Los días se sucedieron mientras madame Selene enseñaba a Valentina lo que ella había aprendido sobre los hombres a lo largo de su vida. Le explicó cómo debía tratar a los caballeros con alma de gallito para dominarlos sin que se dieran cuenta; cómo tomar las riendas con los señores que adoraban ser cabalgados por hembras de fuste; y cómo comportarse para que se sintieran vigorosos los ancianos cuyo miembro ya no lograba mantenerse erguido. Asimismo, le habló de los hombres que acudían a los burdeles en busca de mimos y algo de conversación más que de proezas lujuriosas. E hizo hincapié en la gran responsabilidad que contraía una cortesana cuando le tocaba iniciar en amores a jovenzuelos que nunca habían yacido con una mujer, ya que esa experiencia se les quedaba grabada para toda la vida tanto en el cuerpo como en la mente.
Valentina guardaba en su memoria cada consejo recibido e intercalaba preguntas que siempre complacían a su mentora. Esa joven poseía una aguda inteligencia, se regocijaba la madame para sus adentros; si no se arrugaba cuando llegara la hora, cada vez más próxima, de satisfacer a su primer cliente, resultaría que esas bobas de Danae y Circe le habían traído una auténtica joya.
Una tarde, cuando había transcurrido casi un mes desde la irrupción de Valentina en L’Olympe, la joven acudió al gabinete de madame Selene para recibir su clase y la halló de pie ante el diván, contemplando tres coloridos vestidos que cubrían por completo la tapicería azul celeste. Zeus, acurrucado sobre uno de los sillones, observaba la escena con sus inquietantes ojos amarillos.
Al oírla entrar, la dama se giró.
—Hoy quiero que te pruebes estas prendas —exclamó, entusiasmada—. Las ha traído esa esclava gorda y fea que hace los recados a madame Lisette… ¡Ah, qué criatura tan poco agraciada!
Valentina se aproximó encadenando pasitos tímidos y quedó deslumbrada. Las creaciones de la modista que vestía a las pupilas de L’Olympe y a la propia madame Selene eran extraordinarias: de colores luminosos sin ser chillones y de una hechura francamente perfecta. Jamás en su vida había visto vestidos tan bellos, ni siquiera cuando ayudaba a la marquesa de Tormes a acicalarse para los bailes en los que se reunía la nobleza. Desde que la dama de nieve mandó tirar la raída ropa que Valentina llevaba puesta el día en que Danae y Circe la recogieron en la calle, vestía las prendas anchas y ligeras que le había regalado su mentora. En otras circunstancias se habría ilusionado ante la perspectiva de poder lucir semejantes sueños de tela, pero el corazón le decía que su calmoso tiempo de aprendizaje estaba a punto de concluir.
—Querida Calipso, esta noche te presentaré en sociedad —anunció madame Selene, confirmando a Valentina que los pálpitos merecían ser tenidos en cuenta—. Es hora de que te ganes el sustento.
Valentina tragó saliva. Sintió encresparse en sus entrañas la viscosa culebra del miedo, que se había ido apaciguando poco a poco durante los últimos días. Madame Selene le indicó que pasara detrás del biombo y se probara las prendas. Le tendió varias enaguas de encaje y un vestido blanco de muselina, que en realidad se componía de cuerpo y falda, cuya tela emitió un prometedor susurro al agitarla. A Valentina le temblaron las manos cuando se puso encima de las enaguas esa maravilla nívea bordada con diminutas flores blancas. Pasó los dedos sobre el suave tejido. Su cuerpo nunca había servido de percha para nada tan hermoso.
—Ven que te vea. Te ayudaré a cerrar el corpiño —dijo la voz de madame Selene desde el otro lado del biombo.
Valentina abandonó su protección de madera labrada con incrustaciones de nácar. La dama de nieve la aguardaba sentada en una esquina del diván. Al verla, se levantó deprisa y se aproximó haciendo sisear su vestido de sobria hechura. Con sus dedos pálidos alisó la tela aquí y allá, corrigiendo la caída de la falda. Después ciñó las cintas de seda que cerraban el corpiño por delante, hizo un lazo, se apartó y contempló a Valentina largo rato.
—Hum… no me satisface del todo…
Deshizo la lazada y aflojó las cintas para que el escote mostrara mejor el nacimiento de los senos. Valentina miró hacia abajo y enrojeció de vergüenza. ¡Estaba medio desnuda!
—El escote es demasiado profundo… —osó protestar en un susurro.
—¡Niña, no estás en el convento de las ursulinas! —se mofó madame Selene—. A los caballeros les gusta asomarse a aquello por lo que van a pagar buenos pesos. —Volvió a tirar de las cintas hasta que el corpiño mostró aún más carne—. Me place que mis niñas salgan bien vestidas a recibir a los clientes —murmuró como para sí misma—. Habrás observado que aquí no nos conviene llevar crinolina ni corsé, salvo que éste no apriete y sirva para estimular el apetito de los clientes. Tampoco conviene usar vestidos con botones que sean difíciles de desabrochar. A la mayoría de los caballeros les gusta desvestir a una mujer con sus propias manos, pero debemos aligerarles esa labor todo lo que podamos. Se impacientan con facilidad.
Turbada y con el rostro todavía de color carmesí, Valentina asintió y tragó más saliva. Madame Selene no le concedió tregua. Alzó del diván un vestido con el cuerpo azul turquesa y la falda a juego y se lo entregó en un enérgico movimiento.
—Ahora éste. —Unió las manos y tocó palmas—. Apresúrate, niña. Schnell, schnell…
Valentina corrió a ocultarse detrás del biombo. ¿Qué extraña palabra había pronunciado la señora al final de la frase? Desde el primer día había apreciado que su acento no se parecía en absoluto al de las demás personas que había conocido en Cuba, pero nunca la había oído decir palabras extrañas. Abrió las cintas del corpiño blanco, se lo quitó cuidando de no dañar la delicada tela y se colocó el azul. Era de idéntica hechura que el anterior, por lo que ella misma lo cerró cuanto pudo para cubrirse los pechos. Cambió la falda blanca por la azul y salió pisando de puntillas.
Madame Selene soltó una carcajada nada más verla. Se abalanzó sobre ella y no cesó de hurgar en la tela hasta que amplió el escote a su gusto.
—Esta noche me ocuparé de que te presentes ante don Aureliano como es debido —dijo entre dientes.
Tras haber dado el visto bueno al vestido azul, le hizo probarse la última prenda, de color rojo oscuro, como las granadas que servían las esclavas a la hora del almuerzo.
Después de haber alisado y pellizcado la tela por todas partes con sus finos dedos, la madame dio su aprobación y le ordenó:
—¡Corre a cambiarte! Dolores guardará los vestidos nuevos en tu armario. Recuerda que te descontaré de tus ganancias lo que me han costado. —Deslizó de nuevo las manos por la suave tela—. Para estrenarte hoy te pondrás el rojo. Te dará un aire más regio que placerá a don Aureliano.
Valentina se refugió detrás del biombo. Su mentora se aproximó a la mesita de madera donde guardaba la campana de plata y la hizo sonar. Levantó del sillón a Zeus, que las había observado enroscado sobre la tapicería, y se sentó con el gato sobre su regazo. El felino le lamió las manos y ronroneó.
Entró Dolores, la esclava joven de tez negra como la noche que atendía sólo a la dueña de la casa.
—¡Tráenos ron! El de Jamaica.
—Sí, mi ama.
Dolores se deslizó con pasos ligeros fuera del gabinete.
—Bien, Calipso —dijo madame Selene mientras acariciaba a Zeus detrás de las orejas—, ha llegado el momento.
Valentina abandonó la protección del biombo; iba ataviada con la bata blanca de todos los días y temblaba como una hoja de palma sacudida por la tormenta.
La madame advirtió su nerviosismo, pero en lugar de regañarla, sonrió comprensiva. Aún recordaba cuando el infortunio la condujo hasta ese burdel, casi recién llegada de su tierra natal.
—No temas, lo harás muy bien. He elegido para ti a un caballero de carácter apacible que no te obligará a trabajar mucho. Don Aureliano es un plantador de gustos sencillos y su llama se apaga muy pronto, —señaló el sillón vecino—. Siéntate.
La joven obedeció. Regresó Dolores llevando en una bandeja de plata dos vasos y una botella de ron. Valentina ya había observado que se trataba de una bebida muy apreciada por los cubanos, que la tomaban siempre que podían. La mayoría de las tardes madame Selene se hacía servir ron al concluir la lección del día, y cuando su alumna se iba, ella se quedaba en su gabinete bebiendo con mirada ausente.
La esclava sirvió a su ama, después a Valentina, y se retiró, tan silenciosa como de costumbre. Madame Selene alzó el vaso, tomó un largo trago y suspiró, henchida de súbita melancolía.
—Don Aureliano ha mandado a su calesero para pedirme que le prepare una joven hermosa para esta noche. Ha pasado muchos meses en su hacienda y está ansioso por saborear los placeres mundanos. —Sonrió con picardía gatuna y Valentina advirtió lo mucho que se parecía su rostro al de Zeus—. Pronto comprobarás por ti misma que los plantadores llegan a La Habana con hambre de diversión y derrochan a manos llenas la fortuna que obtienen de la zafra. —Alzó el vaso haciendo un ademán pomposo y exclamó—: ¡Por ellos y su oro dulce!
Aplicando uno de los consejos que le había dado la madame, Valentina sólo se mojó los labios; el sabor que le dejó el licor en la punta de la lengua no le disgustó. Con disimulo depositó el vaso sobre la mesita más cercana. De pronto se acordó de Tomás Mendoza. ¿Cómo transcurriría la vida de un médico en un ingenio de azúcar? ¿Y si un día aparecía en el burdel para divertirse tras una larga estancia en el campo? ¿Seguiría respetándola cuando la hallara convertida en una vulgar mujerzuela, o la fulminaría con una mirada de desdén? Se dio cuenta de que no resistiría el desprecio de Tomás.
—En esta isla la riqueza va de la mano del azúcar, Calipso —prosiguió la dama—. No lo olvides nunca.
—No, madame Selene.
La dama bajó la mirada y la parapetó tras sus párpados ribeteados por pestañas muy rubias.
—Mi verdadero nombre es Gudrun —murmuró en tono abatido y dio otro generoso trago—. Pero te castigaré con dureza si osas contárselo a las otras chicas.
—No diré nada, madame Selene —replicó Valentina en voz baja. De pronto advirtió que su mentora saboreaba el ron con el ansia contenida de quien bebe mucho a escondidas. ¿Tal vez la eterna calma de esa dama de piel nívea era mera fachada?
—A veces añoro mi tierra y… a… mi esposo —prosiguió la madame arrastrando las sílabas—. Hoy es uno de esos días en los que ni siquiera el ron calma mi dolor.
Valentina recordó las crisis nerviosas de la marquesa de Tormes y el remedio que la sacaba al instante de su debilidad.
—¿Desea que vaya a por las sales?
Madame Selene apuró su ron y alargó una mano en busca de la botella. Valentina saltó del sillón y se le adelantó. La dama sonrió. Le acercó el vaso para que lo llenara. Valentina sólo vertió líquido hasta la mitad.
—Nunca empleo sales, Dummkopf. Las sales son para las mujeres débiles de espíritu.
De nuevo esa extraña lengua, pensó Valentina. ¿Acaso desvariaba la madame o es que ya estaba ebria? Volvió a dejar la botella sobre la mesa y regresó al sillón.
—Llevo en esta isla más de la mitad de mi vida —murmuró madame Selene con la lengua ya algo laxa—. Mi esposo falleció pocas semanas después de que desembarcáramos en el puerto de La Habana.
Valentina sintió un doloroso pinchazo en el corazón al advertir la similitud con su propia pérdida.
—Hubertus —dijo madame Selene con un acento más gutural que nunca— contrajo la fiebre amarilla y murió entre mis brazos sin que pudiera hacer nada por salvarle. —Se limpió con la punta de los dedos las pequeñas gotas que destellaban en sus lagrimales—. Mi esposo había heredado de su padre el título de duque. Poseíamos extensas tierras en Prusia y una gran fortuna, pero él soñaba con emular a Alexander von Humboldt, el científico alemán que vino a Cuba en misión científica en el año mil ochocientos. Un día, Hubertus me anunció que había decidido partir para la isla de Cuba con intención de estudiar su flora. Yo le amaba con todo mi corazón y no soportaba la idea de vivir durante años sin verle. Por eso decidí acompañarle. —Tomó un ansioso y largo trago de ron—. Hoy se cumplen veintidós años de la muerte de Hubertus.
—Lo lamento mucho, madame Selene —susurró Valentina, muy cohibida. Le perturbaba que la madame le abriera su corazón de ese modo…, y ni siquiera su experiencia como doncella de la aspaventera marquesa de Tormes le servía para saber cómo comportarse.
—La vida nos conduce por derroteros impensados —siguió la dama de nieve, aunque en ese instante sus mejillas lucían sonrosadas por el efecto del alcohol—. Me disponía a adquirir un pasaje para regresar a mi tierra con los restos de mi esposo, pero en el puerto me robaron y acabé atrapada en este lugar. —Esbozó una sonrisa irónica—. Nunca me faltó trabajo. Los caballeros criollos no adoran sólo a las mulatas, también les placen las mujeres de tez blanca y cabello muy rubio. —Apuró su segundo vaso de ron y se lo tendió a Valentina para que le echara más. La joven obedeció con celeridad—. Ha transcurrido más de media vida desde entonces. Hace unos años la vieja madame me vendió el negocio a buen precio a cambio de que la cuidara en su vejez. La atendí hasta que murió, ya muy anciana. Ahora poseo dinero de sobra para regresar a Prusia y vivir como una dama elegante durante el resto de mis días. Tal vez hasta podría luchar por recuperar mis posesiones…, pero no deseo abandonar Cuba. Hubertus está enterrado en el cementerio de La Habana, y además… la luz de esta isla te roba el corazón.
Valentina sintió un vuelco en el estómago. Ella no disponía de un lugar donde visitar a su marido, su tumba era el fondo del mar y su sudario una mugrienta tela de arpillera. No poseía motivos para dejarse atrapar en el burdel de madame Selene ni en esa horrible isla hasta que fuera demasiado vieja para regresar a España. Se mordió el labio inferior y luchó por reprimir las lágrimas que ya pugnaban por asomar a sus ojos. La voz de madame Selene irrumpió en su desazón.
—El día que Danae y Circe te trajeron, me inspiraste compasión porque me hiciste recordar mi propia desgracia, aunque debes agradecer al pequeño Zeus que finalmente me decidiera a ofrecerte cobijo en esta casa y a enseñarte todo lo que sé. Él te ha tomado afecto y confieso que yo también. No me defraudes esta noche.
La gratitud ablandó las entrañas de Valentina y ya no pudo reprimir el llanto. Después de todo, esa mujer pálida y altiva parecía albergar un corazón bondadoso.
—No lo haré, madame Selene —sollozó.
—¡Y no quiero ver ni una lágrima! —la reprendió la dama en un sorprendente tono maternal—. ¿Cómo voy a ofrecerte con ojos de plañidera a uno de los plantadores más ricos de la isla?