Valentina descendió del quitrín con la ayuda del guapo calesero de los Bazán mientras Leopoldo permanecía sentado bajo la protección del fuelle, que siempre mandaba extender cuando paseaba en carruaje con ella.
Había dispuesto que la joven fuera la primera en entrar en la casa que había alquilado para alojarla. Él se deslizaría dentro cuando hubiera transcurrido un rato. Por esa calle transitaban a esa hora muchos carruajes de gente importante y no deseaba que alguno de sus conocidos lo viera exhibiéndose en compañía de una ramera. Y menos cuando acababa de comprometerse con una de las jóvenes más ricas y cortejadas de toda la isla. Había asimilado bien las enseñanzas de su progenitor, al que, desde que tenía uso de razón, había escuchado aconsejarle que se desfogara con cuanta mujer se le antojara, antes y después de casado, pero sin olvidarse jamás de guardar las formas y cuidando de no dejarse atrapar en las redes del amor que tendían tanto las furcias como las damas honestas. A las rameras convenía elegirlas ardientes, experimentadas y deslumbrantes, solía filosofar su padre cuando se sentía inspirado para darle consejos. La esposa, en cambio, debía ser de recatada belleza y rica; cuanto más rica, mejor. Una buena esposa contribuía a apuntalar la posición social y la fortuna del marido, le paría muchos hijos que darían fe de su hombría y suponía un bello complemento para lucirlo en las fiestas de sociedad.
Sentado en su quitrín, Leopoldo caviló que su padre había aplicado a rajatabla sus propios principios, sobre todo en lo concerniente a divertirse con mujerzuelas, aunque había fracasado en el propósito de tener su mansión llena de hijos: por más que se afanó en preñar a su esposa a lo largo de veintiocho años de matrimonio, la desdichada sólo logró retener en su vientre a una criatura de las muchas que concibió. Leopoldo sabía por Mamé, la esclava negra que le sacó adelante, que nació diminuto como una hormiga y tan enfermizo que durante su primer año de vida nadie osó apostar por su supervivencia. Ni siquiera la santera Mamé, que tiraba los caracoles todas las noches para adivinar si ese pobre despojo tenía algún futuro. Sin embargo, el gusano enclenque sobrevivió y se convirtió en una mariposa que rebosaba salud y de la que se enorgullecía Federico Bazán en su humillante decadencia física. Leopoldo sonrió bajo la sombra que daba el fuelle. En lo concerniente a diversiones carnales pensaba superar con creces las hazañas de su padre. Naturalmente, sin abrirle las puertas al amor, ese maldito opio de los necios.
De pie en la estrecha acera, Valentina contempló la fachada de la casita donde iba a vivir a partir de entonces. Poseía una sola planta y era mucho más modesta que la mansión donde estaba L’Olympe, aunque lucía muy bien cuidada. El frontal era de color verde océano, tan lustroso que parecía recién pintado, y tenía tres altos ventanales que llegaban desde el techo hasta el suelo. No poseían cristales, como era habitual en la isla, donde el clima hacía más recomendable facilitar el tránsito de la brisa que impedirlo, pero estaban bien protegidos por rejas de hierro rematadas en artísticos bucles y pintadas de negro. De repente, oyó la melosa voz del calesero a su lado.
—Señora, mi amo no desea que esté parada en la acera. Debe entrar enseguida…
Valentina asintió con la cabeza y siguió al mulato, que se había aproximado a la puerta antes que ella y ahora empujaba la hoja de madera para franquearle el paso. La joven entró en un zaguán con paredes revestidas de azulejos de vivos colores y el suelo embaldosado con losas de barro cocido. Era de dimensiones más reducidas que el de L’Olympe, aunque calculó que aun así podría alojar un quitrín sin estrecheces. Desde allí se accedía a un pequeño patio cuadrado, rodeado de columnas de madera que sustentaban el tejado de la galería y brindaban protección contra el sol y las lluvias tropicales. En el centro se erguía una sencilla fuente de piedra, y por todo el patio había diseminados maceteros llenos de exuberantes plantas, entre las que Valentina distinguió incluso un granado y un pequeño naranjo. Al fondo podía vislumbrarse el traspatio, donde, como descubriría más adelante, se hallaban la cocina, un cuartito en el que dormían las esclavas y, un poco más alejada, la letrina. Las alcobas nobles de la casa estaban dispuestas alrededor del patio. Sus puertas de madera maciza se hallaban abiertas para facilitar que la brisa circulara por toda la casa, pero la intimidad de los cuartos quedaba resguardada por mamparas, un tipo de puertas más cortas que las verdaderas que nunca sobrepasaban la altura de un hombre e iban adornadas con cristaleras policromas en la parte superior. La opulenta vegetación despertó en Valentina el recuerdo de la casucha de la mulata Juana, con aquella profusión de plantas selváticas y de jaulas llenas de pájaros alborotadores. Sintió un regusto amargo en el paladar. En esa casa quedaron los pocos objetos que daban fe del paso de Gervasio por el mundo. A saber lo que habría hecho con ellos esa mujer de trato desabrido.
De repente, dos manos ágiles le taparon los ojos desde atrás y unos labios de fuego comenzaron a besuquearle la oreja derecha provocándole una sucesión de escalofríos febriles.
—¿Te gusta tu nueva morada? —La voz de Leopoldo, inusitadamente dulce, le hizo cosquillas en la oreja.
Valentina no pudo responder. Se había abandonado ya al placer que habían despertado en ella los besos de Leopoldo conforme descendían por su nuca. Tomó aire para refrescar el fuego que consumía su carne y dejó escapar un suspiro. Leopoldo se separó de ella y le hizo darse la vuelta. Valentina se tambaleó por un instante hasta que recuperó el equilibrio y la suficiente energía para abrir los ojos. Su mirada se precipitó dentro del iris azul de Leopoldo. La dulzura que había creído percibir en su voz no estaba en sus ojos, donde halló la gélida altivez de siempre.
Leopoldo la tomó de la mano y la condujo a través de la frescura del patio hasta una de las puertas. Empujó la mampara y entraron en una estancia cuadrada donde cabían con holgura varios sillones Luis XV, un diván colocado ante el ventanal que daba a la ruidosa calle, un piano de pared en un lateral del cuarto y una mesa de madera rectangular rodeada por seis sillas. Sin soltar a Valentina, Leopoldo se encaminó al otro extremo del salón, en cuya pared se abría una amplia puerta doble que daba a una habitación más pequeña, ocupada por un escritorio y varias estanterías repletas de libros. Valentina se desasió de Leopoldo y se aproximó a los anaqueles. Salvo durante aquellos meses de su infancia en los que la marquesa de Tormes la obligó a aprender a leer y escribir con la marquesita, en la vida de Valentina no había sobrado tiempo para dedicárselo a la lectura; sin embargo, sentía por los libros una veneración casi mística. Deslizó las yemas de los dedos sobre los lomos rotulados con letras de oro.
Leopoldo se acercó a ella y posó las manos sobre su cintura. De nuevo le habló al oído y de nuevo a ella se le puso la carne de gallina.
—Esta casa pertenece a un poeta amigo mío. Durante los últimos meses el infeliz defendió con excesivo celo la abolición de la esclavitud y se ha visto obligado a alejarse de Cuba por un tiempo. —Meneó la cabeza con aire burlón—. ¿Dónde se ha visto que el hijo de un rico plantador abogue por una causa ridícula que, además, perjudica sus propios intereses? Martín siempre fue un cándido… —Comenzó a besarle el cuello—. Sin embargo… —farfulló—, lo que para unos supone un contratiempo puede ser bueno para otros. Gracias a la estupidez de mi amigo he podido alquilar esta casa a buen precio. —Sus labios provocaron en Valentina nuevos escalofríos de placer, hasta que, de repente, Leopoldo se despegó y volvió a tirar de la joven—. Ven, deseo mostrarte el lugar donde espero pasar mucho tiempo contigo.
Valentina caminó como una sonámbula junto al hombre que dominaba su voluntad con sólo rozarle la piel. En el dormitorio había una cama inmensa con cabezal de latón dorado. Del mismo material era la estructura que sostenía una mosquitera de finísima gasa blanca. Cubría el lecho una colcha de raso, también blanca, adornada con delicados bordados en azul. Completaban el mobiliario una mesita de madera noble a cada lado de la cama; en la pared de enfrente, un mueble que alojaba una palangana de porcelana fina y una jarra a juego; un gran armario con las puertas recubiertas de espejos, y dispuesta delante del ventanal, cuyos cortinajes se mecían movidos por el tenue soplo de aire que entraba desde la calle, una comadrita que llamó la atención de Valentina.
Leopoldo no le dio tiempo de recrearse en la belleza de la alcoba.
—Antes de que volvamos a este cuarto, quiero que conozcas a las esclavas que he traído para ti.
La guió de regreso hasta el patio. Allí le soltó la mano y dio tres vehementes palmadas que las paredes devolvieron convertidas en eco. Al instante llegaron desde el traspatio dos mujeres con piel de ébano. Ambas iban vestidas con batas raídas de color grisáceo, pero ahí acababan las similitudes entre ellas. Una era vieja y enjuta, tenía el pelo muy rizado y canoso y su cara estaba llena de surcos que a Valentina le recordaron a María Regla, la esclava de la mulata Juana. La otra era muy joven, casi una niña, y poseía un cuerpo tan famélico que inspiraba congoja. Aunque no era su delgadez lo que más angustió a Valentina, sino la expresión de sus ojos. Esa criatura, más que una persona, parecía un perro triste que ha sido apaleado muchas veces a lo largo de su vida.
—Os presento a la dama que mandará sobre vosotras mientras permanezcáis en esta casa —profirió Leopoldo con seca autoridad—. Debéis obedecerla y cumplir con vuestras obligaciones a la perfección, o se os aplicará el castigo que ya conocéis. Los Bazán no toleramos la insolencia ni la pereza.
La más joven se echó a temblar. Valentina observó que la vieja enjuta le rozaba con disimulo una mano para tranquilizarla. Se sentía muy incómoda en presencia de esas esclavas que habían sido llevadas allí para atenderla. Era la primera vez que le ocurría algo así desde que llegó a Cuba. Mientras trabajó para madame Selene, jamás se le había ocurrido reflexionar sobre si la esclavitud era buena o mala; sus pensamientos se habían centrado en adaptarse a su viudez y en salir adelante. En L’Olympe se había habituado a dar órdenes a las siervas de la madame sin dedicar a ese asunto ni un solo pensamiento, como había hecho con todas las extrañas costumbres que había ido descubriendo en esa isla. Cuando mandaba a las esclavas del burdel, nunca había tenido la sensación de estar haciendo algo ignominioso; ni la madame ni ella las habían tratado nunca con maldad. Pero el modo en que Leopoldo hablaba a esas mujeres dejaba entrever desprecio y crueldad. Valentina sintió pena por ellas. Y también un asomo de vergüenza porque ahora iba a convertirse en su ama. Y no era una perspectiva que despertara su agrado.
—Quiero que tengáis lista la cena para cuando decline el sol —les ordenó Leopoldo—. Y ahora, retiraos a vuestros quehaceres. ¡Rápido!
Las esclavas se escabulleron como gatas temerosas hacia el traspatio.
—Deberás vigilarlas bien —le dijo Leopoldo a Valentina—. Estos malditos negros son indolentes por naturaleza y necesitan mano dura. —La tomó de un brazo y la arrastró con impaciencia hacia la puerta de la alcoba—. Y ahora, mi pequeña furcia con nombre de criada, ha llegado la hora de que me ofrezcas lo que tan bien sabes hacer. Para eso te he traído a esta casa. Procura no olvidarlo.