Los siguientes días transcurrieron con calma para Valentina. Por primera vez desde que abandonó Madrid con Gervasio disponía de un cómodo lecho con sábanas limpias y perfumadas donde descansar y comida en abundancia para saciar el hambre, aunque su estómago contraído apenas le permitía hacer aprecio a los sabrosos guisos que las esclavas de L’Olympe servían a las pupilas. Le roían el corazón la dolorosa ausencia de Gervasio y la añoranza de Tomás Mendoza, un sentimiento que le causaba zozobra y culpabilidad. ¿Cómo podía permitir una mujer decente que entre el recuerdo de su difunto esposo se filtrara la imagen de otro hombre? Entonces se acordaba de que se hallaba en un lupanar donde una dama pálida, que se hacía llamar como la diosa griega de la luna, la estaba iniciando en las artes de dar placer a los hombres. Cuando madame Selene diera por concluido su aprendizaje y la obligara a yacer con el primer cliente, nunca más podría jactarse de ser una mujer decente.
Durante el primer almuerzo a la fresca del patio interior, donde las esclavas montaban un tablero rectangular apoyado sobre dos caballetes que era retirado poco antes de la hora de recibir a los caballeros, Valentina conoció a las otras pupilas que vivían y trabajaban en L’Olympe bajo la inflexible tutela de madame Selene. Las dos jóvenes que la habían subido a su quitrín cuando se desmayó en la calle recibieron con regocijo la noticia de que se quedaría en la mansión y anticiparon gozosas lo bellas que lucirían cuando les hiciera peinados a la última moda europea. Madame Selene las mandó callar con severidad. Calipso no estaba allí para perder el tiempo en fruslerías, las regañó, sino para hacer gozar a los señores ricos que acudían al establecimiento, propósito que no debía olvidar ninguna de ellas, ya que eso era lo que les proporcionaba el pan que se llevaban a la boca y un techo sobre la cabeza. Las muchachas bajaron la mirada y no volvieron a hablar durante toda la comida.
Pronto supo Valentina que la chica con rasgos de mulata que la había abanicado en el quitrín atendía por el nombre de Danae y poseía un carácter bondadoso rayano en la candidez. La que le había enjugado el sudor con un pañuelo era la rubia y vivaracha Circe. Las dos mantenían una estrecha amistad, siempre iban juntas a todas partes y acogieron a Valentina con ilusión. Sin embargo, las otras jóvenes no la aceptaron de tan buen talante: vieron en ella una peligrosa rival cuya hermosura podría arrebatarles el fervor de los caballeros. Las que habían aparecido en negligé cuando Danae y Circe trajeron a Valentina fueron quienes mayor hostilidad le mostraron. La de piel más oscura era Briseis. Poseía unos hermosos ojos de iris verde que contrastaban con su cutis cobrizo y su larga melena negra; su fisonomía revelaba que por sus venas corría abundante sangre africana. Valentina averiguó pronto que Briseis era la pupila más solicitada por los caballeros que acudían al burdel. Su amiga Eurídice era algo más clara de tez y no pasaba de ser simplemente agraciada, pero suplía lo que le había negado la naturaleza con mucha malicia y gran destreza en las artes amatorias. Las dos muchachas restantes, Iris y Nausicaa, eran tan blancas como las europeas y tenían un carácter más apacible, aunque sus miradas oblicuas no dejaron lugar a dudas sobre lo que opinaban de la intrusión de Valentina. Quien mayor devoción profesó a la recién llegada fue Zeus, que a partir del primer almuerzo tomó el hábito de enroscarse junto a los pies de Valentina cada vez que las pupilas se sentaban alrededor de la mesa para comer.
La servidumbre la componían seis esclavas jóvenes de color muy oscuro y pelo ensortijado, el apuesto calesero Jacinto y la negra Candela, una mujer oronda y entrada en años que guisaba los platos criollos tan apreciados por las muchachas, preparaba ungüentos de belleza y bebedizos capaces de curar cualquier indisposición y sabía adivinar el futuro recurriendo a la tirada del coco y la de los caracoles. A las chicas les gustaba acudir a la negra Candela para que les anticipara cómo sería su porvenir, aunque ella, muy consciente del poder que le confería ser santera, sólo accedía a complacerlas cuando le venía en gana. Aparte de los esclavos, en la casa de lenocinio trabajaban todas las noches el pianista Cándido, un anciano mulato libre cuyas magras carnes le daban aire de pollo desplumado, y un negro liberto, tan alto como una palma real y dotado de fuertes músculos, que atendía por Gabriel y era el encargado de vigilar que ningún caballero se propasara con las chicas bajo el malsano influjo del ron.
La mañana siguiente a la llegada de Valentina a L’Olympe, madame Selene la mandó llamar a su gabinete para iniciar lo que ella llamó su «educación mundana». Primero le enseñó a elegir y preparar un buen habano. Esa cortesía era muy del agrado de los señores, pero sólo se obsequiaba así a los clientes realmente importantes. Otro agasajo consistía en encender el cigarro escogido antes de ofrecérselo al caballero, un arte difícil que cualquier cortesana que se preciara debía dominar: contemplar ese ritual incrementaba el deseo en algunos hombres, de modo que cuando se los conducía hasta el lecho ya se hallaban preparados para gozar de las delicias de la carne. Madame Selene le explicó también cómo fingir que bebía ron o champán cuando en realidad sólo se mojaba los labios con prudencia. Una cortesana selecta jamás debía caer en el error de embriagarse ante su cliente, pues a ningún caballero con fortuna le complacía pagar un dineral por yacer con una borracha. Por las mismas, tampoco le convenía descuidar la limpieza de su cuerpo, ya que la pulcritud hacía más deseable a una mujer y contribuía a prevenir las purgaciones, el enemigo más encarnizado de las mujeres que vendían su carne.
La madame le reveló cómo leer en el porte y en la mirada de los caballeros cuáles se comportarían en el lecho como mansos corderitos y cuáles se trocarían en sementales nada más percibir el aroma de una mujer. Cierto que al principio no siempre se acertaba, quiso matizar aquí la dama, los hombres no podían ser clasificados cual mariposas, pero con el tiempo su propio instinto le dictaría cómo actuar. Sólo debía mantener los sentidos muy despiertos y hacer caso a los pálpitos, porque ésos nunca fallaban. Y ante todo tenía que cuidarse mucho de no entregar su corazón a ninguno de los caballeros que gozarían de su cuerpo, pues enamorarse de un cliente la arrojaría de cabeza al abismo.
Antes de concluir la primera clase, madame Selene quiso prevenir a Valentina contra los hombres que descargaban su ira sobre las cortesanas. Nunca debía cerrar la alcoba con llave, y si algún caballero perdía los nervios y comenzaba a golpearla, debía tocar la campana que colgaba de un cordón sobre el lecho para avisar a Gabriel. Él se encargaría de echar con discreción a cualquier indeseable. Llegada a ese punto, madame Selene bajó la voz y confesó en un susurro que, a quien hacía daño a sus muchachas, el negro Gabriel le presentaba sus respetos por sorpresa en el lugar más insospechado para enseñarle cómo había que tratar a las damas. Al lupanar de madame Selene se acudía en busca de placeres voluptuosos, no a lastimar a las pupilas.
Esa noche Valentina se echó a dormir sintiéndose muy confusa. ¿Cómo iba a recordar todo lo que le había enseñado madame Selene cuando se viera expuesta a la lujuriosa mirada de un desconocido? ¿Sería capaz de hacer con un hombre extraño lo que regaló a Gervasio muerta de vergüenza después de convertirse en su esposa? Quiso evocar la imagen del apuesto Gervasio que la enamoró en la cocina de los marqueses, pero él no acudió a reconfortarla. En su lugar aparecieron las lágrimas para recordarle que se hallaba en un burdel aprendiendo el arte de dar placer a los hombres y pronto sería una mujerzuela sin redención posible.
¿Y si escapaba de ese lugar en cuanto despuntaran los primeros rayos del sol? La dama de nieve no la vigilaba y las otras pupilas no la añorarían en absoluto. Tal vez sentirían un poco su partida Danae y Circe, que habían sido amables con ella desde el primer día, pero las demás se alegrarían de perder de vista a una molesta rival. Sí, se repitió Valentina, al punto de la mañana se escabulliría de L’Olympe y buscaría la casa de huéspedes de la Juana para recuperar las humildes ropas de Gervasio, lo único que quedaba de él sobre la tierra.
De repente cayó sobre sus pies un bulto tibio y peludo. Llegó a sus oídos un tenue ronroneo y vio dos ojos amarillos que brillaban como antorchas a la luz de la luna que se colaba por la ventana.
—Zeus —susurró Valentina; se incorporó y estiró los brazos para envolver entre ellos al gato blanco de la dueña—. ¿Cómo has podido apartar la mosquitera?
El felino respondió con un meloso maullido.
—Madame Selene te regañará…
Zeus maulló de nuevo. Con el rostro anegado en lágrimas, Valentina se abrazó al único ser que podía regalarle cariño esa noche. Zeus respondió a su estrujón lamiéndole las manos con su lengua rasposa. Valentina tomó aire, se limpió los ojos y decidió que permanecería en L’Olympe. Fuera de allí no le quedaba nada. Su marido ya no existía y Tomás Mendoza se hallaba muy lejos por culpa de su estúpido orgullo. Se arrepintió una vez más de no haber aceptado convertirse en su esposa. Al fin y al cabo, la mayoría de los matrimonios se concertaban por conveniencia, incluso entre sirvientes. Cierto que ella se casó con Gervasio por amor, pero eso sólo les ocurría a muy pocas personas, y ahora que era viuda debería haber sido más lista y menos orgullosa. Había sido una estúpida rechazando la vida honrada que le había ofrecido Tomás.
Al pensar en el hombre que tanto se había preocupado por ella, la acometió de nuevo un llanto compulsivo del que volvió a sacarla Zeus con sus ásperos lametazos. Tragó saliva y lágrimas, se encogió de hombros y acarició al gato en la oscuridad. De todos modos, se resignó, ya era demasiado tarde para recapacitar. Incluso para arrepentirse. Se hallaba sola en el mundo, y en esa casa le habían asignado una acogedora alcoba equipada con muebles de ricos, no pasaba hambre y madame Selene había encargado para ella ropa vistosa a la modista que cosía para el burdel. Se armaría de valor y, cuando llegara la hora de yacer con los caballeros, imaginaría que lo hacía con Gervasio; así no se sentiría tan sucia. Y en cuanto lograra reunir el dinero suficiente, compraría un pasaje para España y se alejaría para siempre de esa isla del demonio.