Noche de San Silvestre de 1859
El sol comenzaba a esconderse cuando Valentina atravesó el patio con movimientos enérgicos y se asomó al gran salón rojo para comprobar si todo había sido dispuesto según las órdenes de madame Selene. La dueña deseaba festejar esa noche la entrada del nuevo año dando una fiesta muy especial al estilo parisién. Ninguna de sus pupilas había estado jamás en París, la mayoría de ellas ni siquiera había salido de La Habana, pero la madame había frecuentado en su juventud los refinados salones de la alta sociedad de París y sabía cómo debían prepararse los grandes eventos. Les había explicado que muchos caballeros de abolengo conocían esa ciudad tan bien como La Habana y les agradaría recordar sus alegres tiempos de francachelas juveniles. Incluso iba a servirse champán francés, con el que madame Selene pensaba hacer un suculento negocio, y el viejo pianista con estampa de pollo desplumado ya estaba ensayando melodías de baile en medio de la pequeña orquesta de negros y mulatos libres que la dueña había contratado para la ocasión. Valentina se sentía muy nerviosa ante lo mucho que aún quedaba por hacer antes del festejo. Suspiró y entró en la estancia. Observó que Tana ya había distribuido las artísticas lámparas por los lugares donde alumbrarían mejor y estorbarían menos. Las demás esclavas, todas jóvenes y fuertes, recogían en ese instante los enseres con los que habían lustrado el suelo de mármol y cepillado las tapicerías de sofás y sillones. Valentina las envió a barrer el patio y regar después las baldosas con chapetones de agua para mantener el frescor, una costumbre que todavía recordaba de su infancia en el pueblo castellano del que la sacó la marquesa de Tormes. Dejó escapar un nuevo suspiro y recorrió el salón con la vista por si veía algún objeto fuera de lugar. Todo estaba en orden. Decidió dar por buenos los preparativos e ir a arreglarse para la fiesta. Madame Selene le había contado que la última noche del año solían acudir a L’Olympe muchos cachorros elegantes de la aristocracia azucarera de la isla. Jóvenes exquisitos que habían sido educados para heredar las mayores fortunas de Cuba y que conocían ciudades como París, Nueva York o Nueva Orleans mejor que los ingenios de los que procedían las riquezas de sus familias, por lo que la apariencia de sus pupilas debía ser aún más fascinante que de costumbre.
Antes de abandonar el salón, Valentina pasó revista a la indumentaria de los músicos. Se los veía muy marciales enfundados en sus libreas de color granate con adornos dorados y galones en las bocamangas, como si fueran militares de alto rango. De repente, su corazón dio un vuelco y amenazó con detenerse. Dos de los músicos, cuya piel era de color marrón claro, se parecían mucho a aquellos con los que compartió mesa durante su primera y única cena en la casa de huéspedes de la Juana. Regresó de golpe el miedo que la atenazaba desde que empezó a ejercer su oficio en el burdel: el temor a ser reconocida por alguien que la hubiera tratado antes de su caída. En eso, uno de los dos músicos reparó en ella y se quedó mirándola con embeleso. Valentina bajó los párpados y huyó apresuradamente al exterior.
En el patio se apoyó contra una de las columnas y contempló el altar que se erguía en la pared de enfrente en honor a la Virgen de Regla, a la que las mulatas adoraban como Yemayá, la orisha mayor, dueña del mar y de la luna, y donde a todas horas ardían las velas que ponían algunas pupilas para pedirle la concesión de sus deseos. Tomó aire para calmar los violentos latidos de su corazón. Había transcurrido mucho tiempo desde que se inició en el oficio vendiendo placer al anciano y orondo don Aureliano. Más de un año, según sus cálculos. Desde entonces habían frecuentado su lecho de lujuria infinidad de hombres: jóvenes y viejos, gordos y flacos, apuestos y malcarados. Hombres perfumados y otros cuyo molesto olor delataba su aversión al aseo corporal. Hombres que en la cama se transformaban en lobos y otros que actuaban como corderitos inofensivos. Entre unos y otros la habían ido despojando de la inocencia y de casi todos sus miedos, excepto uno: el de encontrarse con alguien que en el pasado hubiera tenido trato con la joven que enviudó en el bergantín Gran Antilla.
Recordó a don Aureliano y una tenue sonrisa se dibujó en sus comisuras. Vencida la repugnancia inicial, había llegado a desarrollar cierto aprecio por el vejete con rostro de batracio que acudía a su lecho siempre que los negocios le traían a La Habana; incluso le llevaba deliciosos dulces comprados en La Dominica, uno de los cafés más populares de la ciudad, al que acudían caballeros elegantes, damas de alcurnia y hasta familias completas para degustar su suculenta repostería. Don Aureliano se negaba a gozar con cualquiera de las otras pupilas, y había sido fiel a la bella Calipso, como él la llamaba, hasta que un buen día le fulminó el rayo de una apoplejía. Por fortuna, la muerte no se lo llevó entre las sábanas de Valentina, sino durante una misa dominical en la catedral de La Habana, en presencia de lo más florido de la alta sociedad. Para entonces, Valentina ya sabía que la catedral era la misma iglesia donde ella rezó por el alma de Gervasio antes de recorrer las mansiones nobles en busca de trabajo y a la que acudía siempre que podía para hablar con su marido y vaciarse el corazón de melancolía.
—Calipso, ¿qué haces? ¿No estarás enfermando precisamente esta noche?
Unos dedos delicados, aunque llenos de fuerza, se habían cerrado alrededor de su antebrazo derecho. Valentina reconoció el tacto de madame Selene, que aferraba a sus pupilas de un brazo cuando estaba preocupada o enojada, y siempre tenía las manos algo frías. Se volvió. La dueña ya se había arreglado para la fiesta más importante del año en L’Olympe. Como de costumbre, lucía la elegancia de las damas que acudían a las suntuosas fiestas de la marquesa de Tormes; no parecía la dueña de un burdel.
—Estoy bien. Sólo descansaba un poco.
A la madame se le escapó un suspiro de alivio. Se había habituado a dejar muchas responsabilidades en manos de su pupila más lista y trabajadora, y le había asustado la sospecha de que pudiera estar enfermando.
—Tana te ha preparado el baño. Sube enseguida. Nos queda poco tiempo para los afeites y el peinado. He ordenado a Dolores que te arregle el cabello. Quiero que mi ayudante luzca esta noche como la mismísima Afrodita. ¿Has comprobado que todo está bien?
Valentina sonrió. Madame Selene confiaba cada día más en sus dotes para llevar una casa, y el hecho de que deseara que la peinara su esclava particular era señal inequívoca de la buena posición que había alcanzado en L’Olympe. Cada tarde, la dueña solía llamarla a su gabinete para repasar con ella las cuentas de los gastos y las ganancias de la noche anterior, asunto en el que Valentina había demostrado poseer una gran habilidad. También había puesto bajo su control a las esclavas, que trabajaban mucho mejor desde que la resuelta española les asignaba las tareas y vigilaba su cumplimiento. A veces madame Selene se enternecía y le hablaba de su vida aristocrática en Prusia ante un tazón de café con leche o un buen vaso de ron jamaicano, aunque Valentina conocía la afición de la dama a la bebida y procuraba alejarla cuanto fuera posible del efecto malsano del alcohol.
—Todo está dispuesto para la fiesta, madame Selene. Los caballeros se divertirán mucho esta noche.
Madame Selene aflojó la presión sobre el brazo de Valentina, por lo que ésta dedujo que se hallaba algo más tranquila.
—Hoy te encargarás del duque de Pozohondo. Todos los clientes deseaban saludar el nuevo año en tu lecho, niña, pero el duque me rogó hace muchos días que te reservara para él. Ya sabes que es un hombre muy poderoso y debemos tenerle contento…
Valentina asintió con la cabeza.
—Lo sé, señora…
El duque de Pozohondo era uno de los mejores clientes de L’Olympe y sentía gran predilección por yacer con Valentina. Era un hombre de muy mal carácter a quien ella había aprendido a manejar en su provecho hasta suavizarle un poco el temperamento colérico, pero lo detestaba tanto que a veces le deseaba la muerte mientras sufría sus embestidas de toro bravo en el bajo vientre.
—¡Corre a prepararte, niña! —la instó la madame.
Valentina obedeció y se dirigió hacia la escalera que conducía al primer piso, donde se hallaba la estancia que alojaba tres grandes bañeras de estaño para el aseo de las pupilas. Se sujetó las faldas por delante y subió muy deprisa. Entró jadeante en el cuarto de las bañeras y vio que Danae dormitaba en una de las tinas; tenía la espesa cabellera recogida en lo alto de la cabeza para que no se le mojara y estaba inmersa hasta el cuello en el agua perfumada con las esencias que preparaba la negra Candela. Desde que Danae y Circe la recogieron en la calle hacía más de un año y la llevaron a L’Olympe, las dos se habían convertido en sus únicas amigas entre las pupilas. Las demás muchachas seguían considerándola una rival peligrosa y evitaban su presencia. Quien mayor rencor le guardaba era Briseis, que no le perdonaba que le hubiera arrebatado su reinado en el burdel y se hubiera convertido en la preferida de los clientes y hasta de madame Selene. Valentina sabía que Briseis conspiraba en su contra y hacía todo lo posible por indisponerla con la dueña, aunque sus torpes artimañas no habían logrado envenenar el afecto que la dama de nieve le profesaba.
Valentina se despojó de las ropas ligeras que se había puesto para trabajar y se metió dentro de la bañera que le habían preparado.
Al oír el suave chapoteo, Danae abrió los ojos. Flotando todavía entre las brumas del sueño, reconoció a Valentina y le sonrió.
—Dice la negra Candela que esta noche va a venir el niño Leopoldo —susurró, con el dejo cerrado y musical que fascinaba a Valentina—. Ya regresó de París.
La negra Candela no sólo elaboraba ungüentos de belleza, esencias amorosas y bebedizos para curar hasta los males más tenaces, además de adivinar el futuro tirando el coco y los caracoles, también lograba enterarse de todo cuanto acontecía en La Habana sonsacando a las esclavas de las mansiones aristocráticas de la ciudad cuando coincidía con ellas en el mercado.
La noticia no impresionó a Valentina. No conocía a ese caballero y le era indiferente quién acudiera esa noche a L’Olympe para divertirse con las niñas. Había aprendido a mantener dormidos sus sentimientos mientras tenía trato carnal con los clientes, y pensó que a Danae le convendría hacer lo mismo, aunque siempre había tenido la impresión de que su amiga sí gozaba dando placer a los hombres. El agua caliente acarició su piel, calmó la melancolía que se alojaba en cada esquina de su corazón y aflojó su habitual cautela.
—Danae… —musitó con un hilo de voz—, ¿cuál es tu nombre verdadero?
—Ay, mija, ¿cómo tú preguntas eso? Ya sabes que madame Selene nos castigará si nos oye.
Valentina miró a su alrededor. No había nadie más aparte de ellas dos y no creyó probable que la dueña estuviera escuchando su conversación desde la galería.
—Puedes decírmelo. Estamos solas y no te delataré.
Danae se incorporó y escrutó la estancia para cerciorarse de que no había testigos.
—Felisa —dijo muy rápido y en voz tan baja que a Valentina le costó entender lo que decía—. Aunque mi mamita me llamaba Lisa. ¿Y el tuyo?
—Valentina.
Desvelado ese incómodo vestigio de su existencia anterior, las dos se sumergieron de nuevo en el agua y en un embarazoso silencio, hasta que Valentina susurró:
—Danae, ¿nunca te sientes tentada de cambiar de vida?
—¡Ay, mija! —exclamó Danae, sorprendida por esa nueva pregunta—. Tú no estás bien esta noche. Haces preguntas muy raras. ¿Para qué voy a cambiar de vida si madame Selene nos da bien de comer y cuida de nosotras? Tú no sabes lo que es la vida en esta isla para las que nacimos pobres. Prefiero dar mi cuerpo a caballeros elegantes que hacerme vieja aguantando los golpes de un guajiro borracho como mi padre.
El silencio las envolvió otra vez como una nube de perfume barato. Fue Valentina quien lo rompió de nuevo.
—Yo tenía esposo —susurró—. Era un hombre bueno… y muy guapo. Ahora cada día me cuesta más recordar su rostro. Se desvanece en mi memoria como si fuera el de un espíritu… —Tomó aire y dijo de carrerilla—: Pero anoche lo vi con claridad mientras dormía y estaba tan guapo como el día en que nos casamos…
Danae meneó la cabeza ante esa nueva muestra de melancolía.
—La negra Candela dice que algunos difuntos se quedan aquí para hacernos daño, pero otros lo hacen para ayudarnos. El tuyo seguro que te quiere proteger.
Valentina no respondió. La evocación de Gervasio había reavivado el cuervo de la tristeza, que anidaba en su corazón desde que él murió y a veces alzaba el pico y graznaba muy fuerte.
—Tú ahora no debes pensar en nada triste, Calipso —insistió Danae—. Esta noche va a haber hombres jóvenes y música. Hasta baile. Hoy nos vamos a divertir mucho. Lo sé. Ojalá madame Selene me mande yacer con el niño Leopoldo.
Valentina suspiró con resignación pero no dijo nada. Era inútil tratar de explicar a Danae que ellas no estaban en esa casa para divertirse ni para intimar con ningún cliente: ellos eran caballeros de alcurnia, mientras que ellas no eran más que pobres mujeres que se ganaban el pan vendiendo su cuerpo. Danae jamás lo comprendería.