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Valentina caminaba cabizbaja por la galería del primer piso que rodeaba el patio interior. El sol matinal irrumpía a través de la abertura central del techo y la brisa entraba por las ventanas abiertas de las habitaciones y corría juguetona de una estancia a otra. La temperatura todavía era fresca, pero eso no bastaba para enfriar el fuego que consumía sus entrañas. Aún sentía en la piel las ardientes caricias de Leopoldo Bazán. Veía ante ella su sonrisa blanca y sus ojos creados con agua de mar desde el preciso instante en que había despertado esa mañana, tendida en el lecho que se había impregnado de su apasionante olor. Un aroma en el que se mezclaban la fresca fragancia del agua de colonia, la huella del habano que él le había pedido ya de madrugada y la esencia de su sudor, que a Valentina se le antojó dulce cuando hundió la nariz entre las sábanas y evocó la dicha que había sentido mientras él la poseía una y otra vez sin dar muestras de desfallecimiento. Ahora le añoraba tanto que sus ojos amenazaban con llenarse de lágrimas en cualquier momento.

Percibió de repente que una bola cálida y peluda se restregaba contra su falda. Bajó la vista. Zeus había emergido de alguna alcoba y reclamaba su atención. Valentina se inclinó y lo tomó en brazos. El felino se acomodó en el improvisado nido y empezó a ronronear; sus grandes ojos amarillos la miraban con expresión amorosa. Ella le apretujó con fuerza. Algunas veces pensaba que el espíritu del pobre Gervasio había logrado encarnarse en ese gato cariñoso que muchas noches se colaba en su cuarto para dormir pegado a sus pies, hecho un ovillo sobre las sábanas arrugadas que atesoraban la esencia del último cliente.

—Zeus —le musitó Valentina al oído—, me temo que ese hombre me ha robado el corazón. ¿Qué puedo hacer ahora?

El gato le respondió con un débil maullido y le lamió una mano con su lengua áspera.

—¡Calipso!

Valentina se sobresaltó y estuvo a punto de dejar caer a Zeus. Se giró muy despacio. Madame Selene la miraba sin disimular la preocupación que enturbiaba su iris azul pálido. La joven tragó saliva. ¿Y si había oído lo que le había cuchicheado al gato?

—El niño Leopoldo se marchó muy tarde anoche —comentó la madame, como sin darle importancia.

—Sí, madame Selene —respondió Valentina en un susurro; bajó la mirada y añadió—: Él… no se saciaba nunca…

—Es joven e impetuoso —la interrumpió la dueña en un tono de voz que no reflejaba el menor entusiasmo—. Tal vez demasiado impetuoso —agregó con reprobación—. Antes de irse ayer, me pidió que te reservara para él esta noche. Tuve que ponerme firme y decirle que no estarás libre, ya que me vi obligada a prometer al duque que hoy podría disponer de ti sin contratiempos. Por eso quiero que esperes al duque en tu alcoba. No quiero que el niño Leopoldo te vea si decide presentarse y causarme problemas. Ese insensato logrará indisponerme con el duque de Pozohondo y eso no sería bueno para el negocio. Si su familia no fuera tan poderosa, no dudaría en impedirle la entrada a esta casa.

Valentina advirtió que se estaba poniendo colorada. Bajó la cabeza para ocultar cuanto fuera posible su rostro acalorado. A pesar de saber que esa noche iba a tener que cumplir con el odioso duque, una desproporcionada alegría le invadía el pecho. El niño Leopoldo deseaba yacer de nuevo con ella, repetía una vocecita atolondrada dentro de su mente.

Madame Selene meneó la cabeza. El intenso rubor de su pupila le había confirmado los temores que albergaba desde la noche anterior y que le habían impedido conciliar el sueño.

—Nunca me ha gustado Leopoldo Bazán —musitó, como hablando consigo misma—. Es de esos hombres que sólo tienen en cuenta sus propios deseos. Su interior no es bueno, niña.

Valentina se mordisqueó el labio inferior y mantuvo la mirada fija en las baldosas azules y blancas de la galería, colocadas a modo de un tablero de ajedrez.

—Y hay algo más que me inquieta sobremanera —prosiguió madame Selene—. Déjame ver tus ojos, Calipso.

La joven tomó aire y alzó la vista. Le costó sostener la mirada inquisitiva de la dueña.

—Me preocupa el modo en que lo mirabas ayer. —La madame volvió a menear la cabeza—. Te enseñé todo lo que sé de esta profesión. Te advertí que jamás entregues tu corazón a un cliente. Los hombres que frecuentan L’Olympe sólo buscan nuestro cuerpo para satisfacer sus instintos animales. Sienten más respeto y aprecio por sus caballos que por cualquiera de nosotras. Por eso debes blindar tu corazón contra el niño Leopoldo, Calipso. Si olvidas mi advertencia, sufrirás lo indecible y yo no podré ayudarte.

—Sí, madame Selene —musitó Valentina.

—Y ahora, no hagas esperar al doctor Carballo. No debemos abusar de su tiempo.

Valentina asintió con la cabeza, se inclinó para depositar a Zeus en el suelo y se alejó en silencio. La clarividencia de madame Selene la había dejado incapaz de articular palabra.

El médico esperaba en el cuarto donde se hallaban las bañeras en las que se aseaban las pupilas antes de recibir a los caballeros. Allí solía examinar a las niñas una vez al mes para comprobar su estado de salud. Al ver entrar a Valentina, el viejo cascarrabias sonrió bajo el mostacho cano. Le gustaban las mujeres hermosas y trataba a todas las pupilas con afecto paternal mezclado con la lujuria sin esperanza de los viejos, pero sentía una debilidad especial por Valentina porque con ella podía conversar sobre los temas que le interesaban como si hablara con un hombre.

—Hermosa mañana, pequeña Calipso —exclamó y la escrutó sin disimulo—. Tu rostro se me antoja muy pálido hoy —añadió, esbozando una ancha sonrisa—. ¿Te agotó anoche algún cliente desconsiderado?

—Me encuentro muy bien, don Manuel —mintió Valentina. ¿Cómo iba a sentirse bien si la añoranza del niño Leopoldo estrangulaba sus pulmones y no le permitía respirar?

—Pues no lo parece, niña —murmuró el doctor entre dientes—. No lo parece.

La hizo tenderse sobre la mesa rectangular, cubierta por un paño blanco, que la madame ordenaba colocar en el cuarto de las bañeras para el reconocimiento de las pupilas. Don Manuel examinó a Valentina con gran atención. Ninguno de los dos habló mientras el médico desempeñaba su tarea.

—No he hallado nada que deba preocuparnos —dijo el doctor cuando terminó—. Tal vez no descansas lo suficiente. Puedes levantarte, Calipso.

Valentina se incorporó con movimientos lánguidos, se puso en pie y se apoyó contra el duro tablero de la mesa.

—Don Manuel —arrancó, indecisa—, ¿por qué tantos criollos desean la independencia de España?

—Ay, niña, ésa es una pregunta compleja de responder.

El doctor sumergió las manos dentro de una palangana con agua y jabón, se las limpió y luego las secó usando un paño limpio que habían colgado las esclavas sobre el respaldo de una silla. Después, se dejó caer con dificultad en un sillón de armazón de bambú. Introdujo la mano derecha en un bolsillo de su guayabera y sacó un enorme habano, que cortó y encendió con deleite de buen conocedor. Valentina había sido la última pupila que le quedaba por reconocer ese día y, concluida ya la faena, anticipaba una interesante charla con ella. Además, no tenía ninguna prisa por regresar a su hogar de viudo sin hijos, donde sólo le esperaba la vieja esclava que atendía su casa. Sacó otro cigarro y se lo ofreció a la joven. Ella rehusó. Había aprendido a encender un habano para complacer al caballero que se lo pidiera, pero aborrecía el sabor del tabaco en la lengua.

—Los altos funcionarios de la colonia —dijo el doctor Carballo—, comenzando por los capitanes generales, no velan por el bienestar de la isla. Sólo piensan en amasar riquezas para regresar a España con los bolsillos bien repletos y entretanto favorecen a sus amigos españoles en detrimento de los criollos, a los que ciertos cargos importantes les están vetados. Y eso cada día molesta más a los nobles que se han enriquecido cultivando el azúcar, porque quieren ser ellos quienes manden en la isla. Aunque también aborrecemos el yugo español los que no somos ricos pero nacimos en Cuba y deseamos lo mejor para nuestra tierra. Y lo mejor para esta isla es sin duda que se independice de España, no esa tontería que de un tiempo a esta parte les ha entrado a algunos hacendados, empeñados en conspirar para que Estados Unidos compre la isla y la convierta en un estado más. Los cubanos aspiramos a la independencia, no a pasar de un amo a otro.

—Pero, don Manuel, sus padres eran españoles —osó contradecirle Valentina en voz baja—. ¿Cómo puede ir en contra de su propia patria?

—Mi patria, pequeña Calipso —respondió el doctor con un rictus de suficiencia bajo el mostacho—, es esta isla. Nací y crecí en La Habana. Nada me ata a España. Cuba es mi patria, y cuando se alce contra el yugo español, y estoy seguro de que eso sucederá no tardando mucho, daré incluso mi vida por conquistar nuestra libertad, si fuera menester. —Meneó la cabeza pesaroso—. Aunque… si para entonces todavía vivo, ¿quién querrá luchar junto a un viejo achacoso que despierta cada mañana con las articulaciones anquilosadas?

—No debe hablar así, doctor…

El médico expulsó un melancólico nubarrón de humo que envolvió su rostro cual un velo de tul.

—Tú eres joven y hermosa, niña. Aún no has experimentado el imparable avance de la decrepitud, la merma de facultades y la proximidad de la muerte. Recréate cuanto desees ante el espejo contemplando tu belleza. Así podrás recordarla cuando se haya ido. Porque aunque la hermosura y la juventud parezcan eternas, siempre se acaban marchando.

Valentina se separó de la mesa y se dirigió hacia la puerta.

—Le veo muy decaído hoy, doctor. —La joven bajó la voz y añadió en tono de conspiradora—: Voy en busca de algo para templarle el ánimo. Ayer recibimos una partida de ron y, según madame Selene, es tan bueno que podremos hacerlo pasar por ron de Jamaica. Ya verá cómo le devuelve la alegría.

El anciano esbozó una sonrisa de gato viejo.

—Ay, bella Calipso… Quién pudiera ser de nuevo joven para proponerte un honroso matrimonio que te sacara de aquí.

—No sea fastidioso, doctor —le reprendió Valentina con una pizca de irritación, antes de abandonar el cuarto de las bañeras entre el suave siseo de su vaporosa bata. No le gustaba que otros sintieran compasión por lo que era ahora. Además, ya no le disgustaba tanto la vida en el burdel. Ser una cortesana de lujo no era peor que ser criada y tener que estar todo el día pendiente de su ama. Sólo era una clase de servidumbre distinta.