Valentina apartó la cortina de terciopelo rojo que cubría la puerta de comunicación con el patio y se asomó sigilosa al gran salón. Sentía los latidos del corazón en la garganta y sabía que tenía las palmas de las manos pegajosas de sudor. Contuvo la tentación de limpiárselas en la falda del vestido color rojo vino que se había puesto esa noche por orden de madame Selene. No deseaba caer en la ordinariez. La madame le había recalcado muchas veces durante sus lecciones que, aunque vendiera su cuerpo a los hombres, jamás debía conducirse como una vulgar ramera; incluso entre las cortesanas había categorías, y para que un caballero rico pagara noche tras noche una fortuna por disfrutar de sus favores, debía abandonar la alcoba con la sensación de haber degustado a una mujer excepcional a cambio de su dinero.
—Estás bellísima —le había susurrado madame Selene al oído tras haberle colocado el corpiño de modo que mostrara gran parte de los senos sin caer en la ordinariez que tanto denostaba.
Valentina se había asomado a la sima de su propio escote y al instante un violento temblor había sacudido sus rodillas. ¿Cómo iba a mostrarse medio desnuda ante los caballeros sin morirse de vergüenza?
Ahora el corazón le aleteaba como un pájaro aterrorizado mientras espiaba los movimientos de los hombres en el salón. Ya lo había hecho otras muchas noches a instancias de madame Selene, como complemento a sus lecciones. Se hallaba familiarizada con la penumbra rojiza de la estancia, iluminada tenuemente por delicadas lámparas, con tulipa de cristal de Murano, que las esclavas distribuían sobre los muebles poco antes de abrir las puertas de L’Olympe. Oculta tras el pesado cortinaje había escrutado infinidad de veces a los caballeros intentando leer en las siluetas que se reflejaban multiplicadas en los espejos si en la alcoba se convertirían en lobos hambrientos o en mansos corderos. Ponía mucho afán en esa tarea porque madame Selene conocía bien a los clientes asiduos y al día siguiente le preguntaba por sus conjeturas, para comprobar así la agudeza de su intuición. También se había fijado en el comportamiento insinuante de las chicas mientras aguardaban en los sillones a que un caballero las eligiera: les permitían calibrar el prometedor canal entre sus senos, mostraban una pantorrilla bien contorneada o incluso dejaban entrever, como por descuido, el delicado comienzo de un muslo. Algunas iban más allá y se sentaban con sutileza en el regazo del caballero que las había llamado con la mirada y le excitaban haciéndole carantoñas y susurrándole palabras picantes al oído. Y pronto llegaba hasta el escondite de Valentina una bruma en la que los perfumes de las pupilas se mezclaban con los aromas recios de los caballeros, el denso humo de los habanos y los efluvios de la lujuria, mientras el anciano negro de magras carnes tocaba al piano melodías que acariciaban el aire y madame Selene llamaba «contradanzas».
Pero esa noche ya no le correspondía ser la espectadora que se ocultaba tras una cortina para aprender el oficio. Ahora iba a participar en el juego de insinuarse a un caballero que podía ser viejo, gordo y hasta repulsivo como el mismísimo diablo. Y aun así tendría que complacerle en todo lo que le exigiera porque eso le había ordenado madame Selene. «En todo, te pida lo que te pida —insistía siempre—, menos en dejarte golpear».
Sintió de repente cómo unos dedos fríos se cerraban alrededor de su brazo y tiraban de ella para sacarla del escondrijo de la cortina. Temblorosa, se dio la vuelta. Quien la había atrapado era madame Selene. Esa noche vestía de seda negra y más que la gobernanta de un burdel parecía una dama de alcurnia preparada para recibir a sus ilustres invitados.
—Vamos, niña. Don Aureliano te aguarda —la apremió, y añadió enseguida—: Jamás hagas esperar a un caballero, salvo… —La madame intercaló una sonrisa que por un instante permitió vislumbrar a Valentina lo hermosa que debía de ser cuando llegó de su lejana tierra llamada Prusia—. Salvo que ya le tengas rendido a tus pies.
Valentina se vio de repente en medio del salón, expuesta a la mirada hostil que le enviaba Briseis desde el diván circular sobre el que se exhibía en compañía de Eurídice, y al escrutinio lujurioso de los cinco hombres que ocupaban los sillones Luis XV, sorbían ron y fumaban cruzando las piernas con la desafiante indiferencia de los poderosos. Pese a la clemente penumbra, se los veía maduros y bien entrados en carnes. El más gordo era un vejete con rostro de batracio, hirsuta melena gris, patillas en forma de hacha y espeso mostacho. Ante él la condujo madame Selene sin demorarse ni un segundo. Una violenta náusea azotó el estómago de Valentina, que temió desplomarse ante los pies de ese adefesio. Reuniendo todo el dominio de sí misma que pudo, sofocó parte del miedo y logró que el malestar comenzara a remitir.
—Aquí le traigo a la bella Calipso, don Aureliano —anunció madame Selene con voz aflautada. Tomó a Valentina por la barbilla y le colocó el rostro de perfil—. Recién llegada de la cultivada Europa. Observe qué rasgos tan hermosos…
Los caballeros cercanos escudriñaron a Valentina de arriba abajo sin disimular la envidia que les inspiraba el vejete por haberse asegurado el disfrute de esa criatura celestial. Don Aureliano se atusó el mostacho con ademán de gato que se relame al contemplar un apetitoso roedor. Su mirada descendió veloz hasta el generoso escote de Valentina y una sonrisa golosa se abrió paso bajo el bigotón. La joven sintió arcadas. Tomó aire y tragó saliva amarga. ¿Cómo iba a endulzar el trance de esa noche imaginando que semejante espantajo era Gervasio? Las lágrimas saltaron a sus ojos al pensar en su pobre esposo muerto y lamentó que el láudano que tomó en la cámara secreta del bergantín no hubiera bastado para segarle la vida.
Madame Selene vio que estaba haciendo pucheros y le dio un suave pellizco de advertencia en un brazo.
—La he reservado para usted, don Aureliano… —continuó en tono zalamero—, porque sé cuánto le gusta probar a mis nuevas pupilas.
El hombre se pasó la lengua por los labios y se puso en pie con suma dificultad. Valentina hasta creyó haber oído chirriar sus vetustas articulaciones.
—Es preciosa, madame… —susurró el caballero entre las gruesas cerdas de su mostacho.
—Si le parece bien, les acompañaré hasta la alcoba de Calipso —sugirió madame Selene.
El vejete mostró su sonrisa de batracio, asintió moviendo el cabezón y suspiró emocionado. La madame se colgó de su brazo para conducirle hacia la puerta que daba al patio, desde donde se pasaba a las alcobas de las muchachas. Mediante un sutil gesto indicó a Valentina que se colocara al otro lado del anciano. Así abandonaron el salón: las dos mujeres escoltaban al cliente, que caminaba arrastrando los pies y no cabía en sí de gozo anticipado. La noche era tibia, barnizada de humedad. Los jazmineros que adornaban las columnas desprendían un aroma embriagador. De repente don Aureliano se quedó parado y su torso se balanceó hacia delante y hacia atrás, como si fuera a caerse de bruces en cualquier momento. Valentina miró de soslayo a madame Selene. ¿Y si ese vejestorio se les moría delante de sus ojos?, se preguntó preocupada. Claro que en tal caso ella se salvaría del trance de yacer con él…
La madame meneó la cabeza con disimulo para tranquilizar a la muchacha. Estaba habituada a las bruscas paradas de don Aureliano. Éste se estabilizó y murmuró que debía visitar el escusado antes de entrar en la alcoba. Madame Selene hizo una discreta seña a Gabriel, que les había seguido silencioso como un felino, para que lo condujera al lugar donde los caballeros podían aliviar en la intimidad las necesidades de sus vejigas. Valentina supuso que todos en L’Olympe conocían los extraños hábitos de don Aureliano.
Cuando el vejete hubo desaparecido del patio guiado por Gabriel, madame Selene susurró al oído de Valentina:
—He mandado que coloquen en tu cuarto una caja de habanos selectos y una botella de ron. Elige el mejor cigarro para don Aureliano y enciéndelo con mucha parsimonia. Eso le place sobremanera.
Valentina asintió despacio.
—Y recuerda… —prosiguió la madame—. Su llama se apaga muy pronto. Procura que disfrute mientras esté ardiendo y haz que se sienta como un jovenzuelo lleno de virilidad. Si al acabar lo ves débil, ofrécele un poco de ron.
—No sé si podré darle placer, madame Selene.
La madame le apretó el brazo.
—¡Podrás! Eres lista y tu instinto te guiará. ¡No me defraudes o mandaré a Gabriel que te arroje a la calle de un puntapié! ¿Entendido?
—Sí, madame Selene.
Aún tuvieron que esperar un buen rato, envueltas en aroma de jazmín y en las notas de contradanza que llegaban amortiguadas desde el salón, hasta que Gabriel guió al anciano batracio de regreso con su damita. Don Aureliano miró a Valentina, se atusó el bigote y sonrió con su enorme boca, en la que parecía caber un quitrín entero incluyendo los caballos y el calesero. La joven, que se había calmado durante la espera, volvió a sentir la amarga náusea en el estómago.
Madame Selene acompañó a Valentina y a su galán hasta la alcoba. Por fortuna, la estancia se hallaba en la planta baja y no se vieron en la necesidad de empujar al anciano escaleras arriba. Cuando por fin llegaron ante la puerta, la señora lanzó a su pupila una severa mirada de advertencia y a Valentina no le quedó la menor duda de que debía hacer feliz al viejo si no deseaba acabar de nuevo vagando por las calurosas calles de La Habana.
—Ya verá cómo goza con la joven Calipso, don Aureliano —susurró la madame antes de cerrar la puerta de la alcoba.
El cuarto ofrecía un aspecto muy diferente al de las otras noches. Tana, la más vieja de las esclavas, había colocado una lámpara con tulipa de cristal tallado sobre el tocador y otra en la mesilla de noche, donde normalmente sólo había una vela sostenida por una palmatoria de estaño. Aquella luz hacía parecer aún más indecentes las coloridas pinturas que cubrían las paredes y representaban a extraños seres, mitad hombres y mitad carneros, que perseguían a hermosas doncellas mostrándoles sus grandes miembros erectos. Madame Selene había explicado que eran sátiros y ninfas, y que esas escenas formaban parte de bellos mitos de la antigüedad, pero a Valentina no dejaban de antojársele terriblemente obscenas. Los visillos se mecían movidos por la brisa nocturna y un desconocido aroma, denso y dulzón, impregnaba el ambiente. Valentina comprendió enseguida que procedía de la gruesa vela que ardía junto a la lámpara del tocador. Recordó que la negra Candela no sólo preparaba ungüentos de belleza y remedios para atajar cualquier mal, sino también velas aromáticas destinadas a perfumar cada rincón del burdel para estimular el apetito carnal de los clientes.
El vejete se humedeció los labios con la lengua y fue derecho a sentarse sobre la colcha blanca adornada con delicados bordados. Valentina se sintió como si, al abandonar el cuarto, madame Selene se hubiera llevado consigo el suelo y la hubiera dejado suspendida al borde de un barranco. Para ganar tiempo, fue hacia la cómoda sobre cuya encimera de mármol Tana había dejado la caja de habanos. La abrió muy despacio, eligió el cigarro que le pareció más adecuado y se lo mostró al vejete acompañado de una sonrisa que quiso ser insinuante. Don Aureliano asintió con la cabeza, sonrió de medio lado y se atusó el bigotón con aire coqueto. Valentina encendió el puro siguiendo al dedillo el complicado ritual que le había enseñado madame Selene. Los dedos le temblaban y su corazón se había fundido con el estómago en un revoltijo bailón que la tenía a punto de vomitar. Don Aureliano la contempló desde el lecho con ojos picarones y rió a carcajadas de jovenzuelo libertino.
Valentina consiguió que el habano prendiera sin contratiempos y aspiró la primera bocanada de humo. Sofocó un suspiro de alivio y se aproximó al lecho para llevarle la ofrenda a don Aureliano, que separó los labios para que ella le pusiera el cigarro en la boca. Valentina se esforzó por sonreír mientras el anciano lo apresaba entre sus labios gordinflones y daba una ávida calada de fumador empedernido. De repente, arrancó a toser y se retorció con el rostro congestionado. Asustada, Valentina se inclinó sobre el anciano y le puso una mano encima del hombro. ¿Y si se moría allí mismo?
—¿Se encuentra mal, don Aureliano? ¿Desea que…?
Él arrojó el cigarro al suelo, movió la mano como si quisiera restar importancia a su malestar y farfulló entre los últimos estertores de la tos:
—Ven aquí, palomita linda.
Valentina tomó aire para darse valor. Había llegado la hora de enfrentarse al cadalso, y sólo saldría airosa si no se arrugaba. Don Aureliano emitió otra tanda de toses y su mirada se tornó ávida.
—Siéntate —farfulló con voz ronca, dando palmaditas sobre la colcha.
Ella obedeció con celeridad. Cuanto antes concluyera ese horrible trance, mejor. Don Aureliano inclinó el rostro sobre sus senos. Se había aproximado tanto que Valentina percibió el acre olor a tabaco que el habano había dejado en su boca. Sintió ganas de empujar lejos a ese adefesio, saltar de la cama y salir corriendo de la alcoba. Sólo la contuvo el miedo al castigo de madame Selene, que sin duda la echaría a la calle esa misma noche.
El vejete emitió un suspiro muy similar a un estertor. Alargó sus dedos, gruesos como bananas, y desató con torpeza las cintas del corpiño. Apartó la tela, extrajo los pechos de Valentina y los sopesó, alzando uno en cada mano como si fueran manzanas. Sonrió bajo el bigotón entreverado de gris.
—Son perfectos. Madame Selene conoce mis deseos como nadie.
Soltó los senos. Sus gordos dedos fueron escalando cuello arriba para acariciarle las mejillas.
—Eres muy hermosa, niña —susurró; el mostacho se agitaba como una escobilla conforme hablaba—. Es tu primera vez, ¿no es cierto?
Valentina se ruborizó y se mordió el labio inferior. Ahora don Aureliano la rechazaría y esa noche se vería durmiendo en algún miserable callejón lleno de negros semidesnudos e insolentes.
—No temas —la tranquilizó el vejete, alzándole el rostro con un asomo de ternura—. Soy indulgente con las jóvenes hermosas. Yo te diré lo que debes hacer para complacerme.
Valentina se vio invadida por un incongruente sentimiento de gratitud hacia el estrafalario anciano, que se esfumó cuando advirtió que se estaba despojando de la levita. Quiso recogerla para colgarla dentro del armario, pero don Aureliano no deseaba que se entretuviera en bagatelas y le indicó que la arrojara al suelo. A la chaqueta le siguieron el chaleco, la pajarita y la camisa. La enorme barriga del vejete, tersa y redonda como una sandía, quedó a la vista. Valentina tragó saliva, sobre todo cuando vio que se estaba aflojando el cinto. Apartó la mirada y rezó para que ese hombre no la obligara a contemplar tan patético espectáculo.
Cuando osó mirar de nuevo, don Aureliano se había puesto de pie ante ella y se exhibía tal como abandonó el vientre de su madre, aunque más viejo y mucho más fofo. Valentina reprimió a la vez un grito de pánico y el impulso de huir.
—Ahora desvístete despacio —le ordenó entonces el anciano—. Quiero recrearme en tu belleza.
Ella se levantó también. Le temblaban las manos y las rodillas, y sabía que estaba sudando a mares, aunque eso no parecía importarle a don Aureliano. Con la cabeza gacha, se despojó del vaporoso vestido de color granate, de las esponjosas enaguas que llevaba debajo para ahuecar la falda y de los bombachos de seda. Nada más acabar, quiso cubrir su desnudez con las manos, pero desistió cuando alzó la vista y vio que don Aureliano meneaba la cabeza para disuadirla.
—Acuéstate, niña —le mandó.
Valentina obedeció y se tendió de espaldas. El vejete se colocó encima de ella con dificultad. Valentina creyó que se ahogaría bajo el inmenso peso de su cuerpo y al instante sintió cómo se retorcía en su interior una culebrilla endeble. Don Aureliano se movió arriba y abajo y empezó a jadear como un moribundo a punto de encomendar su alma a Dios. Valentina notó en la piel la viscosa humedad de su sudor y sintió repugnancia. Quiso evocar a Gervasio para pasar ese mal trago, pero intuyó que si lo hacía, mancharía para siempre el recuerdo de su marido. Cerró los ojos y vació la mente procurando evadirse de lo que estaba haciendo, hasta que oyó un estertor y todo el peso de don Aureliano se desplomó de lleno sobre ella. La llama del anciano se había extinguido pronto, tal como le había anticipado madame Selene. Le entraron ganas de vomitar y deseó morirse en ese mismo instante para reunirse con su amado Gervasio. Pero sabía que esa liberación le estaba vetada: su condena era permanecer en esa casa de lenocinio para que adefesios como don Aureliano hicieran con ella lo que les viniera en gana.
Cuando se echó a dormir esa noche, en el lecho impregnado del acre olor de don Aureliano, Valentina no logró conciliar el sueño. Se sentía sucia y tan vacía por dentro como si el Diablo le hubiera arrancado el alma con sus afiladas uñas. Ya no le quedaba nada. Ni marido, ni honra, ni siquiera una pizca de respeto hacia sí misma. Para aumentar aún más su desazón, se vio asaltada por la imagen de Tomás Mendoza tal como le recordaba de la última vez que lo vio: luciendo con la elegancia de un caballero el ligero traje de lino que le había regalado su primo. ¿Qué diría si supiera que se había convertido en una ramera? ¿Y Gervasio? ¿La estaría despreciando desde su cielo? Hundió el rostro en la almohada y se echó a llorar a la débil luz de una bujía; las lámparas habían sido retiradas por Tana nada más marcharse don Aureliano. Sollozó durante largo rato en la triste soledad de su alcoba de ramera —Zeus no había acudido esa noche—, y concilió el sueño justo cuando sonó desde el castillo del Morro el cañonazo de las seis de la mañana.