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Pese a que madame Selene empleó todas sus dotes de intrigante para cortar de raíz las visitas, cada vez más frecuentes, de Leopoldo Bazán, no logró evitar que el altivo joven se adueñara del tiempo y el alma de su pupila más inteligente, en la que ya había pensado para sucederla cuando llegara el momento de retirarse del negocio. La dueña estaba muy preocupada por las consecuencias que podría traer esa desigual relación para Calipso. En una casa de lenocinio no era infrecuente que una ramera se enamorara de uno de sus clientes. Tampoco lo era que el caballero le correspondiera con pasión, al menos durante un tiempo. Pero muy pocos hombres llegaban a buscar una bonita casa donde alojar a esa mujer en calidad de entretenida. Y casi ninguno sucumbía a la tentación de convertirla en su legítima esposa. Cuando ella misma ejerció el oficio, madame Selene había visto sufrir a muchas compañeras que se habían dejado deslumbrar por un amor sin futuro. No deseaba eso para Calipso, a la que quería como si fuera la hija que no pudo tener. Pero no sabía cómo arrancarla del influjo del niño Leopoldo, cuyo corazón era tan duro como el hermoso mármol de Isla de Pinos.

Leopoldo Bazán había nacido en una de las familias más prósperas de la isla y desde niño estaba habituado a hacer lo que se le antojaba sin calibrar el daño que eso podía causar a los demás. Madame Selene estaba convencida de que para ese hombre voluble Calipso sólo era el último juguete del que se había encaprichado. La muñeca que dejaría olvidada en un rincón en cuanto se cansara de jugar con ella, o cuando apareciera otra mujer que le tentara con un deseo tan fresco como las manzanas que madame Selene comía de niña bajo los frutales que eran propiedad de su familia. De buena gana habría ordenado a Gabriel que impidiera a ese vanidoso la entrada en L’Olympe, incluso usando la fuerza si era menester, pero si se dejaba llevar por ese impulso firmaría la sentencia de muerte de su negocio. A una madame no le convenía indisponerse con los poderosos de la ciudad, por lo que estaba abocada a seguir complaciendo, muy a su pesar, a hombres como Leopoldo Bazán y el duque de Pozohondo, dos gallos de pelea a los que sólo les faltaba la cresta.

Valentina había perdido ya toda la prudencia que le había inculcado madame Selene para tratar con los clientes. Su vida se había reducido a aguardar la llegada de Leopoldo Bazán y a añorarle con desesperación mientras cumplía con su deber de entregarse a otros caballeros. Su estado de ánimo oscilaba entre la felicidad que experimentaba cuando la dueña la conducía al salón rojo y veía al niño Leopoldo sentado en uno de los sofás circulares, con las piernas cruzadas y su aire indolente de señorito antillano, y la desolación que invadía su corazón cuando él se alejaba de su alcoba ya bien entrada la madrugada. Jamás había experimentado antes ese dulce fuego que consumía sus entrañas y le arrebataba las ganas de comer; ni las palpitaciones que le aceleraban el corazón cuando evocaba los ojos azules de Leopoldo; ni los calambres que azotaban la región de su cuerpo que antes nunca había osado nombrar en voz alta. En toda su vida había sentido nada similar por nadie, ni siquiera por Gervasio. A veces, cuando se quedaba sola en su lecho después de haberse marchado Leopoldo, se esforzaba por recordar la imagen de su esposo y le avergonzaba entregarse así a un hombre que sólo saciaba con ella su apetito carnal y desaparecería en cuanto empezara a aburrirse. Entonces se decía que debía arrancar a Leopoldo Bazán de su corazón, pero su hambre de él era más fuerte que la razón, y la espina del amor seguía infectándola lentamente con su dulce veneno.

Y el altivo y hermoso niño Leopoldo seguía visitando L’Olympe con una asiduidad que quitaba el sueño a madame Selene, ya que cada día le resultaba más difícil complacer a ese joven arrogante sin indisponerse con el duque de Pozohondo. Además, había otra razón de peso que la inquietaba: muchos años atrás había conocido al padre de Leopoldo, cuyo temperamento recordaba tan altanero como el de su hijo. El aristócrata frecuentó el burdel cuando su vigor masculino aún le permitía encerrarse en una alcoba con dos o incluso tres muchachas, hasta que el aceite de las lámparas se consumía y el cañonazo matinal disparado desde El Morro le recordaba la conveniencia de regresar a casa. La madame sabía que la familia Bazán poseía una suntuosa mansión palaciega en Extramuros, a la que se entraba atravesando un pórtico sostenido por gruesas columnas de piedra. En el primer piso, una balconada con artísticas rejas de hierro recorría toda la fachada, y quien pasaba por la calle al atardecer podía ver allí a una bella dama de ojos tristes abanicándose sentada en una comadrita. En La Habana, hasta los esclavos de las familias más modestas murmuraban, cuando intercambiaban chismorreos en el mercado, que Federico Bazán llevaba matando a su esposa a disgustos desde el mismo día de su boda. Los hombres Bazán eran para las mujeres como los lobos cuyos aullidos helaban la sangre en las noches invernales de su Prusia natal, y madame Selene ansiaba proteger a su querida Calipso del daño que tarde o temprano le infligiría el niño Leopoldo. Pero no sabía cómo hacerlo.

Leopoldo cambiaba de humor con mucha frecuencia, y cada vez que Valentina salía a su encuentro en el salón rojo, buscaba sus ojos para leer en su mirada si se hallaba ante el caballero altivo que la llamaría «ramera ignorante», o si esa noche podía esperar una pizca de ternura entre un lance amoroso y otro. Cuando Leopoldo se presentaba con su faz amable, le hablaba de sus estudios de leyes en París, de cómo fue su primer viaje a esa ciudad cuando su padre le llevó allí con motivo de la Exposición Universal de 1855, de cuánto le impresionó el Palacio de la Industria y de las Bellas Artes, que fue construido expresamente para ese acontecimiento histórico, de los acogedores cafés parisinos donde se reunían los artistas más importantes de la época para conversar ante una copa de absenta. Y al escucharle Valentina se preguntaba cómo podía haber tanta diferencia entre la vida de los ricos y la que ella había conocido desde niña.

Otras noches, Leopoldo se relajaba después de haberla poseído y le describía la quinta que su padre mandó construir años atrás en El Cerro, el barrio adonde se retiraban en verano los habaneros más pudientes para escapar de los rigores del calor, y que sólo era superada en fastuosidad por la quinta de los Molinos del Rey, que era la residencia de los capitanes generales. La mansión de los Bazán estaba rodeada por un bello jardín donde crecían flores aromáticas y árboles cuyas ramas daban fresca sombra; había un laberinto trazado con frondosos setos en cuyos recovecos aguardaban estatuas de mármol traídas expresamente de la bella Italia, y el agua vertida por numerosas fuentes se encargaba de mitigar el calor del trópico. Allí era donde la familia daba espléndidas fiestas estivales a las que sólo era invitado quien poseía rango y fortuna.

Y si el intenso goce carnal había hecho a Leopoldo proclive a despojarse de su altivez y dejar entrever sus sentimientos, le hablaba de la hacienda donde pasó largas temporadas en su infancia: el ingenio San Rafael, propiedad desde hacía más de un siglo de la familia Bazán, que formaba parte de la antigua élite cubana del azúcar. En la hacienda trabajaban más de trescientos esclavos bajo la vigilancia de los capataces y del mayoral, que eran todos de origen europeo. Un administrador criollo, también blanco, eximía al patriarca de los Bazán de la ingrata obligación de controlar la propiedad y le evitaba el aburrimiento de residir permanentemente en el campo. Los empleados blancos vivían dentro del propio batey, en casitas de madera edificadas entre la casa de calderas y la de purga y junto a los barracones de los esclavos, construidos al pie de la gran torre de piedra desde cuya cúspide, coronada por una campana de hierro fundido, un centinela vigilaba el ingenio para evitar que los esclavos se fugaran o para disuadirles de concebir ideas de esa índole. Algo apartada de esas edificaciones, justo donde comenzaban los cañaverales, la mansión de los Bazán destacaba como una isla de lujo en la que abundaban los mármoles, las esbeltas columnas y los amplios balcones corridos desde los que Leopoldo jugaba a contar las miles de estrellas que brillaban en el limpio cielo nocturno. En época de zafra se oía el ruido del trapiche cercano triturando las cañas de azúcar sin detenerse en ningún momento, y los cocuyos revoloteaban alumbrando la oscuridad con destellos de luz fosforescente. De niño solía guardar dos o tres de esos insectos en un recipiente de cristal para mantener iluminada su alcoba incluso después de haberse extinguido la vela de la mesilla. Desde que su padre le envió a París para que complementara sus estudios de leyes y conociera mundo, no había regresado al ingenio que algún día sería suyo; añoraba el sabor de las naranjas recién cogidas del árbol, el aroma de las adelfas y los jazmines que crecían en el pequeño jardín delante de la mansión, y el delicioso refresco de guarapo que preparaba la cocinera con el jugo de la caña de azúcar al ser prensada.

Llegado a este punto de sus recuerdos infantiles, Leopoldo solía callar bruscamente y volvía a replegarse detrás de su coraza de altivez, como si evocar su paraíso perdido le hubiera hecho consciente de que estaba abriendo el corazón a una furcia que se entregaba a un hombre tras otro por dinero. De sus facciones desaparecía todo rastro de humanidad y sus labios se afilaban en una sonrisa que madame Selene habría calificado de «lobuna».

—Las rameras no podéis entender estas cosas —sentenciaba entonces, se incorporaba a medias en el lecho, acariciaba a Valentina entre las piernas y después le lamía con parsimonia los pezones a fin de preparar su cuerpo para que la joven le ofreciera el placer que tan caro le cobraba la madame y él pudiera saciar el deseo que le despertaba esa maldita mujerzuela. Estaba dispuesto a pagar todo el dinero que le pidiera madame Selene por dejarle yacer con ella, pero no pensaba cometer el error de permitir que una ramera husmeara dentro de su alma. Ni siquiera una mujer decente y de buena familia merecía asomarse al corazón de un hombre.

A Valentina le dolían los bruscos desprecios de Leopoldo como si cada uno de ellos fuera un latigazo, pero el fuego que sus manos de caballero le encendían en la piel borraba de su mente cualquier residuo de lucidez y sólo quedaba espacio para el insensato amor que sentía por él. Un amor que sabía condenado a abocarla tarde o temprano a la perdición.