Con el declinar de la tarde, el frescor se coló por el ventanal y barrió la espalda sudorosa de Valentina, que Leopoldo acariciaba en ese instante con deleite. Desde que había llegado hacia las seis, había poseído a la joven dos veces. Se sentía muy satisfecho del arte que desplegaba su pequeña ramera en la alcoba… A veces se preguntaba cómo una mujer cuyo rostro insinuaba la inocencia de una niña, incluso un aire de virtud virginal, gozaba ofrendándole tan imaginativas indecencias sin necesitar más estímulos que unas pocas caricias en puntos vitales de su anatomía. Claro que no había encontrado a esa joya en un baile de niñas casaderas, sino en un burdel que tenía fama de emplear a las rameras más hermosas y procaces de la isla. Una sonrisa de lobo surcó su semblante. Había hecho muy bien en sacar a Valentina de ese antro y alojarla en una casa para disfrutar de ella sin que se la disputaran rivales molestos. Incluso su padre se había apresurado a darle su bendición cuando le pidió dinero para mantener a una querida. Si un hombre hallaba a la ramera de sus sueños, había sentenciado Federico Bazán, lo mejor que podía hacer era apartarla de la circulación, así evitaba que la furcia contrajera purgaciones y se las contagiara. Y cuando se cansara de ella, había continuado el patriarca, repantigado en el sillón al que le tenía confinado su corazón enfermo, bastaría con enviarla de vuelta a la casa de lenocinio de donde la había sacado.
Leopoldo sonrió de nuevo a la espalda de Valentina. Aún veía muy lejos el día en que se cansara de desahogar con esa belleza la lujuria que no despertaba en él su prometida, una niña enfermiza y sosa que se deslizaba por las estancias como una sombra huidiza y que ni siquiera sabía bailar con gracia la contradanza. Le pasó por la cabeza que tal vez debería enseñar los pasos de la danza más popular de Cuba a su ramera, para que se midiera en belleza con las mulatas que brillaban en los bailes de cuna, las fiestas de clase baja donde se divertían por igual pardos y morenos, que no eran admitidos en los eventos de sociedad, pero a las que acudían también jóvenes de buena familia para solazarse con las ardientes muchachas de piel de bronce. Sí, concluyó, sería un grato entretenimiento contemplar cómo recibían las mulatas a una blanca que podía competir con ellas en gracia y hermosura. Había merecido la pena sacar a su pequeña ramera del burdel, se repitió, pues sin duda iba a brindarle grandes diversiones.
Valentina temblaba de placer bajo las caricias de Leopoldo. Cualquier roce de las manos de ese hombre sobre su piel, por muy fugaz que fuera, encendía en ella un ansia desmesurada que le arrebataba la facultad de mantener la cabeza fría, con la que se había protegido mientras trabajaba en L’Olympe. A veces intuía que ya había caído al fondo del abismo del que tanto la había prevenido madame Selene: amaba con locura a un caballero que jamás le concedería el amor y el respeto que merece una esposa. Pero su mente había perdido el dominio sobre los impulsos de la carne y ya no controlaba sus pensamientos ni sus actos. Entonces, entre la bruma de su cerebro se perfiló la imagen que se había forjado de la prometida de Leopoldo. Esa mujer, a la que siempre imaginaba bella y desdeñosa, vestida de seda y con flores tropicales prendidas en su negra cabellera, la contemplaba con una sonrisa burlona para dejarle bien claro que sólo una dama de noble cuna podía aspirar a casarse con Leopoldo Bazán. Tanto le dolió ese pensamiento, que cometió una imprudencia de la que se arrepentiría durante mucho tiempo. Se giró hacia Leopoldo y formuló la pregunta que llevaba atormentándola desde que abandonó el burdel.
—¿Por qué nunca me has dicho que te vas a casar?
Leopoldo se apartó de un brinco y la contempló con aversión, como si la joven se hubiera convertido en un monstruo. Al cabo de un rato de silencio, que a Valentina se le antojó eterno, declaró con gelidez:
—Esta misma noche voy a azotar a esas esclavas deslenguadas por contarte chismes. Y después a ti por darles crédito.
Valentina se incorporó, muy asustada, aunque temía más por la suerte de las esclavas que por la suya. Debía impedir que las castigara por algo que no habían hecho. Miró a los ojos azules de su amante y se echó a temblar cuando vio la inmensa ira que reflejaban.
—Tus esclavas jamás me han hablado de eso —susurró—. Puedes estar satisfecho de ellas; son como dos tumbas.
—Entonces, ¿quién osa meterse en mis asuntos? —profirió Leopoldo, ya fuera de sí—. ¿Acaso sales de casa sin mi permiso?
Valentina negó con la cabeza. Nunca lo había visto tan enfurecido y le daba miedo.
—Me lo contó madame Selene cuando me despedí de ella antes de abandonar L’Olympe.
—¡Esa vieja chismosa! —se desahogó Leopoldo. Maldijo para sus adentros a esa entrometida que desde el principio había intentado apartarle de Valentina.
Apoyó uno de los esponjosos almohadones de plumas contra el cabezal de forja y recostó la espalda. Se le había apagado el deseo de tocar a Valentina. Esa vieja zorra le había estropeado una fructífera tarde de lujuria.
—¡Enciéndeme un habano! ¡Rápido! —ordenó sin mirar a Valentina.
Ella saltó de la cama, cubrió su desnudez con el vaporoso negligé blanco que le había regalado él al poco de instalarla en esa casa, y se apresuró hacia el tocador, traído por encargo de Leopoldo desde uno de los comercios más lujosos de la ciudad. Abrió la caja de marquetería donde guardaba los cigarros de su amante, eligió con esmero el que le pareció el mejor y lo encendió con dedos temblorosos, procurando no saltarse ningún paso del complicado ritual. Cuando comprobó que el puro tiraba bien, corrió a llevárselo a Leopoldo junto con un cenicero de porcelana de Limoges.
Él le arrancó el cigarro de la mano y dio varias caladas ansiosas mientras colocaba el cenicero sobre sus muslos. Valentina se sentó en su lado de la cama, donde aguardó con inquietud a que Leopoldo se apaciguara. Al cabo de un tiempo, él apartó el habano de la boca y dijo con desdén:
—¡Yo no te debo explicaciones!
Pese a la ingobernable pasión que sentía por él y el miedo que la atenazaba, algo se rebeló dentro de Valentina.
—Sabes que nunca te he pedido nada —osó replicar en voz baja—. Te obedezco en todo lo que me mandas y jamás te pregunto por qué no vienes a verme durante varios días ni adónde vas cuando te ausentas de La Habana…
—¡Es que tú no eres quién para pedirme explicaciones! —la interrumpió él, y añadió con menosprecio—: ¡No eres nadie!
—Sé que sólo soy tu entretenida, pero… —objetó ella muy bajito— abandoné mi vida en L’Olympe para ser únicamente tuya y…
—¡Tú no abandonaste nada! Fui yo quien te sacó de un burdel donde yacías con cualquier viejo que pudiera pagar tus servicios. Gracias a mí, disfrutas de una vida de lujo que no mereces, pero eso se puede acabar en cualquier instante. Te recomiendo que no abuses de mi paciencia.
Ella no respondió. Se sentía desolada por las palabras de Leopoldo, pero al mismo tiempo un diminuto residuo de su antiguo orgullo pugnaba por abrirse paso en sus entrañas.
Leopoldo dio otra calada al habano y clavó en Valentina una mirada intimidante. No pensaba permitir que le pidiera explicaciones una ramera que vivía a su costa con el esplendor de una marquesa. Sin embargo, el aire desvalido y a la vez digno de la joven disipó su ira como por ensalmo y puso en su lugar una ridícula blandenguería que se le instaló en la boca del estómago. Tragó saliva. Tomó aire para deshacer ese incómodo sentimiento y se repitió a sí mismo que debía dejarle claro a esa furcia quién era el amo. Esbozó su fría sonrisa de depredador.
—Escucha, pequeña ninfa. —De repente se sintió como si la sonrisa empezara a derretírsele por las comisuras de los labios. Asustado, reforzó su arrogancia—. Un Bazán debe pensar en su posición. Yo no soy un pobre dependiente de comercio que se casa con una criadita recién llegada de España. Mi deber es elegir a una esposa de alcurnia y con fortuna. —Alargó una mano y trazó una fugaz caricia en la mejilla de Valentina, como si hiciera carantoñas a un perro—. Pero tú no puedes comprender los deberes que impone el linaje.
—Sí lo comprendo —susurró Valentina.
Leopoldo se había cansado de fumar y aplastó el habano contra el cenicero, que entregó a Valentina para que alejara de él ese estorbo. Obediente, ella se puso en pie y lo dejó sobre el tocador. Sabía que a su amante le gustaba fumar pero le molestaba la ceniza sedimentada en los ceniceros. Regresó deprisa y se sentó en una esquina del lecho.
—Ya te he dicho que no te debo explicaciones —continuó Leopoldo—, pero ya que tanto te interesa, te adelanto que la boda será dentro de tres meses. La salud de mi padre no es buena, y si esperamos mucho, probablemente… —No le pareció delicado exponer que el corazón de Federico Bazán se deterioraba con preocupante rapidez y que él, como hijo único que era, podría heredar una gran fortuna antes de cumplir los veinticinco. En lugar de acabar la frase, intercaló una sucesión de carcajadas aceradas y añadió—: No temas, mi futura esposa no hará sombra a tu belleza. La pobre Carlota es una criatura lánguida y temerosa de todo, de aspecto agradable, eso es cierto, pero a la que la madre naturaleza no ha dotado de tu porte y hermosura. Dudo que me hubiera fijado en ella si su familia no poseyera una de las mayores fortunas de las Antillas. —Se encogió de hombros con fingida resignación—. Pero los que pertenecemos a los patricios de esta isla debemos casarnos con nuestros semejantes para reforzarnos contra la intrusión de los nuevos ricos… —Chasqueó la lengua con menosprecio—. Esos advenedizos…
Valentina le había escuchado con creciente aversión. Jamás habría imaginado que el hombre al que amaba por encima de la razón pudiera expresarse con tal cinismo. A pesar de todo, seguía queriéndole, y lo único que deseaba era ser correspondida por él y permanecer a su lado, aunque fuera en calidad de entretenida. ¿Cómo podía envilecer así un sentimiento tan hermoso como el amor?, se preguntó en un rapto de lucidez. Ni siquiera se había sentido así de indigna cuando yacía con un hombre después de otro en L’Olympe…
Leopoldo emitió un artificioso suspiro y dijo:
—Bien, se acabó ya el platicar. Es hora de que continuemos lo que interrumpiste con tus preguntas indiscretas. Pero te advierto, pequeña ninfa, que nunca debes volver a mencionar a mi futura esposa. ¿Lo has entendido bien?
Ella asintió con la cabeza y pronunció un moribundo «sí». Todavía estaba sentada en el borde de la cama, de espaldas a Leopoldo, aunque con el torso ligeramente ladeado y la cara vuelta hacia él. Leopoldo le dio una palmadita en un brazo que quiso ser benévola y anunció:
—He decidido que tienes que salir más a menudo. La reclusión te inspira pensamientos insanos y así no me das placer. Voy a enseñarte a bailar la contradanza y te llevaré a un lugar donde los dos nos divertiremos mucho.
«Ya lo creo que nos divertiremos», se regocijó para sus adentros. Estuvo a punto de relamerse al pensar en la reacción de las mulatas, tan pagadas siempre de su hermosura, cuando le vieran entrar con la bella Valentina en el cuchitril de la alcahueta Dorotea.