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—Me complace ver un rostro nuevo en el serrallo de madame Selene —exclamó el hombre cuyo iris brillaba azul como el cielo antillano. Su voz era profunda e hizo pensar a Valentina en la suavidad del terciopelo negro.

Tragó saliva y movió el abanico con mayor vehemencia. No lograba apartar la vista de ese caballero, joven y muy alto, vestido de impecable frac sobre una camisa cuya blancura resplandecía a la suave luz de las lámparas, indumentaria que daba fe de que había escapado de una fiesta de alto rango. Su tez ligeramente morena contrastaba con el intenso turquesa de sus ojos y resaltaba la nívea perfección de los dientes que mostraba al sonreír.

—Tu rostro no sólo es nuevo… —prosiguió el desconocido—, también es hermoso como debió de serlo el de la diosa Afrodita.

Alargó una mano de trazo delicado, la colocó bajo la barbilla de Valentina y le alzó la cara para estudiarla con la concentración de un pintor cuando contempla una obra de arte.

Ella sintió cómo se intensificaba su rubor. ¿Qué le estaba ocurriendo esa noche? En todo el tiempo que llevaba trabajando para madame Selene, ningún hombre había logrado hacerle perder el aplomo tan duramente ganado con la experiencia de cada día, y ahora un desconocido tan apuesto como altivo, de comportamiento a todas luces insolente, encendía en ella una llama que había creído extinguida para siempre. Vio con el rabillo del ojo que el duque de Pozohondo se acercaba con el semblante distorsionado por la ira. Toda la concurrencia del salón andaba ya pendiente de lo que pasaba entre ese joven y ella. Incluso el pianista tocaba con menguado afán la contradanza del maestro Saumell. Y madame Selene, alzando sus faldas por delante para no tropezar en un momento tan crítico, se aproximaba presurosa desde la puerta, donde un caballero recién llegado la había entretenido y obligado a explayarse en cortesías.

—Me alegro de verle de nuevo en L’Olympe, don Leopoldo —profirió la madame sin resuello y forzó una sonrisa.

De mala gana, el elegante joven apartó la mirada de Valentina para posarla sobre la dama de nieve al tiempo que movía la cabeza a modo de escueto saludo.

—Esta noche deseo probar a su nueva pupila, madame Selene —dijo derrochando soberbia.

La dueña advirtió enseguida que se hallaba ante un problema muy grave. Leopoldo Bazán y Urrutia pertenecía a una de las familias más ricas e influyentes de La Habana, de la que incluso se rumoreaba que estaba emparentada con la de los Aldama. De ninguna manera le convenía indisponerse con él, pero esa noche no podía cederle a Valentina; también el duque de Pozohondo poseía una inmensa fortuna, se movía como pez en el agua en las esferas del poder e incluso era amigo íntimo del capitán general Serrano. Además, su mal carácter era legendario, por lo que las consecuencias de una mala decisión podían ser espantosas para el negocio.

—Lo siento mucho, don Leopoldo —respondió procurando transmitir firmeza—. Esta noche Calipso ya está comprometida. El duque de Pozohondo…

No pudo acabar la frase porque la interrumpió la voz del colérico duque, que se había acercado sin que ella lo advirtiera.

—Veo que tu estancia en la hermosa ciudad de París ha concluido, Leopoldo —exclamó el aristócrata sin lograr disimular del todo la ira que lo consumía—. ¿Cómo se encuentra tu familia?

Por fin, Leopoldo Bazán soltó la barbilla de Valentina y midió a su rival con la vista.

—Muy bien, don Bernardo…

El duque le dejó caer una mano sobre el hombro.

—Acabas de regresar a la isla después de mucho tiempo, hijo —dijo fingiendo un talante benévolo—. Ya no estás al corriente de las costumbres que imperan en L’Olympe. Esta noche Calipso ha sido reservada para mí.

Leopoldo Bazán se sacudió la mano del duque como si se tratara de un molesto insecto, sin dignarse siquiera mirarle a la cara.

—Don Leopoldo —terció la dueña—, puede gozar de Briseis o Nausicaa. Sabe que la belleza y voluptuosidad de ambas…

—¡No me atraen sus otras furcias, madame Selene! —respondió Leopoldo en tono tajante—. ¡Quiero a ésta! Y me es indiferente para quién la haya reservado.

Los jóvenes que acompañaban a Leopoldo Bazán se aproximaron con aire de preocupación, dispuestos a hacer entrar en razón a su amigo. Un enfrentamiento de esa índole con el temible duque de Pozohondo sólo podía acabar en duelo, y no les parecía que una mujerzuela, por muy hermosa que fuera, mereciera tanto alboroto.

—Leopoldo —dijo Francisco Monterrey y Gamboa, el mejor amigo del orgulloso joven—, sé razonable. Don Bernardo…

—¡Cállate! No me iré de aquí sin haber poseído a esta hermosura…

El duque de Pozohondo alzó la mano derecha para abofetear al petimetre insolente que osaba desafiarle en público, pero en el último momento lo pensó mejor y la bajó, colocándola detrás de su espalda para contener las ganas. No deseaba batirse en duelo con el hijo de un hombre que era más poderoso que él y que podría hundirle si su cachorro sufría algún daño irreparable durante el enfrentamiento. Decidió que lo mejor sería retirarse con la elegancia propia de un hombre de mundo. Ya ajustaría cuentas con ese estúpido en mejor ocasión. Y hasta que ésta se presentara, pensaría en su venganza con la mente bien despejada. Aún no había nacido quien pudiera ofender al duque de Pozohondo con tal impunidad. Se dirigió a madame Selene, cuyas rodillas ya temblaban sin freno bajo las faldas.

—No merece la pena enturbiar la primera madrugada del año con rencillas banales, madame Selene. Le permito disponer hoy como desee de Calipso.

La dama de nieve reprimió un suspiro de alivio, los amigos de Leopoldo Bazán alzaron al unísono sus copas de champán y las apuraron de un trago para apagar el gran nerviosismo que ese inconsciente les había hecho pasar, y el duque envolvió a su rival de arriba abajo en una mirada glacial.

—Preséntale mis respetos a tu señor padre —murmuró.

—Así lo haré, don Bernardo —respondió el otro haciendo gala de la misma gelidez.

El duque de Pozohondo trazó un rígido movimiento con la cabeza hacia donde madame Selene miraba aún compungida a los rivales y abandonó el salón con aire marcial, hirviendo por dentro de cólera contenida. Ese niño insolente pagaría muy cara su ofensa, se repetía a cada zancada que daba. A ninguno de los presentes le pasó por alto el intenso odio que reflejaba su mirada.

—Calipso, esta noche complacerás a don Leopoldo en todo lo que desee —ordenó madame Selene a Valentina, que no había osado ni respirar durante el enfrentamiento y cuyo corazón se desbocó ante la perspectiva de que un hombre tan gallardo tocara su piel.

La madame no esperó respuesta y corrió detrás del duque de Pozohondo para apaciguarle.

Los amigos de Leopoldo Bazán regresaron a sus asuntos, que no eran otros que la elección de una muchacha hermosa para esa noche, y decidieron olvidarse del altercado para no enturbiar su deleite.

Valentina no sabía cómo comportarse ante ese hombre altivo. Todo lo que le había enseñado madame Selene y lo que ella misma había aprendido durante el último año se había desvanecido de su mente. Porque el hermoso desconocido le había alborotado la sangre y hacía que el corazón le latiera en los oídos con un golpeteo ensordecedor. Entre la bruma que envolvía su cabeza se le ocurrió una solución.

—¿Desea refrescarse con una copa de champán bien frío, don Leopoldo? Es francés.

Él le respondió con una sucesión de carcajadas burlonas.

—Ya tomé bastante en París. Lo que quiero es que me lleves a tu alcoba sin dilación.

Tomó a Valentina por la cintura y la condujo fuera del salón rojo. Cuando salieron al patio, ella se dio cuenta de que sentía escalofríos allá donde la tocaban las esbeltas manos de ese hombre y que sus pasos se habían vuelto vacilantes a causa del terremoto que le sacudía las rodillas.

—Es por aquí, don Leopoldo —susurró.

El joven dibujó por un instante una turbadora sonrisa y se dejó guiar sin soltar la cintura de Valentina. No aflojó la presión sobre su talle hasta que hubieron atravesado el gran rectángulo rodeado de columnas y entraron en la alcoba. Ella cerró la puerta con movimientos lentos e inseguros. Seguía sintiéndose muy cohibida. No osaba mirarle a los ojos porque, cada vez que lo hacía, su corazón daba un brinco y se le atravesaba en la boca del estómago, provocándole un conato de mareo, como si estuviera a punto de ponerse enferma. Dejó vagar la vista por la estancia y creyó descubrir su salvación sobre la cómoda. Madame Selene había mandado colocar allí el cofre de marquetería donde se guardaban los habanos destinados a los clientes muy distinguidos. Caminó hacia el mueble tambaleándose igual que si estuviera borracha, abrió la caja y se la mostró.

—¿Desea que encienda un habano para usted, don Leopoldo?

—¡Guarda eso! —respondió él con impaciencia—. ¡Y deja de huir de mí!

Ella volvió a depositar los habanos sobre la encimera de mármol y regresó, encadenando unos cuantos pasos vacilantes. Leopoldo Bazán colocó las manos sobre las mejillas de Valentina, las mantuvo ahí durante un instante y después las deslizó cuello abajo con la suavidad de una pluma de ave, hasta detenerlas sobre las clavículas. Una sucesión de escalofríos, dulces como el refresco de guarapo que preparaba la negra Candela, recorrió la espalda de Valentina. Él le mostró sus dientes blancos. Bajo la sonrisa asomaba un trazo cruel, pero Valentina se hallaba demasiado hechizada para advertirlo.

—¿Cómo te llamas?

—Calipso, señor.

—Ya conozco tu nombre de ramera y no me interesa. Quiero saber cómo te bautizaron.

—Madame Selene no nos permite…

—¡Al diablo con tu madame! Ahora debes obedecerme a mí. ¿Cómo te llamas?

Ella inspiró para sofocar la angustia. Si llegaba a oídos de madame Selene que había revelado su nombre a un cliente, la reprendería con dureza. Y tendría razón al hacerlo. Su comportamiento desde que la había abordado ese caballero estaba siendo muy inapropiado y ella lo sabía.

—Valentina —musitó, sin osar mirarle.

Leopoldo frunció la nariz con desdén.

—Es nombre de sirvienta… —sentenció—. Aun así, me gusta más que tu apodo de furcia. —Las manos del niño Leopoldo descendieron pausadamente hasta el nacimiento de los pechos de la joven, donde se pararon como si desearan calibrar su tamaño antes de continuar—. Creo que tus senos me placerán —dictaminó con aire de entendido antes de que sus dedos empezaran a desatar con movimientos apresurados, aunque certeros, las cintas del escote y bajaran el corpiño para dejar a la vista la nívea piel de Valentina—. Sí, me placen… y mucho —afirmó, henchido de satisfacción—. Ni demasiado grandes ni tampoco pequeños. Y su firmeza es excepcional.

Valentina sufrió un acaloramiento y estuvo a punto de atragantarse con su propia saliva.

—Tu modo de hablar delata que no eres de aquí —prosiguió él—. ¿De dónde te ha traído madame Selene?

—Soy de España, señor.

Leopoldo meneó la cabeza y sus labios finos se retorcieron en un rictus de desprecio.

—El país que sangra mi isla bajo su yugo despótico. Algún día, no muy lejano, Cuba se alzará contra la tiranía de esa sanguijuela.

Valentina había oído maldecir muchas veces al doctor Carballo contra el dominio de los españoles y no le sorprendía lo más mínimo la animadversión de don Leopoldo. Sabía que a muchos criollos les movía el deseo de que Cuba dejara de ser una colonia de España. Oyendo disertar al doctor Carballo, incluso había empezado a comprender las razones por las que algunos cubanos querían separarse de la lejana metrópoli. Pero una de las primeras reglas que le había enseñado madame Selene era que jamás opinara sobre asuntos de política ante los clientes. «Eso son cosas de caballeros que a nosotras no nos incumben y sólo pueden traernos problemas», solía rubricar la madame.

—Yo no entiendo de esas cuestiones, don Leopoldo —susurró.

—¿Cómo vas a comprender tú la magnitud de este asunto? Sólo eres una ramera ignorante —murmuró él mientras le besaba el cuello.

Se deleitó durante un buen rato lamiendo con lengua ágil la suave piel de Valentina, que se estremeció bajo su boca en una sucesión de escalofríos que recorrían su cuerpo desde la raíz del cabello hasta los dedos de los pies. De pronto, el niño Leopoldo inclinó la cabeza y comenzó a recorrer sus pechos deslizando sobre ellos los labios y acariciándolos con su lengua imbuida de sabiduría. A Valentina se le puso la carne de gallina. Un calor abrasador inundó sus entrañas de un placer dulce y al mismo tiempo feroz que jamás había experimentado. Ni siquiera cuando Gervasio la hizo suya después de la boda.

—A las mujeres como tú os permito llamarme Leo —farfulló Leopoldo a la vez que le mordisqueaba un pezón. Cuando se hubo saciado de él, hizo lo mismo con el otro. Se aplicaba a la tarea invirtiendo la misma concentración que Valentina había visto antaño en sus hermanos menores cuando la madre les daba el pecho de recién nacidos. De pronto Leopoldo se vio apremiado por la necesidad de disfrutar del resto del cuerpo, que le atraía con cantos de sirena desde que posó sus ojos sobre él por primera vez—. ¡Desnúdate! —ordenó en un tono de voz que no dejó dudas sobre su urgencia y sobre lo habituado que estaba a ser obedecido.

Sin alzar la mirada del suelo, Valentina se despojó de la ropa con toda la premura que le permitieron sus dedos, medio paralizados por la turbación y las extrañas sensaciones que sacudían su carne. El corazón le latía como si fuera a estallarle en cualquier instante, el dulce acaloramiento que abrasaba sus entrañas apenas la dejaba respirar y un impulso inadmisible le hacía desear apretarse contra ese hombre para sentir el calor de su piel sobre la suya y no despegarse de él jamás. Alzó la vista y observó de reojo a don Leopoldo. Él también se había desvestido y se erguía ante ella, joven y tan bien formado como si fuera una réplica masculina de las impúdicas estatuas que llenaban el prostíbulo y tanto la escandalizaron cuando las vio por primera vez.

Con expresión de buen conocedor, Leopoldo escrutó el cuerpo de la muchacha de arriba abajo. Al concluir el examen, asintió con la cabeza y sonrió con aire de lobo que desea devorar al corderito de un solo bocado. Trazando un escueto gesto con la mano le indicó que se tumbara sobre el lecho. Ella acató su orden enseguida, presa de una gozosa anticipación por lo que iba a ocurrir y a la vez de un miedo negro, porque entre la bruma de su cerebro intuía que sentía una atracción arrolladora por un altivo caballero que nunca vería en ella más que a una ramera ignorante. Y sabía que si no lograba controlar ese peligroso sentimiento, pronto se vería a un paso del abismo.