8

Madame Selene fue hundiéndose en el sillón Luis XV como un navío con una vía de agua. No esperaba oír lo que acababa de anunciarle su pupila predilecta. Pese a la gran preocupación que había sentido ante el insensato amorío de Calipso con ese joven altanero de la élite azucarera más antigua de la isla que sólo vivía para satisfacer sus propios caprichos, nunca había perdido la esperanza de que Calipso recuperara la razón o de que Leopoldo Bazán se cansara de subyugar a la niña y desapareciera de L’Olympe. Sin embargo, el destino acababa de poner los naipes boca arriba. Y las cartas no eran buenas para Calipso. Madame Selene inspiró con dificultad y posó una mano sobre su pecho.

—¿Se encuentra mal, madame Selene? —preguntó Valentina con vocecilla ansiosa.

La dueña negó con la cabeza, estiró el brazo hacia la mesa contigua y agitó la campanita de plata con vehemencia.

—Necesito un buen trago de ron —murmuró, y a continuación trató de respirar profundamente.

Apoyó la cabeza contra el respaldo y se concentró en acariciar el cuello de Zeus, acurrucado con placentera indolencia sobre su regazo.

—¿Mando llamar al doctor Carballo? —insistió Valentina.

—No es necesario, Calipso —respondió la madame, sin disimular una pizca de irritación. No era tan vieja, ni estaba tan decrépita, como para que las muchachas interpretaran como achaque lo que sólo había sido una reacción de sorpresa. O, más bien, de consternación porque el bastardo del niño Leopoldo se había salido con la suya, como todos los de su calaña. Había embrujado a Calipso y ahora pretendía encerrarla en una jaula de oro hasta que se cansara de ella. Porque tarde o temprano los hombres como él siempre se hastiaban de sus amantes. ¿Y qué sería entonces de Calipso?

—Madame Selene, no piense que soy una desagradecida y no aprecio todo lo que ha hecho por mí…

—Yo sólo te enseñé a desenvolverte en el oficio, niña —la interrumpió la dueña—. Tu buena posición en esta casa la lograste tú sola porque posees una cabeza despejada, aunque ahora se te haya nublado el entendimiento.

Valentina se removió inquieta en el sillón. En ese momento entró Dolores, deslizándose con la delicadeza que la caracterizaba.

—¿Sí, mi ama?

—Tráenos ron —le ordenó la madame—. O… no, hoy prefiero bourbon. Del mejor que tenemos en esta casa. Vive Dios que lo necesito.

—Enseguida, mi ama.

La esclava se retiró tan sigilosa como había entrado, preguntándose qué habría ocurrido en ese gabinete para que su ama empezara a tomar bourbon a mediodía.

—Yo… —arrancó Valentina con timidez—. Usted sabe que no puedo seguir aquí, madame Selene. Ya no soy capaz de complacer a los hombres como antes, porque… porque… amo a Leopoldo con todo mi corazón y no soporto que me toque nadie más que él. Sé que los clientes perciben esas cosas, y sé… que eso es malo para el negocio.

—Pequeña, no eres la primera cortesana a la que un cliente entusiasmado retira del oficio —murmuró la madame—. Algunas hasta logran que su hombre se case con ellas y las convierta en damas respetables, aunque ésas son muy pocas…

La nueva entrada de Dolores interrumpió los razonamientos de madame Selene. Ella y Valentina guardaron silencio mientras la sierva vertía un poco de bourbon en cada vaso. La dueña le indicó con un gesto de la mano que le llenara el suyo. Dolores se apresuró a obedecer y entregó a cada una su bebida, depositó la botella sobre la mesita redonda que había junto al sillón en el que se sentaba la madame y se retiró, preguntándose ahora por qué las dos mujeres tenían esa mirada de consternación en el rostro.

Madame Selene bebió un generoso trago que dejó el nivel del líquido dorado por debajo de la mitad. Al retirar el vaso de los labios, se le escapó un suspiro de satisfacción. Procuraba contener su afición a la bebida hasta la hora en la que se recluía en su alcoba, después de que se hubiera marchado el último cliente. Pero esa mañana necesitaba alcohol para templarse: veía que Calipso se encaminaba derechita al abismo y no podía hacer nada para salvarla.

—A mí no me preocupa que el niño Leopoldo desee retirarte del oficio —añadió, jugueteando inquieta con su vaso casi vacío—. Una entretenida que conserve la cabeza en su sitio puede sacar mucho dinero a su amante antes de que éste se canse de ella.

Apuró el bourbon, alzó la botella con la otra mano y volvió a llenar el vaso. Valentina la miró preocupada. Sólo había visto borracha a su mentora una vez, el día en que se cumplió el vigésimo cuarto aniversario de la muerte de su esposo, y le había entristecido mucho ver tan embotada a una dama elegante y cultivada como ella.

—Pero tú no le sacarás nada, Calipso —enfatizó la madame en cuanto hubo tomado otro generoso trago—. Porque a ti te ciega tu insensato amor. Presiento que el niño Leopoldo hará contigo lo que se le antoje y, cuando se empiece a hastiar, te abandonará a tu suerte. ¿Te ha dicho alguna vez que te ama?

Avergonzada, Valentina bajó la mirada. Leopoldo jamás le había hablado de amor, aunque ella se consolaba diciéndose que su carácter altivo le refrenaba a la hora de expresar lo que sentía.

—No, madame —musitó.

—Ni te lo dirá jamás. El niño Leopoldo no es bueno, como tampoco lo es su padre. —La dama se llevó el vaso a los labios y bebió con avidez—. Conozco bien a Federico Bazán… —añadió con una breve sonrisa teñida de picardía y algo de tristeza—. Cuando él era joven y yo también, mucho antes de que la anterior madame me vendiera el negocio, Federico Bazán se encaprichó de mí por un tiempo. Créeme, llegué a conocerle realmente bien. Por eso sé que los hombres de esa estirpe despedazan a las mujeres como hacen los lobos hambrientos con los corderos… ¿Hay lobos en tu tierra?

Valentina asintió con la cabeza. Sus dedos giraban con indecisión el vaso de bourbon que le había servido Dolores. No le gustaba beber alcohol, y menos a mediodía y en una ocasión como ésa, cuando le convenía mantenerse todo lo despejada que le permitieran sus sentimientos por Leopoldo Bazán.

—Sí, madame Selene. En el pueblo donde nací se les temía porque bajaban del monte en invierno y atacaban a los rebaños, pero yo jamás vi ninguno.

—Cuando te marches con Leopoldo Bazán —anunció la dueña con lengua ya muy escurridiza— te las verás con un lobo sin sentimientos. Ten mucho cuidado con él, Calipso.

—Madame, disculpe mi impertinencia, pero creo que ha bebido…

La dama trazó un brusco movimiento con la mano que aún sostenía el vaso. El líquido se agitó dentro del recipiente como si fuera un océano en miniatura pero no llegó a derramarse.

—Yo sé cuánto puedo tomar, niña.

—Perdone, madame, yo…

—Hay algo más que debo decirte —profirió la madame con repentino empuje—. Sabes que la negra Candela, cuando la envío al mercado, se entera de todo lo que acontece en la ciudad. El otro día me contó algo… —Madame Selene calló por un instante y meneó la cabeza con angustia—. Desde que lo sé, ando debatiéndome entre el deseo de mantenerte en la ignorancia y mi obligación como amiga de decirte la verdad. Ahora he decidido que es hora de cumplir con mi deber. Ya que tu insensatez te arroja sin remisión a la boca del lobo, es preciso que sepas cuál será tu lugar…

Valentina sintió que un ente rasposo y amargo se le atravesaba en la boca del estómago y le provocaba ganas de vomitar. Tragó saliva y se preparó para escuchar algo que intuía de naturaleza muy desagradable.

La dueña tomó aire y dijo con voz temblorosa:

—La familia Bazán anunció la semana pasada el compromiso matrimonial de Leopoldo con la joven Carlota O’Farrill, perteneciente a una rama de los O’Farrill, que, como ya sabes, es una de las familias aristocráticas más antiguas de La Habana. La niña Carlota no tiene hermanos y su padre posee uno de los ingenios de azúcar más prósperos de la isla, el Flor de Majagua. Tu Leopoldo también es hijo único, por lo que puedes imaginar la riqueza que reunirá cuando él y su esposa hereden las haciendas de sus respectivas familias.

Un relámpago surcó la cabeza de Valentina: Leopoldo jamás podría ser suyo porque iba a casarse con la heredera del ingenio Flor de Majagua, la misma hacienda a la que Tomás Mendoza partió para trabajar como médico hacía más de un año. Sintió en las entrañas la gélida puñalada del dolor, en la que se mezcló una repentina añoranza de Tomás. Y se sintió muy ingrata porque, desde que Leopoldo apareció en L’Olympe vestido de impecable frac para festejar el nuevo año en compañía de las rameras más reputadas de La Habana, no había vuelto a acordarse del médico que tanto se preocupó por ella cuando murió Gervasio.

—Él no te ha dicho nada, ¿verdad? —preguntó la madame.

La joven negó con la cabeza. La bola áspera que le había obstruido la boca del estómago se había encajado en su garganta y ahora estaba a punto de hacerla llorar. Madame Selene tomó aire y prosiguió la ingrata tarea que se había impuesto.

—La familia Bazán celebró el compromiso la semana pasada en la quinta de veraneo que posee en El Cerro. Se rumorea que es la residencia más lujosa de El Cerro y que sólo la supera en riqueza la de los capitanes generales. Dicen que los festejos fueron fastuosos, duraron más de cuatro días y congregaron a las familias más ricas y poderosas de la isla. Incluso a distinguidos miembros de la familia O’Farrill, que viven en Nueva Orleans.

—Por eso… —murmuró Valentina, pero se le quebró la voz.

La madame acabó la frase por ella.

—Por eso el niño Leopoldo no vino a verte en toda la semana. —Despegó la espalda del sillón, se inclinó hacia Valentina y posó la mano que no sujetaba el vaso sobre el antebrazo de su pupila. La joven tenía la piel fría como la nieve de Prusia—. No pensaba contarte esto, Calipso. Por nada en el mundo deseo verte sufrir, pero dado el cariz que han tomado las cosas, es preciso que sepas cómo es el hombre en cuyas manos vas a poner tu vida y tu corazón. Nunca pasarás de ser su amante… y eso sólo hasta que él se canse de ti. Por tu bien, no lo olvides nunca.

La madame se apartó de Valentina, apuró de un trago lo que quedaba de bourbon y depositó el vaso sobre la mesita redonda. Valentina inspiró hondo para sofocar las ganas de llorar, se limpió los ojos y susurró:

—No puedo vivir sin él, madame Selene. Ese hombre ha traído luz a mi vida…, si sólo puedo aspirar a ser su amante, lo seré mientras él me desee.

«¡Ay, niña, qué ceguera tan terrible padeces!», estuvo a punto de exclamar la madame, pero se mordió la lengua. No servía de nada atormentar aún más a la pobre muchacha. En vez de eso, dijo:

—Entonces, sólo me queda aconsejarte que saques al niño Leopoldo todo lo que puedas y lo guardes en lugar seguro. Dinero, joyas, propiedades…, todo eso podría salvarte algún día de verte en el arroyo. Y… Valentina…

La joven dio un respingo al oír que la madame la llamaba por su nombre verdadero. ¿Se habría equivocado bajo el influjo del alcohol? Escrutó sus ojos de color azul pálido y concluyó que, pese a lo mucho que había bebido, parecía sorprendentemente sobria. Y no se había confundido de nombre.

—Me da el pálpito de que ese hombre querrá alejarte de todos los que te apreciamos para tenerte así a su merced —observó la madame, pesarosa—. Yo… desde que Danae y Circe te trajeron a esta casa te he querido como a una hija. Prométeme que acudirás a mí si necesitas ayuda.

—Lo prometo, madame Selene.

Con delicadeza, la dama depositó a Zeus en el suelo y se levantó muy despacio. Aunque por su rostro daba la impresión de que se hallaba sobria, en sus movimientos se apreciaba el efecto de los vasos de bourbon que había ingerido. Caminó con precario equilibrio hacia su escritorio, abrió un cajón y extrajo el grueso libro encuadernado en cuero y oro que había llamado la atención de Valentina el primer día que estuvo en ese gabinete. La dueña emitió un leve suspiro y se afanó en regresar a su sillón sin tropezar con los muebles. Una vez allí, se sentó envuelta en el siseo de sus faldas y el crujir de las ballenas del corsé que contenía el exceso de carnes que había acumulado durante los últimos años. Con mano temblorosa tendió el libro a su pupila.

—Aquí están las historias de la mitología griega que me apasionan desde niña. Hubertus me compró este libro al poco de llegar a La Habana y sus relatos me han acompañado durante muchos años, pero ahora deseo que te iluminen a ti cuando te sientas sola o temas desfallecer. Te harán compañía en los malos momentos.

—Madame, no puedo aceptar…

—Sólo es un pequeño regalo, querida. —La dama de nieve colocó el presente en las manos de Valentina y la obligó a cogerlo. Después se quitó los pendientes de esmeraldas que llevaba y se los mostró a la joven extendidos sobre las palmas de sus manos—. Son para ti. Guárdalos muy bien. Son buenos; podrían sacarte de un apuro en caso de necesidad.

—Madame, por favor…

—Chis, no desprecies los obsequios de despedida de una amiga. —Depositó las joyas sobre el regazo de Valentina y añadió—: Y ahora… te ruego que me dejes sola. Necesito echar un sueñecito antes del almuerzo. Tal vez sí haya bebido demasiado. Dile a Tana que hoy comeré aquí.

La madame cerró los ojos y se quedó dormida al instante. Valentina guardó las joyas en un bolsillo de su falda, cogió el libro y decidió llevarse también la botella de bourbon y los dos vasos para alejar de la dueña la tentación de beber más cuando despertara. Se dirigió hacia la puerta procurando no hacer ruido. Antes de salir al pasillo, se volvió y vio que el gato había recuperado su sitio en el regazo de la dama. Supo con dolorosa clarividencia que echaría mucho de menos a los dos y sintió un pinchazo de miedo al futuro, pero lo sofocó. Ya no podía echarse atrás. Debía correr a su alcoba y preparar las cosas. Faltaba muy poco para que Leopoldo acudiera a recogerla.