Valentina tomó aire para calmar la agitación de su corazón y atravesó el patio a toda prisa. Pese a que llevaba uno de sus ligeros vestidos de organdí blanco, cuyo generoso escote mostraba el nacimiento de los senos que tanto gustaban a los hombres y dejaba al aire sus hombros bien torneados, la piel le ardía como si padeciera calenturas o, peor todavía, como si alguien le hubiera prendido fuego con una tea. Tana había subido poco antes a su alcoba para avisarle de que el niño Leopoldo aguardaba afuera, en un quitrín, y le había advertido que Calipso no le hiciera esperar. La esclava había hallado a Valentina ya bañada y vestida con esmero. Dolores, la doncella de madame Selene, le había arreglado el cabello como si la preparara para un baile de la aristocracia y le había colocado un sombrerito de paja, adornado por detrás con cintas de colores, del que pendía en la parte delantera un velo de tul con el que a Valentina le gustaba ocultar su rostro cuando salía a la calle. Llevaba desde mediodía consumida por el ansia de ver a Leopoldo, de besar sus finos labios y de sentir sobre la piel sus dedos imbuidos de sabiduría, que siempre acariciaban la parte de su cuerpo donde más deseo despertaban. Durante su último encuentro en la alcoba, varios días atrás, Leopoldo ya le había anticipado que debía ausentarse de La Habana por una semana y que en la próxima visita la llevaría de paseo en su quitrín. Estaba hastiado de poseerla en un lugar cargado con el nauseabundo olor de todos los hombres que la habían montado antes que él y ya no soportaba respirar el aire viciado de ese burdel con pretensiones.
Después de haber añorado a Leopoldo durante siete días con sus largas noches, Valentina sentía ahora una desmesurada euforia. Por fin había concluido la espera. Atrás quedaban las interminables veladas sin esperanza, colmadas de hombres maduros cuya lujuria se le antojaba cada día más difícil de saciar. Ya no poseía la serenidad, nacida de la resignación acumulada durante muchas noches, con la que antes se sentaba en el regazo de un cliente y le hacía carantoñas antes de conducirle hasta su alcoba. Tampoco conseguía ya abstraerse y pensar en otros asuntos mientras los hombres satisfacían con ella sus deseos más lascivos y extravagantes. Desde que Leopoldo había irrumpido en su vida, le repugnaba entregarse a esos caballeros ricos; ahora su lujuria animal la violentaba. Intuía que madame Selene ya no estaba contenta con el modo en que se desenvolvía en su trabajo, porque la miraba sin molestarse en disimular su decepción. A ella le dolía haber fallado a una mujer que la acogió cuando se hallaba desesperada y hambrienta, pero no podía volver a ser la de antes. Leopoldo le había hecho descubrir sensaciones nuevas y la había llevado a intuir que fuera de los muros de L’Olympe había un mundo muy diferente de todo lo que había conocido hasta entonces. Con ese hombre desconcertante había descubierto que acariciar un cuerpo masculino no sólo era un acto mecánico que resultaba muy útil para iniciar el juego con el que llevaba más de un año ganándose el sustento, también podía suponer una fuente inagotable de placer que te abría de par en par las puertas del paraíso. Lo malo era que después de haber subido al cielo cada vez le costaba más descender al purgatorio de su realidad cotidiana.
Cuando ya había alcanzado el zaguán, oyó la voz de madame Selene a su espalda.
—Calipso, ten cuidado con el niño Leopoldo.
Valentina se giró. La madame la contemplaba con esa expresión amarga que tanto le dolía. Ella no podía saber que en realidad la dueña no se sentía decepcionada sino muy preocupada por el futuro.
—Don Leopoldo no es… iracundo, madame Selene —murmuró Valentina—. Jamás le he visto intención de dañarme…
—Bajo su hermosa fachada se oculta un hombre cruel —replicó la madame—. No es necesario golpear a una mujer para causarle mucho dolor. —Meneó la cabeza con pesar—. Ojalá pudiera hacer algo para resolver esta horrible situación…
A Valentina le habría gustado gritarle que nada era horrible cuando estaba cerca de Leopoldo porque por primera vez en su vida experimentaba un amor que colmaba a la vez su alma y su cuerpo. Un sentimiento que ni siquiera le había inspirado su pobre esposo, al que quiso con todo su corazón. Pero sólo consiguió susurrar:
—Madame…
—Ve con él, Calipso —la cortó la madame—. No conviene hacer esperar más de la cuenta a los hombres acaudalados e impacientes.
Valentina le dedicó una sonrisa nerviosa, bajó la mirada y escapó de su mentora todo lo deprisa que pudo.
La dama de nieve regresó al interior. En el fondo, se había resignado a lidiar con tan peligrosa situación desde que advirtió que su pupila estaba embrujada por ese joven rico de mirada cruel y ya no podía ser salvada. Bajo el influjo del niño Leopoldo, Calipso había dejado de ser la joven intuitiva cuyas artes amatorias instaban a los clientes a volver a L’Olympe una y otra vez. Por fortuna, el duque de Pozohondo se había apresurado a buscar nuevos alicientes entre los senos de Briseis, y al menos eso le permitía complacer las exigencias de Leopoldo Bazán sin desencadenar conflictos entre los clientes. El negocio ya no peligraba, pero eso no tranquilizaba a madame Selene.
Nada más pisar la calle, Valentina divisó el fastuoso quitrín de Leopoldo. Llevaba enganchados dos caballos negros y lo conducía un apuesto calesero mulato ataviado con botas de caña alta, sombrero de copa y librea granate bordada en oro y plata. El cochero desmontó nada más verla y fue a su encuentro para ayudarla a subir. A Valentina no le sorprendió la belleza del esclavo. Sabía que las familias ricas de Cuba daban tanta importancia a la apariencia de su calesero como a la del carruaje y los caballos, por lo que elegían al niño más guapo entre sus siervos y le enseñaban el oficio desde la infancia, para cuando llegara la hora de relevar al cochero. Los caleseros eran considerados los reyes entre los esclavos y gozaban de muchos privilegios que estaban vedados a los demás.
Valentina levantó la vista y vio los pantalones de lino claro de Leopoldo asomando bajo el fuelle extendido del carruaje. Cuando el mulato la ayudó a subir a la caja con sus maneras elegantes, las piernas enfundadas en lino no se movieron lo más mínimo. Valentina tomó asiento poniendo mucho cuidado en no descomponer su estampa; aún no se había acostumbrado a moverse dentro de esos extraños carruajes. Sólo cuando se hubo acomodado, osó alzar la vista. Reclinado con indolencia contra el asiento, Leopoldo la contemplaba con una hermosa sonrisa que sin embargo no logró iluminar del todo sus ojos fríos. Sin mediar palabra, alzó el velo que cubría el rostro de Valentina. Le colocó una mano sobre la nuca, atrajo su cabeza hacia sí y la besó en los labios con la avidez de quien se ha visto obligado a ayunar durante mucho tiempo.
Ella creyó que se desmayaría de placer cuando la lengua de Leopoldo invadió su boca y le rozó el paladar. Había añorado tanto su sabor mientras yacía con plantadores ricos que buscaban esparcimiento tras meses retirados en su hacienda, cuando se dejaba poseer por envarados funcionarios de la colonia que olían a rancio, o cuando iniciaba en los placeres de la carne a imberbes jovenzuelos que comenzaban a sudar de miedo en cuanto la veían desnuda… Ahora se hallaba entre los brazos de Leopoldo, percibía su calor en la piel, y el fresco aroma a agua de colonia, que había añorado dolorosamente durante siete días, le alborotaba la sangre y le causaba una excitación que amenazaba con enloquecerla. Leopoldo había regresado y el mundo se le antojaba más luminoso, el sol brillaba con mayor alegría y ya no sentía la losa de mármol que le había oprimido el corazón durante su ausencia.
El carruaje comenzó a moverse y el calesero los condujo por las calles de La Habana hacia el lugar que le había indicado su amo antes de abandonar la mansión de los Bazán. Detrás del esclavo, los ocupantes del quitrín se comían a besos, se lamían el cuello y se acariciaban el uno al otro bajo la protección del fuelle, aunque habrían hecho lo mismo si hubieran ido al descubierto. Tal era el ansia que los empujaba a devorarse mutuamente. Sin fijarse por dónde los llevaba el cochero atravesaron la ciudad, cuyos habitantes más acaudalados comenzaban a sacudirse la modorra del mediodía y se dirigían al paseo del Prado para ver y ser vistos: las damas de alcurnia, sentadas en sus quitrines, acicaladas con vaporosos vestidos de colores claros como si acudieran a un baile y luciendo elaborados peinados cuyo único adorno consistía, como siempre, en vistosas flores naturales; los hombres elegantes exhibían su virilidad montados muy tiesos a lomos de sus caballos de raza, como correspondía a todo gentilhombre que se preciara de serlo.
Pero nada de eso llegó a ser percibido por Valentina y Leopoldo, que no cesaron de intercambiar arrumacos, caricias y besos apasionados hasta que el joven Bazán vio de reojo que habían llegado al terreno que se extendía al borde de la costa y que la gente llamaba el Monte Vedado. En esa colina cubierta de bosque crecían árboles de buena madera —cedros, caobas y robles— que brindaban cobijo a plantas y animales silvestres. Durante siglos, una ordenanza colonial había prohibido construir en esos terrenos, ya que las autoridades consideraban que esa zona boscosa tenía una importancia estratégica para la defensa de la ciudad. Pero en los dos años anteriores había sido aprobada la parcelación de las fincas El Carmelo y El Vedado, ambas situadas en los terrenos del Monte Vedado y propiedad de familias notables de la isla, con miras a expandir la ciudad de La Habana por ese flanco. Sin embargo, aún no habían comenzado los trabajos de urbanización y la zona permanecía igual de virgen que en el pasado.
El calesero de los Bazán detuvo el carruaje y giró la cabeza con gran sutileza. Necesitaba instrucciones, pero sabía a qué se había dedicado don Leopoldo durante el trayecto con esa bella ramera de burdel caro y no deseaba provocar una situación embarazosa ni atraer sobre sí la ira del amo, cuyos arranques de mal genio temían todos los esclavos de la casa. Para alivio del mulato, el irascible caballero se había suavizado tras los arrumacos compartidos con su furcia, incluso le sonrió cuando le ordenó que dejara a mano la cesta de frutas y el clairet francés que había preparado la cocinera y después se retirara muy lejos del quitrín. Bajo ningún concepto quería verlo de vuelta antes de que comenzara a debilitarse la luz del sol.
—Sí, mi amo —replicó el calesero.
Diligente, saltó del equino y se apresuró a obedecer las instrucciones. Después se alejó a paso ligero, llevándose consigo las dos naranjas que había logrado camuflar bajo la librea y que pensaba comerse mientras contemplaba el mar sentado a la sombra de un árbol.
Leopoldo ni siquiera lo vio alejarse. Concentrado en desatar las cintas del corpiño de Valentina, se había olvidado por completo de su esclavo. Sus dedos se habían vuelto inseguros por la impaciencia y esa sencilla tarea le llevó más tiempo del acostumbrado. Cuando al fin logró dejar al descubierto los pechos de Valentina, que a instancias suyas ya no se ponía corsé cuando salían de paseo para facilitarle la labor, le besó la suave piel con labios apresurados, amasó sus senos entre las manos y chupó primero el pezón izquierdo y después el derecho con los ojos cerrados y la concentración de un niño recién nacido. Tras haber saciado el apetito acumulado durante los días de separación, alejó el rostro, revolvió con los dedos el artístico peinado de la joven y le ordenó que se quitara la falda y las enaguas que llevaba debajo.
—¡Malditas y engorrosas vestimentas de mujer! —refunfuñó entre dientes mientras ella le obedecía con premura.
Valentina temblaba entre sus brazos como si ardiera de fiebre. Al fin había regresado al paraíso después de tantos días sin alegría ni alicientes. Sentir el cálido aliento de Leopoldo sobre su piel le ponía la carne de gallina y la llenaba de una dulce voluptuosidad, que antes de conocerle ni siquiera sabía que existía. Las caricias de sus dedos la convertían en una mujer de fuego y todo lo que hasta entonces había hecho con los clientes sin poner en ello ni un pedacito de alma, a Leopoldo se lo regalaba acompañado de su corazón, e incluso le habría añadido su vida si él se la hubiera exigido. Logró despojarse de la ropa sobrante y quedó al descubierto el blúmer de raso adornado con encajes que hacía las delicias de los caballeros asiduos a L’Olympe.
Leopoldo emitió una breve carcajada y tiró con violencia de la tela, que quedó desgarrada en varios pedazos. Rió de nuevo, se levantó a medias y tumbó a la joven de espaldas sobre el terciopelo del asiento. Retiró los últimos restos del blúmer hecho trizas, se colocó encima de Valentina y se introdujo dentro de ella con el orgullo del amo que regresa a su propiedad tras una ingrata ausencia. Eufórico porque la brisa fresca que llegaba del mar acariciaba su piel y sus fosas nasales no respiraban el aire maculado por los viejos lascivos que habían tomado esa fortaleza antes que él, decidió que esa mujer debía ser suya y de nadie más.
Durante un tiempo, el quitrín parado entre la pródiga vegetación se balanceó como un bote de remos en plena tempestad. De debajo del fuelle brotaban desfallecientes suspiros y gemidos que semejaban los de un animal torturado. Hasta que de pronto llegó la calma. El carruaje dejó de mecerse y sólo se escucharon los trinos de los pájaros silvestres, que sin duda les habían observado desde las ramas de los árboles. Valentina y Leopoldo experimentaron al mismo tiempo una dulce muerte que los fundió en un abrazo del que se desligaron un buen rato después, exhaustos, bañados en sudor y muy sedientos.
Él se sentó, tomó una naranja de la cesta que el calesero había dejado en el suelo del quitrín, junto a sus pies, la peló con los dedos, arrojó las cáscaras fuera del carruaje y separó un gajo, que le metió a Valentina en la boca. Ella sonrió mientras masticaba y la boca se le llenaba del jugo agridulce que le supo a gloria después de tanto acaloramiento. Leopoldo le dio otro gajo y él se comió tres de un solo bocado. Tras haber saciado la sed, pasó las yemas de los dedos por las comisuras de los labios de Valentina para limpiarle unas gotas de jugo. Ella se rió y le atrapó el pulgar con la boca. Al principio él se dejó hacer. Esa maldita mujer despertaba en él algo muy próximo a la ternura, un sentimiento contra el que siempre se había blindado y que sofocaba en cuanto percibía el menor asomo de esa blandenguería propia de necios y afeminados. Pero la condenada ramera era más fuerte que el poder de su mente. Y él no pensaba permitir que una furcia se abriera camino hasta su corazón gracias a sus malas artes. Arrancó el dedo de entre sus labios, se apartó de Valentina e irguió el torso desnudo, donde se marcaban los suaves músculos de hombre criado con buenos alimentos. Ella advirtió su alejamiento y se asustó. ¿Qué había hecho mal esta vez?
Fijando la mirada en algún punto indeterminado, Leopoldo tomó aire y dijo con su habitual brusquedad:
—No quiero que vuelvas a ese burdel que apesta a orines de viejo.
Valentina se sobresaltó. Si no regresaba a la casa de lenocinio regentada por madame Selene, ¿adónde iba a ir? Al principio, permanecer en ese lugar había sido para ella la única posibilidad de reunir el dinero necesario para regresar a España, pero con el tiempo el burdel se había convertido en su hogar. Durante el año que llevaba trabajando allí, había ahorrado mucho más de lo que costaba un pasaje de vuelta. Podría regresar a España en cuanto se lo propusiera, pero ahora ya no lo deseaba. Allí no la aguardaba nadie. Sólo recuerdos que la sumirían en una profunda tristeza. Y tampoco le apetecía presentarse en el palacio de sus antiguos amos para rogar al ama de llaves que la readmitiera como sirvienta. En L’Olympe se había habituado a pequeños lujos a los que jamás podría aspirar si volviera a trabajar de criada. Y además ahora deseaba permanecer en esa isla para estar siempre cerca de Leopoldo, aunque la intensidad de sus sentimientos no le impedía ser consciente, durante algunos instantes de lucidez, de que él pertenecía a un mundo de opulencia donde no había sitio para ella. Su único hogar se hallaba entre las gruesas paredes del burdel que tanto despreciaba Leopoldo.
—Pero allí es donde vivo… —susurró, aguardando con temor la reacción de Leopoldo. Fue consciente de que con ese hombre nunca aprendería a anticipar sus respuestas, porque era imposible prever por dónde asomaría su mal genio.
La réplica de Leopoldo fue tajante:
—¡No por muchos días!
Ella se quedó mirándole, sin saber qué pensar ni qué responder.
—He apalabrado una casa cerca de la plaza de Armas —continuó él—. No es muy grande, pero sí agradable y fresca. La calle tiene suficiente tránsito para que nadie se fije en quién entra y quién sale del portal. Yo pagaré el alquiler y todos tus gastos. Tendrás una asignación mensual para ropa y afeites más dos esclavas de mi propiedad que harán las faenas domésticas. Tu única obligación será estar bella para cuando yo vaya a visitarte. Vivirás sólo para mí… ¡y nadie más acariciará tu piel!
Valentina tragó saliva y permaneció en silencio. Los latidos de su propio corazón le desgarraban el pecho con la fuerza de varios cañonazos encadenados. Le tentaba la perspectiva de vivir en su propia casa sin necesidad de dejarse manosear por los caballeros que acudían al burdel y tan odiosos le resultaban desde que Leopoldo había irrumpido en su vida. Pero al mismo tiempo sentía miedo, aunque no sabía explicarse con exactitud qué era lo que temía.
—Por supuesto, deberás romper toda relación con madame Selene y sus zorras.
—Pero… madame Selene es muy buena conmigo —osó objetar Valentina—. Ha sido como una madre para mí.
—Una madre que se enriquece vendiendo tu cuerpo a vejestorios que huelen a orines.
—Sólo algunos caballeros son viejos…
—¡Tanto peor! —exclamó Leopoldo con ferocidad. Le alzó la barbilla con una mano y la obligó a mirarle a los ojos—. No quiero que te entregues a nadie más que a mí. ¿Entendido?
Ella asintió con la cabeza. En ese instante, Leopoldo le asustaba.
Leopoldo exhibió una sonrisa de satisfacción y sacó de la cesta que había a sus pies el clairet francés; la cocinera de la mansión Bazán lo había guardado dentro de un recipiente cilíndrico de barro previamente empapado en agua para mantenerlo fresco. Abrió la botella y vertió el contenido dentro de dos copas de cristal tallado que habían ocupado también el cesto. Tendió una a Valentina, que tomó un trago apresurado para empujar garganta abajo la mezcla de congoja e ilusión que se le había atravesado como una flema.
—Mañana por la tarde te esperaré ante la puerta de ese asqueroso burdel. Tú tendrás listas todas tus pertenencias y te vendrás conmigo. Si no sales a la hora convenida, entenderé que no deseas estar conmigo y no volveremos a vernos nunca más. ¿Lo has entendido?
Valentina movió de nuevo la cabeza en señal de asentimiento. La idea de que Leopoldo desapareciera de su vida se le antojaba demasiado cruel para poder aceptarla. Si él se marchaba, no lograría sobreponerse a ese golpe ni volver a adaptarse a su rutina de ramera.
Leopoldo apuró su copa y la dejó caer dentro de la cesta sin importarle si se rompía o no. ¿Qué más daba una pieza de cristal más o menos cuando en la mansión de su padre había infinidad de cristalerías finas traídas de Europa por encargo? Encerró el rostro de Valentina entre sus manos, aproximó su boca a los labios que le aguardaban entreabiertos e hinchados de los muchos besos que ya habían recibido, y los sorbió como si deseara devorarla entera comenzando por esa parte de su ser. Ella percibió el leve sabor a vino que barnizaba la boca de Leopoldo y miles de hormigas se deslizaron espalda abajo para repartirse por cada rincón de su carne. Una dulzura de azúcar se extendió por todo su cuerpo y le arrebató la fuerza, dejándola a merced de todo lo que ese hombre deseara hacer con ella.