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Danae saltó de la bañera, se envolvió en uno de los grandes paños de hilo blanco que les habían dejado preparados las esclavas y se apresuró hacia su alcoba con intención de emperifollarse. Le había dado muy mala espina la extraña melancolía de Calipso. ¿Cómo se le había ocurrido preguntarle por su nombre verdadero? ¿Y esa refistolería de cambiar de vida? Ella no se sentía en absoluto descontenta con su existencia en L’Olympe. Prefería mil veces entregarse a caballeros ricos, aunque fueran feos, viejos, malolientes y a veces incluso brutales, a vivir bajo el yugo de un marido borracho que la cargara de hijos y la moliera a palos, como le hizo su padre a su pobre mamita. Madame Selene no trataba mal a sus pupilas, les daba bien de comer, no las drogaba y no les robaba a manos llenas como hacían las dueñas de otros prostíbulos. ¿Para qué iba a desear ella un cambio de vida? Danae meneó la cabeza y concluyó que, sin lugar a dudas, Calipso no se encontraba muy bien de ánimos esa noche.

Al quedarse sola, Valentina decidió prolongar el baño un ratito más. El agua aún no estaba fría y le vendría bien reunir fuerzas para soportar al terrible duque de Pozohondo. Cerró los ojos y aspiró el aroma a esencias que la envolvía. Exceptuando a ese aristócrata desconsiderado y de talante cruel, que se le había atravesado desde la primera vez que lo vio, los demás caballeros resultaban fáciles de contentar en cuanto se lograba averiguar cómo eran por dentro y cuáles eran sus deseos más recónditos. Tal vez tuviera razón la cándida Danae y su vida no fuera tan mala.

Valentina tomó aire muy despacio por la nariz para disfrutar de las perfumadas esencias que preparaba la negra Candela. Se dijo que en esa casa dormían en una buena alcoba, no pasaban hambre y hasta disfrutaban de bonitos vestidos cuya tela acariciaba la piel como las manos de un amante considerado. Cuando llegaba su día libre, madame Selene no tenía inconveniente en prestar el quitrín de L’Olympe a dos o tres de sus pupilas para que pasearan por las calles de La Habana como si fueran jóvenes casaderas de la aristocracia. Valentina solía salir en compañía de Danae o de Circe. Sus amigas disfrutaban como niñas exhibiéndose con sus corpiños escotados y llevando por único tocado flores naturales que prendían al cabello con horquillas de plata. Les gustaba sobre todo dejarse galantear por los caballeros más audaces, que se acercaban al quitrín montados a caballo para regalar sus oídos con lisonjas subidas de tono. A ellas no les importaba lo más mínimo que las reconocieran como pupilas de la casa de placer más lujosa de La Habana, pero Valentina no lograba olvidar cómo se ganaban el sustento y estaba segura de que tanto los caballeros como las damas que las miraban desde los otros carruajes sabían quiénes eran. Eso la avergonzaba tanto que al regresar del primer paseo decidió que no volvería a salir del burdel sin ocultar su rostro. Acabó cubriéndose la cabeza con ligeros sombreros adornados con pequeñas plumas, a veces con flores de tela o naturales, y ribeteados en la parte delantera por un velo de tul que difuminaba sus facciones. Sentada entre Danae y Circe, como el día en que la recogieron en la calle Obispo, la misteriosa dama pronto llamó la atención de los paseantes y acabó convirtiéndose en un personaje popular de las tardes habaneras.

Valentina se removió dentro del agua. Ahora sí se había enfriado. Suspiró, abrió los ojos y decidió que era hora de regresar a sus quehaceres. Abandonó la bañera con pesar, se secó exhaustivamente y bajó a su alcoba envuelta en el paño de hilo. Se puso la ropa interior y encima de ésta un vaporoso negligé. Se sobresaltó al sentir que alguien había entrado en el cuarto y se había parado detrás de ella. Giró la cabeza. Era Dolores. La esclava que ejercía como doncella de madame Selene solía deslizarse por la casa con movimientos tan silenciosos que parecía un felino.

—Madame Selene ha dicho que nos demos prisa, señorita Calipso.

Valentina asintió con la cabeza y se sentó ante el tocador. A través del espejo contempló los finos dedos de Dolores mientras pasaban el cepillo por su cabellera para dejarla bien suave. Observó cómo la esclava le trazaba la raya en medio y le hacía varias trenzas para unirlas después en un artístico rodete a la altura de la nuca. En su antigua vida, ella había arreglado el cabello de la marquesa de Tormes infinidad de veces y sabía que hasta el peinado más sencillo daba mucho trabajo, por lo que valoraba el buen hacer de Dolores.

De repente llegó la voz de madame Selene desde la puerta.

—Calipso, recuerda que mañana vendrá el doctor Carballo. Procura que las niñas estén preparadas.

—Descuide, madame Selene.

El doctor Carballo acudía cada mes a examinar la salud de las pupilas y siempre les recomendaba alguna nueva medida de higiene para prevenir las temibles purgaciones, además de darles consejos para evitar quedar encinta, aunque las niñas confiaban más en los lavajes y las pócimas abortivas de la negra Candela, preparadas según las recetas ancestrales de las esclavas. El médico era un anciano gruñón que, pese a ser hijo de gallegos, no disimulaba su aversión hacia los españoles ni sus simpatías por los movimientos que reivindicaban la independencia de la isla y cuya voz se extendía con creciente intensidad.

—Esmérate, Dolores —dijo entonces la dama de nieve—. Pronto vendrán los clientes y quiero que Calipso luzca como una diosa. La mayoría de los caballeros acuden a L’Olympe atraídos por su fama. No debemos decepcionarles.

—Sí, madame Selene —respondió la esclava afanosa mientras adornaba el cabello de Valentina insertando en él horquillas de plata con cabeza de pedrería.

La madame desapareció sin añadir nada más.

Dolores acabó pronto el peinado de Valentina y le ayudó a ponerse el vestido verde esmeralda que madame Selene le hacía reservar para las ocasiones especiales. No fue necesario que la dueña acudiera a ajustarle las cintas del escote; Valentina ya se había acostumbrado a exhibir buena parte de los senos y sabía cómo colocar la tela para lograr el efecto más insinuante sin resultar ordinaria. La esclava dejó escapar un suspiro de admiración.

—Está especialmente hermosa esta noche, señorita Calipso.

—Gracias, Dolores —murmuró Valentina, y forzó una sonrisa.

Mientras se dejaba peinar por la sierva, su corazón se había inundado de congoja. Esa noche sería para ella igual que las anteriores y haría lo mismo que en las venideras. Tal vez fuera especial para los caballeros que se presentarían para dar la bienvenida al nuevo año tras haberse escapado de alguna fiesta elegante, donde habrían contentado a sus esposas bailando contradanzas con ellas y haciéndoles más caso de lo habitual. También podría serlo para los jóvenes aristócratas que abandonarían alguno de los bailes de cuna que solían frecuentar en los barrios humildes de La Habana, o la fiesta que celebraba la aristocracia en la Sociedad Filarmónica, para estrenar la década entre los brazos de una ramera perfumada y complaciente. Pero para las muchachas sería una velada de trabajo como otra cualquiera.

Tomó aire, se miró en el espejo por última vez y salió al patio. Desde el salón llegaba una música tenue, enriquecida para la fiesta con el sonido de los instrumentos de cuerda. Oyó una voz femenina que la llamaba. Se giró y vio a Circe. Su amiga se había vestido de rojo. Varias plumas de ave del mismo color adornaban su laborioso peinado y parecían bailotear en el aire conforme caminaba. La joven se acercó a Valentina y susurró muy excitada:

—El niño Leopoldo ha vuelto de París. ¿No es magnífico?

Otra vez el tal Leopoldo. Valentina quiso preguntar quién demonios era ese hombre, pero madame Selene las abordó desde atrás y agarró a cada una de un brazo.

—Niñas, apresuraos. Algunos caballeros ya han llegado. El duque de Pozohondo te espera, Calipso.

—Sí, madame Selene —replicó Valentina.

La dama de nieve las empujó con impaciencia dentro del salón. Varios pares de ojos masculinos, enturbiados por el alcohol que les había exacerbado la lujuria, escrutaron a las muchachas conforme hacían su entrada. Secundado por la orquesta, el pianista flaco desgranaba los acordes de «Ayes del alma», una bella contradanza del maestro Manuel Saumell que siempre evocaba en Valentina la imagen de Tomás Mendoza sin que lograra explicarse por qué. Examinó con discreción a la concurrencia. El odiado duque de Pozohondo fumaba un habano al fondo de la sala, de pie y con la mano derecha apoyada sobre el respaldo de un sillón. Le envió una de sus repugnantes muecas. Ella se esforzó por responderle con una sonrisa insinuante. Advirtió que congregados en los sillones había más hombres jóvenes que de costumbre. Algunos eran altos y muy bien parecidos. Tomaban a grandes tragos el champán que les habían servido las esclavas, como si pretendieran beberse el mundo entero.

De pronto el corazón de Valentina se puso a aletear frenético, amenazó con detenerse y arrancó al instante con mayor brusquedad. En su pecho nació una ola de fuego que escaló hasta su rostro y le abrasó las mejillas. Experimentó una alegría incongruente en la boca del estómago, donde poco antes había anidado la congoja, y sintió en el pecho que esa velada no iba a ser como todas las demás. Porque unos ojos tan azules, como las turquesas de los pendientes que guardaba la marquesa de Tormes en su joyero, acababan de detener el fluir de su sangre y la vida se le antojó al instante más luminosa que el sol de las Antillas y a la vez tenebrosa como el fondo de un barranco. Abrió el abanico y lo agitó para refrescarse el rostro acalorado haciendo gala de la gracia y la coquetería que le había enseñado la madame. A través del entramado de encajes rematados con plumas de color esmeralda vio que el hombre de los ojos turquesa caminaba hacia ella con aire decidido. Quiso esquivarle para ir en busca del duque al que debía complacer durante toda la noche. Pero el desconocido le cortó el paso. Su suerte estaba echada.