirse, mi amo. Enseguida sale —respondió Blasa con un hilo de voz.

—Sírveme un poco de ron.

—Sí, mi amo.

Blasa se apresuró a obedecer. Sabía que don Leopoldo se enfurecía cuando no se cumplían sus órdenes con celeridad. Él tomó con ademán brusco el vaso que le tendió la esclava, dio un sorbo, despegó el cristal de los labios y ordenó:

—Corre a ayudar a doña Valentina y recuérdale que detesto esperar.

Blasa no tuvo tiempo de reaccionar, porque de pronto la mirada de Leopoldo se desvió hacia la puerta y quedó petrificada. Bajo el umbral se había parado Valentina. La luz crepuscular que penetraba desde el patio y la seda blanca del vestido la envolvían en un aura que le confería un aire etéreo y resaltaba la inocente belleza que tanto excitaba a Leopoldo. Esa noche se había puesto incluso corsé, lo que le afinaba aún más el talle y destacaba la firmeza de sus pechos. Leopoldo pasó la lengua por los labios con deleite felino. Se congratuló de haber mandado confeccionar ese maravilloso sueño de seda china a una modista que había labrado su fama cosiendo para las queridas de los hombres más ricos de La Habana. Nadie podría decir que un Bazán no mantenía a su amante con el esplendor de una reina. El lustre de los caballos, el lujoso atavío del calesero y el esplendor de una entretenida eran lo que revelaba la verdadera posición económica de un hombre, había dicho siempre Federico Bazán. Y ya era hora de que toda La Habana supiera que el único hijo de Federico Bazán iba a ser muy pronto el dueño del floreciente ingenio San Rafael y de una inmensa fortuna.

Apuró el ron, entregó el vaso vacío a Blasa y se puso en pie sin apartar la vista de Valentina conforme la joven se aproximaba a él. La pequeña ninfa estaba adelgazando, advirtió con repentina alarma. Meneó la cabeza en un acto reflejo. Eso no le placía. Detestaba a las mujeres escuálidas. La flacura era propia de esclavas negras y resecas, no de una entretenida bien alimentada. Debía advertir a su amante que comiera más si deseaba seguir viviendo a su costa como si fuera una dama.

Al poco rato, los dos recorrían las calles de La Habana en el quitrín de Leopoldo, guiado como siempre por su apuesto calesero mulato, que con las correrías de su amo había perfeccionado como nadie el arte de la discreción. Los cascos de los caballos retumbaban en las estrechas calles bañadas por el crepúsculo. El aire era tibio y envolvía la piel en un espeso manto de humedad.

—Hace calor esta noche —observó Leopoldo. Miró de reojo a Valentina y sonrió con sarcasmo—. A los que venís de Europa os cuesta adaptaros al clima antillano, pero los que nacimos aquí lo añoramos allá donde vamos.

Valentina estaba demasiado nerviosa para responder. Ni siquiera era capaz de fijarse en por dónde la llevaba su amante. Sólo advirtió que se alejaban más y más del barrio de Intramuros donde ahora vivía. Entre los nervios que le palpitaban dentro del pecho como alas de mariposa, se dio cuenta de que conforme se iba espesando la oscuridad, se adentraban en calles cada vez más angostas, flanqueadas por casas cuyas fachadas, pese a la escasa luz proyectada por las farolas de gas, se veían estropeadas y surcadas por grandes grietas. ¿Sería ése el barrio donde la mulata Juana regentaba su destartalada casa de huéspedes?

El carruaje se detuvo ante una construcción de una sola planta cuyo portón de madera estaba abierto de par en par. Colgados de la pared, a ambos lados de la puerta, varios faroles portavelas iluminaban la entrada, ante la que merodeaban algunos hombres de tez oscura ataviados con vestimentas que a Valentina se le antojaron muy estrafalarias. Algunos habían mezclado levitas oscuras, cuyas costuras iban ribeteadas en oro o plata, con pantalones de lino claro. Otros se habían quitado la chaqueta y lucían chalecos de pechera adornada con llamativos y brillantes bordados. Del interior de la casa escapaba un espeso murmullo de voces mezclado con acordes de una música vigorosa y a la vez tórrida que no se parecía en nada a las suaves melodías que tocaba el flaco pianista de L’Olympe para amenizar las veladas ni a la música que sonaba en los fastuosos bailes que habían celebrado los marqueses de Tormes en su palacio de Madrid. El nerviosismo de Valentina fue en aumento. Después de tantos meses de aislamiento y soledad, no estaba habituada a desenvolverse en lugares donde se congregaba mucha gente. Temió no saber comportarse como correspondía, poniéndose en ridículo a sí misma y a Leopoldo. Sintió un súbito ahogo y creyó que se desmayaría, pero él le puso una mano sobre el antebrazo con ademán autoritario y una punzada de miedo barrió el mareo.

El calesero saltó con agilidad de su brillante caballo negro y ayudó a los señores a bajar del carruaje.

—Esperarás en el lugar de costumbre hasta que sea la hora de regresar —ordenó Leopoldo a su esclavo, sin mirarle, como siempre—. ¡Y no se te ocurra echarte a dormir en el pesebrón!

—Lo que usted mande, mi amo —respondió el mulato con zalamería.

Leopoldo prestó el brazo a Valentina y la llevó dentro. Esa noche su porte parecía más que nunca el de un orgulloso y acaudalado plantador. Valentina tenía más miedo del que había padecido en toda su vida. El pavor superaba incluso el que la atormentó en la cámara secreta del bergantín tras la muerte de Gervasio. Nada más traspasar el umbral, se clavaron en ella multitud de ojos escrutadores. Se sintió igual que un caballo que va a ser exhibido para su venta. Le flaquearon las rodillas y regresaron las náuseas. Tuvo que tomar aire para no vomitar. Cuando se disipó la niebla que le había emborronado la vista por un instante, observó que se hallaban en un local destartalado y atiborrado. El aire era denso. Olía a humo de cigarros baratos y a perfumes hechos de almizcle que luchaban en vano contra el sudor de mucha gente. En una esquina, sobre una pequeña tarima, se mecía una orquestina de negros y mulatos vestidos con libreas de telas brillantes y llamativos colores. De los instrumentos que tocaban con ímpetu, Valentina sólo reconoció el violín y el contrabajo por haberlos visto en las fiestas de la marquesa de Tormes. Después, Leopoldo le explicaría que las humildes orquestas que animaban los bailes de cuna solían tocar, además de los instrumentos de cuerda que ella conocía, flautines, clarinetes y timbales, con los que imprimían ese ritmo febril a las melodías. En la esquina contraria a la de la tarima, Valentina descubrió detrás del gentío una larga mesa llena de viandas. Creyó distinguir confituras, jamón y algo que semejaba pescado cubierto por una espesa salsa. Botellas de vino tinto y de clarete catalán se alineaban con la disciplina de un batallón de soldados prestos para desfilar, encabezando la formación dos jarras llenas de líquido amarillo parecido a la limonada.

Varias parejas se deslizaban por la sala en una hilera y dibujaban graciosas figuras con los brazos al son de la ardiente música que tocaba la orquestina. A la tenue luz de las lámparas y las velas distribuidas por la sala de baile, ninguna de las mujeres parecía ser del todo blanca; algunas poseían una bella tez de color marrón claro. De los hombres, la mayoría eran también mulatos, aunque Valentina descubrió a varios blancos que vestían con la discreta elegancia de los ricos; sin duda cachorros de la alta sociedad que andaban a la caza de hermosas y complacientes mulatas. Viendo cómo bailaban, Valentina reconoció la contradanza, cuyos pasos le había enseñado Leopoldo. Una bella joven de color café con leche, que deambulaba por la sala como si buscara a alguien, se quedó parada delante de Leopoldo dándose aire con un abanico de plumas y aleteando las pestañas con coquetería. Él le dedicó una amplia sonrisa que mostró sus blancos dientes de lobo.

—¡Leo, qué caro de ver! —exclamó la muchacha. De refilón echó a Valentina una ojeada llena de hostilidad. Llevaba un corpiño rojo muy escotado y ceñido en la cintura, mientras la tela de la falda se abombaba en profusa cascada de volantes y pliegues. Una gran flor blanca destacaba en la negrura de su cabello, peinado con rebuscado artificio.

—He estado ocupado —respondió Leopoldo. Le guiñó un ojo con picardía.

La joven sonrió entre el vaivén del abanico, envió otra mirada de malas pulgas a Valentina y se alejó en busca de algún caballero blanco al que engatusar. Otras muchachas acudieron a saludar a Leopoldo con tal familiaridad, que Valentina intuyó dónde se divertía su amante cuando no acudía a verla. Desplegó el abanico y lo movió ante el rostro para disimular cuánto le dolía la ingrata revelación.

De pronto apareció ante ellos una vieja estrafalaria. Era blanca y su rostro afilado estaba surcado de arrugas; en el intento de camuflarlas se había empolvado con tanta generosidad que parecía haber caído de cabeza dentro de un saco de harina. El pelo, crespo y blanco, se agrupaba en un rodete a la altura del cogote, del que escapaban tirabuzones de muñeca agrietada. Dedicó a Leopoldo una zalamera sonrisa que dejó a la vista una hilera de dientes amarillentos.

—Don Leopoldo, ¡qué alegría verle de nuevo en mi humilde casa! —exclamó con marcado acento castellano. Luego, bajando la voz hasta reducirla a un susurro con aire de misterio, añadió—: Nos tiene muy abandonados estos días. ¿Tiene que ver con la belleza que trae esta noche? Créame que le comprendo. Es hermosa y elegante como una dama. Harán buena pareja cuando se incorporen a la contradanza.

—No lo dudes, vieja Dorotea —se burló Leopoldo.

La anciana alcahueta agrandó la sonrisa. Le desagradaba el modo despectivo en que solía hablarle ese caballero, pero de los jóvenes blancos con fortuna que se divertían en su cuchitril, Leopoldo Bazán era uno de los más pródigos gastando los pesos, por lo que le convenía pasar por alto sus desplantes y mantenerle contento. Profirió algo más que Valentina no entendió y se alejó encadenando pasitos que en su juventud debieron de ser graciosos pero ahora hacían pensar en una gallina cuyos días están a punto de concluir en la cazuela.

Antes de que Leopoldo consiguiera integrarse con Valentina en la hilera de bailarines, aún aparecieron tres lechuguinos blancos que le saludaron desplegando gran familiaridad. Dos de ellos sonrieron a Valentina con aire pícaro y ella recordó haberlos visto en la fiesta de Año Nuevo de madame Selene. Una súbita vergüenza la hizo enrojecer. Recurrió de nuevo al abanico para ocultar lo humillada que se sentía.

Al fin, Leopoldo se separó de sus amigos y condujo a Valentina entre los bailarines. Pronto pudo comprobar lo bien que la pequeña ninfa había aprovechado sus enseñanzas. Se inflamó de deseo al ver la gracia y desenvoltura con que ella se movía. También Valentina se dejó llevar por el placer de la danza. Tras tantas horas de tedio acumuladas entre cuatro paredes, suponía una liberación para su cuerpo y también para su mente. Los dos bailaron con tal compenetración que pronto les permitieron colocarse los primeros en la fila para ser ellos quienes dirigieran a las demás parejas. Leopoldo gozaba lo indecible cada vez que advertía las miradas de lujuria que los hombres enviaban a Valentina y la envidia que se reflejaba en los rostros de las bellas mulatas. La noche le estaba saliendo a pedir de boca, se congratuló para sus adentros. No se había equivocado al lucir a su amante en el antro de la vieja Dorotea. A partir de ahora todos sabrían que su querida era una de las mujeres más hermosas de La Habana y que él podía permitirse mantenerla con el esplendor de una reina.

Después de la medianoche, la orquesta dejó de tocar. El repentino silencio hizo que los bailarines se detuvieran desorientados. Las muchachas intentaron recomponer con las manos su laborioso peinado, deshecho por el frenesí con el que se habían movido. Los hombres se limpiaban el sudor del rostro usando los blancos pañuelos que habían sacado de un bolsillo del pantalón. Una vez recompuesta la estampa, todos se apresuraron hacia la mesa de las viandas para refrescarse con un buen vaso de vino o tal vez de limonada. Leopoldo era el único que durante el baile no se había despojado de la chaqueta; su aspecto seguía siendo tan inmaculado como al comienzo de la noche. Condujo a Valentina a un rincón próximo a donde el refrigerio mermaba por momentos y la obligó a sentarse en una silla solitaria. Sin darle ninguna explicación, fue hacia la mesa. Entre lo poco que habían dejado los que habían llegado antes que él eligió algo de comida y un vaso de limonada. Regresó con Valentina y le puso el plato ante los ojos.

—Creo que últimamente no te alimentas como es debido —la reprendió—. Estás empezando a enflaquecer. Cómete todo lo que te traigo, no vayan a murmurar que Leopoldo Bazán hace pasar hambre a su querida. —Meneó la cabeza con severidad—. Ahora me voy a jugar a las cartas. Tú espérame aquí.

Sin hacer caso a la angustia que había invadido el rostro de la joven, le colocó el plato de estaño sobre las rodillas y se escabulló por una puerta cercana. Allí le aguardaba la verdadera diversión de la noche: las partidas de naipes que organizaba la Dorotea en un reservado, del que la mayoría de los caballeros salían al filo de la madrugada desplumados a conciencia por los mulatos libres que vivían de sus ganancias con el juego del monte. Sólo había un blanco al que los tahúres de bronce respetaban y temían a partes iguales: Leopoldo Bazán, un jugador tan avezado que jamás había salido de ese cuarto con los bolsillos vacíos. Esa noche ya se había corrido la voz entre los artistas del naipe de que andaba por ahí el niño Leopoldo, dispuesto a aligerarles el lucro del día.

Viendo cómo Leopoldo la abandonaba en un rincón como si fuera un perro, Valentina sintió esfumarse la breve felicidad del baile. Bajó la cabeza e intentó dar cuenta del refrigerio que él le había llevado. Sólo de mirar el trozo de jamón reseco y los buñuelos empapados en aceite volvió a sentir en el esófago la terrible náusea de la mañana. Observó con disimulo a su alrededor y se desembarazó del plato ocultándolo debajo de su silla. Tomó un trago de limonada para calmar la sed. Se le antojó demasiado dulce. ¿Qué le estaba ocurriendo? Nunca había sido tan melindrosa con las comidas. ¿Estaría minándola alguna enfermedad?

El tiempo se estancó como el agua maloliente de una charca. Valentina ya se había adormilado, arrugada en la silla como un trapo viejo, cuando al cabo de unas horas Leopoldo salió del reservado; llevaba un habano humeante entre los labios sonrientes y se palpaba el abultado bolsillo interior de su chaqueta. Como de costumbre, sus buenos reflejos y unos naipes favorables le habían convertido en el triunfador de la noche. Evocó eufórico las caras de sus contrincantes —en las que había visto reflejados un odio asesino y mucha consternación— mientras se guardaba los billetes que les había ganado. Esos estúpidos negros, pensó desdeñoso. Los majaderos creían que por haber logrado la libertad podían medirse con un caballero de su categoría, cuando el sitio donde les correspondía estar era el barracón de esclavos de un ingenio.

Halló a Valentina mustia y con la mirada ausente. Ya no sostenía entre las manos el plato de las viandas. Eso le hizo deducir que le había obedecido y se lo había comido todo. A partir de ahora tendría que vigilarla muy bien, no fuera a quedársele flaca como una burra vieja y se viera obligado a reemplazarla por otra más lustrosa. Un Bazán no malgastaba el dinero de su padre en mantener a una amante esquelética.

La orquesta había reanudado la música hacía rato. Aun así, muchas parejas ya se habían escapado para acudir a otros bailes o habían salido en busca de un lugar escondido donde aplacar el deseo despertado por la proximidad de los cuerpos. La escasez de público daba a la sala un aspecto mucho más destartalado y sórdido que al principio de la noche. Leopoldo sofocó un bostezo. Después de haber jugado a los naipes, el antro de la Dorotea solía causarle desazón. Había llegado la hora de marcharse, así le quedaría tiempo para yacer con Valentina antes de que fuera la hora de regresar a casa para dormir.

—Nos vamos —anunció.

Ella asintió con la cabeza. Hizo un esfuerzo para dominar la laxitud de las rodillas y se levantó. Estaba exhausta. En su estómago se había asentado una náusea amarga, mezclada con una congoja que se le antojaba repugnante como el aceite de los buñuelos. Durante las horas que había aguardado a Leopoldo, olvidada sobre esa incómoda silla, una idea se había hecho fuerte en su cabeza: había entregado su alma a un hombre para el que nunca dejaría de ser una ramera indigna de amor y de respeto. Su vida se hallaba en manos de alguien que no dudaría en abandonarla en cuanto dejara de desearla. Su futuro ahora era mucho más precario que cuando trabajó para madame Selene, porque el amor por Leopoldo la había dejado indefensa como un pajarillo en medio de la tormenta.

Mientras atravesaba La Habana durmiente, sentada en el quitrín junto a Leopoldo, que aún saboreaba su triunfo con los naipes sobre esos insolentes mulatos a los que ni siquiera podía mandar azotar porque algún amo insensato les había concedido la libertad, en el cielo despuntaba el alba y Valentina tomó una decisión: de ahora en adelante guardaría en lugar seguro parte del dinero que Leopoldo le daba para los gastos de la casa, tal como un día le aconsejó madame Selene. Y es que, pese a lo mucho que el amor había mermado su instinto de supervivencia, un resto de su antigua perspicacia le instaba a pensar en el futuro. Al fin era consciente de que no significaba nada para Leopoldo, quien no dudaría en sustituirla por otra en cuanto empezara a aburrirse con ella. Miró de soslayo a su amante y sintió ganas de llorar.

Cuando el carruaje se detuvo delante de la casa alquilada que nunca sería su hogar, se dio cuenta de que por dentro se había quedado tan vacía como el pellejo de un animal muerto. Porque el amor no siempre era dulce como el que le inspiró Gervasio. A veces podía transformarse en una ponzoña cuyo sabor a miel parecía endulzar la vida cuando en realidad hacía de ella un infierno.