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La Habana, marzo de 1860

Cuando Valentina llevaba unas semanas instalada en su cómoda vida de mantenida de un caballero rico, se dio cuenta de que no era una existencia tan plácida como había creído. Al principio había saboreado con fruición el lujo de poseer una casa para ella sola y poder pasar horas enteras sin hacer nada, contemplando únicamente el bello mobiliario de las estancias. Disfrutaba dormitando sumergida hasta el cuello en la bañera de cobre que Leopoldo había mandado colocar en un cuartito contiguo al dormitorio, u observando en el espejo del tocador los movimientos de Blasa, la esclava más joven, cuando ésta la peinaba, pues los dedos de esa criatura escuchimizada habían resultado ser prodigiosos a la hora de realzar la belleza de una dama. El resto del tiempo lo había llenado instruyendo a sus siervas sobre cómo deseaba que realizaran las faenas domésticas y administrando con tino el dinero que Leopoldo le daba cada cierto tiempo para los gastos y, si estaba muy contento con su comportamiento en el lecho, para algún capricho de mujer, como decía él. Pero al cabo de unas semanas el pequeño hogar en que se había convertido la casa alquilada marchaba como la seda y no tenía ninguna labor con la que entretenerse. Por primera vez en toda su vida experimentó el veneno paralizante del aburrimiento. Leopoldo nunca acudía a verla antes de las horas de la prima noche, cuando el calor se disipaba y los habaneros pudientes salían a tomar la fresca. Muchas veces incluso le esperaba en vano, compuesta como una novia ante el altar para un hombre que ni se había molestado en mandarle recado con alguno de sus muchos siervos. En ocasiones, Leopoldo le anunciaba sin ambages que se ausentaría de la ciudad por unos días y no iría a verla. Cuando no recibía las visitas de su amante, el tiempo de Valentina se estiraba hasta que amenazaba con aplastarla. Mientras, ella mataba el tedio sentada en la mecedora del dormitorio; medio oculta tras los visillos blancos, que la brisa hacía danzar ante sus ojos como si fueran espectros burlones, espiaba el trajín de la calle. Era en esos instantes cuando se atormentaba pensando en la joven dama con la que Leopoldo se había comprometido en matrimonio. Siempre la imaginaba bella y desdeñosa, con flores del trópico prendidas en su abundante cabello negro y vestida con refulgentes sedas que susurraban al caminar. Entonces Valentina se preguntaba en qué pensaba Dios cuando regalaba fortuna a algunas personas y a otras las obligaba a conformarse con las migajas que caían de la mesa de los ricos, si es que caía alguna.

Leopoldo le había prohibido con insistencia que saliera sola a la calle. En La Habana, le había explicado con el desabrimiento en el que incurría a veces, ninguna dama decente se rebajaba a caminar por las estrechas aceras, donde sólo podría cruzarse con vendedores ambulantes negros y mujerzuelas de la peor calaña, por lo que jamás debía aventurarse a recorrer la ciudad si no era sentada junto a él en su quitrín. Si deseaba comprar telas o fruslerías con las que adornarse para cuando él fuera a verla, debía advertírselo con tiempo y él le enviaría un carruaje guiado por uno de los caleseros de los Bazán.

Para combatir el aburrimiento, que con el letargo de las primeras horas de la tarde se convertía en una cucaracha negra y viscosa, Valentina empezó a leer el libro que le había regalado madame Selene. Se acomodaba en una mecedora que había en un rincón fresco del patio, junto a un macetero rebosante de jazmín, y se embebía de las aventuras de los argonautas en busca del vellocino de oro; sufría con la tristeza de Medea al verse abandonada por Jasón, en aras de cuyo amor lo había sacrificado todo, pero abominaba de la crueldad que la había llevado a asesinar a los hijos para vengarse del esposo infiel; admiraba al valiente guerrero Héctor, e incluso vertió algunas lágrimas cuando le llegó la muerte a manos de Aquiles. Y al fin conoció la historia de Ulises y la bella ninfa Calipso, a la que debía el nombre que madame Selene le puso en L’Olympe. No albergó ninguna duda de que ella era Calipso y Leopoldo el astuto Ulises, que algún día la abandonaría para regresar a los protectores brazos de la mujer rica con la que pronto se iba a casar.

Una tarde, estaba sentada en el patio devorando las peripecias de Ulises cuando oyó voces que llegaban desde la cocina. Las dos esclavas, que siempre le hablaban en susurros cohibidos, parecían estar riéndose a carcajadas mientras ella consumía sus horas sin más compañía que la soledad, por lo menos hasta que apareciera Leopoldo y la condujera a la alcoba dedicándole apenas algún beso fugaz y unas carantoñas apresuradas, si es que se dignaba hacerlo. Siguiendo un impulso se levantó, dejó el libro sobre el cojín de la mecedora y caminó hasta el traspatio procurando no hacer ruido al pisar. Cuando entró en la cocina, donde aun no había estado desde que se instaló en esa casa, le llamaron la atención los coloridos azulejos que revestían las paredes hasta media altura y la bancada de obra que alojaba dos fogones y dos grandes fregaderos. Las esclavas estaban sentadas alrededor de una mesa de tablero grande y deslustrado. Se reían como si alguna de ellas hubiera dicho algo gracioso y se estuvieran divirtiendo mucho. La negra vieja, que atendía por el nombre de Angustias, desplumaba el pollo que había traído esa mañana del mercado, mientras que la jovencita no apartaba la vista de la capa de plumas que cubría la mesa como una lluvia de pétalos de rosa. Al oír entrar a su ama, las dos se levantaron tan deprisa que volcaron las sillas. Angustias se quedó muy quieta, mirando a Valentina con los ojos desorbitados, los dedos aferrados a las patas del ave a medio desplumar, cuya cabeza muerta se balanceaba en el aire como un péndulo grotesco.

—Mi ama… —farfulló Angustias.

Blasa, la flaca mujer niña, ni siquiera fue capaz de despegar los labios, apretados en una pálida línea de terror.

Valentina se arrepintió de haberse aventurado dentro de la cocina. Sólo buscaba un poco de compañía. No pretendía darles un susto de muerte, pero las dos mujeres la miraban como si fuera un espectro escapado del más allá para hacerles daño. La soledad de tantos días se convirtió en un pedrusco que se le atravesó en la garganta y le llenó los ojos de lágrimas. A duras penas contuvo el ansia de llorar. No debía mostrar flaqueza delante de las esclavas. Ni delante de nadie. Irguió la espalda. Movió la mano en un gesto que pretendió tranquilizador.

—No temáis. —Procuró dar a su voz un tono firme y calmante a la vez—. No he venido a reprenderos. Podéis sentaros.

Las siervas enderezaron las sillas y obedecieron la orden de esa extraña joven. No las tenían todas consigo. En la mansión que los Bazán poseían en el ingenio San Rafael, de donde las había traído el joven amo para servir a su querida, la señora jamás había entrado en la cocina si no era para regañarlas con dureza o mandarlas azotar por alguna falta que habían cometido.

—Venía… —Valentina hizo una pausa. ¿Qué pretexto podía aducir para ocultar a esas mujeres que el aburrimiento y la soledad la habían empujado a adentrarse en terreno prohibido a una señora?—. Angustias…

—Sí, mi ama —susurró la vieja. Al fin había dejado el pollo sobre la mesa, pero no había soltado las patas, cuyas largas uñas apuntaban a Valentina como si quisieran arañarle la cara en cualquier instante.

—Llevo días preguntándome cómo preparas el delicioso guiso de ave que tanto gusta a don Leopoldo cuando se queda a cenar. Deseo que me lo expliques.

—Enseguida, mi ama —replicó Angustias.

La anciana no salía de su asombro. Sabía que los oriundos de ultramar eran gente aquejada de muchas rarezas, así lo había oído comentar infinidad de veces en la mansión de los Bazán, pero la querida de su amo, además de ser extraña, parecía estar un poco trastornada. Claro que no podía ser bueno para la cabeza pasarse todo el día encerrada en esa casa, a la espera de que llegara el amo Leopoldo para desfogar con ella la virilidad que derrochaban los hombres Bazán, siempre dispuestos a montar a las mujeres, como si desearan superar a los sementales que se criaban en los potreros del ingenio San Rafael.

Valentina apartó una silla de la mesa y tomó asiento muy despacio, vigilada por los preocupados ojos de las negras. Angustias soltó al fin las patas del pollo, tomó aire para aplacar los nervios y explicó a la entretenida loca del amo Leopoldo cómo preparaba el guiso que en tiempos le enseñó a cocinar su madre, antes de que los dueños la vendieran a un rico plantador de Trinidad. Blasa miraba a Angustias, después a la joven señora, luego otra vez a Angustias, y concluyó que esa bella dama de mirada melancólica no parecía tan cruel como los otros amos.

Angustias se enredó en un cúmulo de explicaciones para rellenar la embarazosa situación. Cuando no le quedó nada por decir, un incómodo silencio se adhirió a las paredes de la cocina como si fuera moho. Las esclavas fijaron la mirada en la mesa sembrada de plumas, no osaban hablar por si molestaban a su ama y ésta se quejaba después a don Leopoldo, que las azotaría con su propia fusta, como hacía siempre que un siervo le contrariaba.

Valentina percibió con claridad el miedo de las dos mujeres. Se dijo que lo mejor sería alejarse y eximirlas de su incómoda presencia, pero no soportaba la idea de regresar a su espesa soledad. Esa tarde necesitaba más que nunca conversar y embeberse de calor humano. A veces temía acabar como las plantas que abarrotaban el patio. Sus miembros se convertirían en ramas de las que brotarían hojas, tal vez alguna flor y, por mucho que gritara, nadie podría oír sus lamentos. Para alargar la conversación, aunque sólo fuera por un ratito, sólo se le ocurrió preguntar a las esclavas por su procedencia.

Las dos negras se miraron sin saber cómo responder. No estaban habituadas a que sus amos les dieran conversación, y menos aún a que se interesaran por sus orígenes. Su trato con los dueños jamás había ido más allá de medir las palabras para no decir ninguna inconveniencia que pudiera provocar su ira. Una vez más fue Angustias, curtida por una larga vida de esclavitud, quien tomó la palabra. Las dos habían trabajado siempre en la mansión que la familia Bazán poseía desde hacía varias generaciones en el ingenio San Rafael, de donde las había mandado traer don Leopoldo para servir a su…

Angustias calló de repente. Muy ofuscada, se rascó la cabeza y posó la vista sobre el tablero de la mesa. Ahora sí que se había ganado un buen castigo, el amo Leopoldo se lo aplicaría en cuanto se presentara, pensó con el corazón desbocado por el miedo. Valentina intuyó que la esclava había estado a punto de decir «a su amante». No supo si reírse o echarse a llorar.

—A su melcé —añadió la vieja, jadeando por el sofoco.

La turbación de Angustias hizo sonreír a Valentina. Entonces cayó en la cuenta de que no faltaría mucho para la llegada de Leopoldo. Le convenía empezar a arreglarse si no deseaba contrariarle. A él le gustaba hallarla bien vestida y con la larga cabellera recogida en un artístico peinado, como si fuera a asistir a un baile elegante. Precisamente ella, que llevaba semanas sin salir de esa casa. Se puso en pie deprisa y esta vez fue ella quien volcó la silla. Blasa se levantó de un brinco y la colocó de nuevo en su sitio.

—Pronto vendrá don Leopoldo. Debo recibirle en condiciones. —Valentina se dirigió a Blasa, que no parecía temerla tanto como Angustias, y añadió—: Prepárame el baño enseguida. Después me peinarás como tú sabes. Posees una habilidad excepcional con las manos.

—Enseguida, mi ama.

Sin añadir nada más, Valentina dedicó a las siervas un apresurado movimiento de cabeza y abandonó la cocina.

En el patio recogió el libro que había dejado sobre la mecedora y fue a la pequeña biblioteca para devolverlo a su lugar. Sabía que a Leopoldo no le gustaba encontrarla leyendo.

Al pararse delante de la estantería, no pudo resistir la tentación de pasar las yemas de los dedos sobre los lujosos lomos de los libros que había atesorado el desconocido dueño de la casa, y decidió que cuando acabara el que le había regalado madame Selene, elegiría alguno de los que había dejado allí el amigo abolicionista y exiliado de Leopoldo.