A la tenue luz de las lámparas de aceite, Leopoldo Bazán temblaba de excitación y sus ojos azules semejaban más claros que nunca. Colocó sus delicadas manos sobre las clavículas de Valentina y la alejó de sí todo lo que le permitió la longitud de los brazos. Necesitaba contemplar a esa mujer con calma y recrearse en su belleza antes de poseerla con el ansia que había acumulado durante demasiadas jornadas grises en las que el deseo de tocar de nuevo a esa furcia casi le había vuelto loco. Ahora la quemazón le apremiaba a aprisionar a la joven bajo su cuerpo y precipitar su miembro dentro de ella sin dilación. Sin embargo, en el último instante había decidido contenerse y disfrutar explorando con la mirada cada rincón del cuerpo que le había vetado esa estúpida madame de pelo pajizo y acento extraño. No albergaba la menor duda de que desde la fiesta de Nochevieja la dueña había guardado a su ramera más deseada para ese alcornoque del duque de Pozohondo. Aun a sabiendas de ello, él se había presentado todas las tardes para pedir a la vieja mezquina que le reservara a esa hermosa española. Incluso la había amenazado con buscarles la ruina a ella y a su burdel con aires de grandeza si no le hacía un hueco en la alcoba de la joven. Todo había sido en vano y le había tocado aguantarse las ganas muchos días. Demasiados para que no se considerara afrentado. Aunque ahora ya no quería pensar más en ello. La espera había concluido y por fin podía aplacar la lujuria que había despertado en él esa furcia de aire inocente a la que la madame había puesto el nombre de una estúpida ninfa de la mitología griega. En su cuerpo hervía un deseo incontenible, tan furioso como el de los perros cuando se encelaban en la hacienda de su padre, un deseo que no había sentido ni al tocar a las cortesanas más reputadas y lúbricas de París.
Con la mirada fija en el suelo, Valentina se estremecía de la cabeza a los pies bajo el vestido blanco de organdí cuyo escote había arreglado con especial esmero para ofrendar sus senos al apuesto caballero que le robó el corazón durante la primera madrugada del nuevo año. Desde entonces, despertaba cada mañana evocando el rostro bello y a la vez viril de ese hombre: su iris tan azul como el cielo de La Habana; sus labios finos, de trazo delicado, que se torcían en un rictus insolente cada vez que la miraba. Y cuando se echaba a dormir tras haber despedido al último cliente de la noche, sus pensamientos postreros antes de conciliar el sueño eran siempre para Leopoldo Bazán. El niño Leopoldo, cuya imagen había desbancado en su corazón el recuerdo, cada día más desvaído, del infortunado Gervasio, apagando también su difusa añoranza de Tomás Mendoza.
Sintió un brusco tirón a la altura del pecho y alzó la vista. Leopoldo le había bajado el corpiño y se recreaba estudiándole los pechos desde la distancia que sus brazos habían interpuesto entre los dos. Sus labios estaban apretados y pálidos por el esfuerzo de contener el apremio de poseer a esa mujer.
—Nunca había deseado tanto a una ramera… —dijo con voz temblorosa. Bajó los brazos, se aproximó a Valentina y le mordió por sorpresa el lóbulo de la oreja derecha. Después hizo descender sus labios por el esbelto cuello de la joven, le besó la blanca y tersa llanura del escote y hundió la nariz en el barranco que separaba los firmes montículos cuyos pezones rosados le apuntaban sin recato. Tuvo que pararse a respirar para recuperar algo de calma. Cuando hubo repuesto el aire en sus pulmones, susurró—: Vainilla y jazmín…
La piel de Valentina ardía en miles de hogueras diseminadas hasta el rincón más escondido de su cuerpo. El fuego consumía con voracidad sus entrañas y había humedecido la piel entre sus piernas provocándole una dulce efervescencia que jamás había conocido. Nunca se había sentido tan viva. Ni tan aterrada. Ni había perdido ante un cliente la frialdad de cabeza que toda buena ramera necesita para mantener la cordura.
Leopoldo al fin se rindió al deseo y empujó a Valentina hacia el lecho. Una vez allí, le ordenó con voz ronca que se desvistiera del todo. Mientras tanto, él se despojó en un santiamén de su chaqueta de lino, el chaleco y la camisa blanca y dejó al descubierto el resto de su cuerpo. Con un movimiento arrogante echó a Valentina sobre las sábanas crujientes, perfumadas a conciencia con las esencias afrodisíacas que la negra Candela mezclaba en la cocina. Tardó poco en colocarse encima de ella e introducir su ávido miembro en la cueva que ansiaba para él solo. Acabaron rodando por encima de la cama, pecho contra pecho, entretejidas las piernas como las ramas de una enredadera, los brazos del uno aferrados con fuerza a la espalda del otro. Sólo se oía en la habitación el siseo de las lámparas al quemar el aceite, los lúgubres lamentos del somier y los gemidos que brotaban de sus gargantas acaloradas. Leopoldo colmó a Valentina con embestidas furiosas, sin dar la menor muestra de desfallecimiento hasta que, al cabo de un rato, su cuerpo se des plomó sobre el de ella, su boca emitió un profundo suspiro y Valentina supo que el niño Leopoldo se había derramado en su interior. Le abrazó con toda la fuerza de sus brazos, como jamás había abrazado a Gervasio, y se estremeció de gozo y de puro miedo, porque durante un instante también ella había alcanzado el éxtasis y había olvidado que Leopoldo era un caballero rico y ella sólo una pobre prostituta. Y pese al hechizo que había anulado su razón, sabía muy bien que algún día pagaría caros esos sentimientos insensatos.
Los dos permanecieron entrelazados en silencio, sin mover siquiera un dedo, envueltos en el dulce halo del sudor segregado por la piel de cada uno, hasta que los elásticos músculos de Leopoldo se tensaron y se despegó de Valentina. Con toda su energía recuperada, se dejó caer de espaldas a su lado.
—Alguna tarde te llevaré de paseo en mi quitrín —dijo a su manera brusca y altanera—. Lejos de este antro. Te conduciré hasta la orilla del mar y te poseeré sobre la arena esponjosa, bajo la protección de las palmas.
Valentina tragó saliva. Desde que, hacía más de un año, desembarcó del bergantín Gran Antilla en aquel bote conducido por dos marineros taciturnos y ávidos por desembarazarse de ella, no se había acercado al mar; le traía recuerdos ingratos y aún se le antojaba un animal hostil y cruel. En realidad, apenas había salido de L’Olympe, salvo cuando era su día libre y al atardecer paseaba con sus amigas por las calles de La Habana en el carruaje de madame Selene.
—No puedo, don Leopoldo. Madame Selene no permite…
—¡Ya te dije la otra noche que las mujeres como tú me llaman Leo! —la interrumpió él con su vehemente impaciencia. Se incorporó a medias en la cama, apoyó la cabeza sobre un codo y la contempló desde arriba. Un apunte de sonrisa se instaló por un instante en sus labios, pero se desvaneció enseguida. Bajó la cabeza y mordisqueó los pechos de Valentina con avidez—. Tus senos saben a vainilla y huelen a jazmín…
Ella abrió la boca para explicarle que ese aroma procedía de las cremas que preparaba la negra Candela para el cuidado de la piel y con las que las pupilas se ungían el cuerpo después del baño, pero él no le dio tiempo.
—¿No os concede esa arpía ni un solo día libre para descansar?
—Sí, pero…
—¡Hablaré con tu madame! —zanjó Leopoldo—. Pagaré lo que me pida esa vieja bruja por permitir que te saque de paseo. Te advierto que siempre consigo lo que quiero. Y ahora, lo que más deseo en este mundo es hacerte mía a todas horas y en cualquier lugar. No permitiré que te toque nadie más que yo.
—Eso es imposible —susurró ella.
—Ya lo veremos, mi adorable furcia con nombre de criada.
Leopoldo le acarició los senos con grave concentración. Inclinó la cabeza y le pasó la lengua entre los pechos, la hizo descender después por el vientre convulso de la joven y la detuvo justo donde nacía el vello. Valentina fue sacudida por violentos escalofríos que arrancaban en su nuca y descendían por la espalda como relámpagos de tormenta. Lo que madame Selene llamaba con solemnidad «el monte de Venus» temblaba como el Gran Antilla cuando era sacudido por la mar bravía de tormenta. Y una dulzura desconocida hasta entonces se extendió por sus entrañas hasta ponerle un nudo en la garganta que casi la hizo llorar de felicidad. Su cabeza perdió la capacidad de pensar, pero en alguna esquina recóndita de su mente sobrevivió una brizna de lucidez: ese hombre la había hechizado y nada ni nadie lograría sustraerla a su poder, porque en su corazón había prendido un amor tan vehemente como no llegó a sentir nunca por su marido, el desdichado Gervasio, que falleció en sus brazos y cuyo espíritu, de eso estaba cada día más segura, había decidido alojarse en el cuerpo de un gato blanco con ojos amarillos que cada noche se ovillaba junto a sus pies.