17

El gabinete de la dama de nieve era tan sobrio que no parecía hallarse en la misma casa que el abigarrado salón rojo. Ante una de las paredes se erguía, imponente, un escritorio de gran tamaño, sobre el que un tintero de cristal con su pluma y un grueso cuaderno de cuentas daban fe de que su dueña lo empleaba con frecuencia. En otro rincón del gabinete se extendía un diván tapizado en damasco de seda azul, y a su lado había un biombo chino de cuatro hojas, labrado en madera y con aplicaciones de nácar. Madame Selene se dirigió hacia el extremo contrario de la estancia, ocupado por dos sillones Luis XV, revestidos con la misma tela del diván y separados por una mesita redonda sobre la que reposaba un libro encuadernado en cuero y oro. Valentina se preguntó qué habría dicho Gervasio de una mujer que leía en el recogimiento de sus aposentos privados.

Con movimientos tan felinos como su gato, la dama se sentó en una de las butacas y colocó a Zeus sobre su regazo. No invitó a Valentina a tomar asiento. En lugar de eso, la miró con frialdad y le ordenó:

—Quítate esa ropa mugrosa.

Valentina palideció y sacudió la cabeza con firmeza. ¿Qué ocurría en esa maldita isla que todo el mundo parecía haber extraviado el pudor?

—Señora, no puedo…

La dama hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—Cálmate. No gozo contemplando la desnudez de una mujer. Sólo deseo ver cómo está hecho tu cuerpo.

—Pero…

Madame Selene no le permitió continuar.

—Eres libre de salir por esa puerta y seguir vagando por las calles de La Habana hasta que mueras de hambre o te mate la fiebre amarilla. Pero si eres lista, sabrás que te conviene obedecerme —dijo con voz cortante—. Quítate la ropa.

Valentina se desnudó con los dedos entorpecidos por el bochorno. Las manos le temblaban como hojas de chopo agitadas por un vendaval de vergüenza y humillación. Cuando se hubo despojado de la última prenda, colocó un brazo delante de los pechos y bajó con torpeza la otra mano en un intento de cubrir sus partes más vergonzantes, que ni siquiera había permitido contemplar a Gervasio.

—Déjame ver tus senos —ordenó madame Selene sin abandonar su tono autoritario.

Las manos de Valentina descendieron al mismo tiempo que brotaban de sus ojos gruesos lagrimones, aunque esta vez no sollozaba por la ausencia de Gervasio sino de pura rabia y humillación.

—Date la vuelta.

Con el rostro anegado en lágrimas que se escurrían dentro de su boca, Valentina obedeció muy despacio. Deseó que se abriera bajo sus pies el mármol blanco que cubría el suelo de esa habitación y la engullera la tierra para que no tuviera que permanecer más tiempo en ese horrible lugar.

Una tenue sonrisa iluminó de pronto el blanco semblante de la dama.

—Mírame…

Engarzando movimientos desfallecidos, Valentina se dio la vuelta y alzó de nuevo las manos para tapar cuanto pudiera de su ignominiosa desnudez.

—Posees un cuerpo espléndido —murmuró la dama, satisfecha—. Cuando te alimentes como es debido, tu belleza se convertirá en leyenda…

Madame Selene alzó una campanita de plata de la mesa junto al sillón y la hizo sonar con energía. Enseguida abrió la puerta una negra de cabello corto y crespo, vestida con una ancha bata blanca. Era muy joven, alta y huesuda, pero se movía con una gracia imbuida de sensualidad.

—Sí, mi ama…

—Trae ropa limpia y ligera para esta muchacha —ordenó madame Selene.

—Enseguida, ama —respondió la esclava y se alejó presurosa.

Fue entonces cuando Valentina intuyó lo que la ofuscación y el cansancio le habían impedido ver antes. Miró a madame Selene llena de rencor. Ésta sostuvo su mirada con una sonrisa burlona asomando a las comisuras de los labios. Así permanecieron las dos hasta que la esclava regresó y tendió a Valentina un cuerpo de lino, bragas bombachas de algodón y un amplio vestido blanco del mismo tejido. La joven se puso todo sin rechistar. Sólo deseaba cubrirse cuanto antes. Sin embargo, la suavidad de las telas le acarició la piel y un escalofrío de bienestar barrió la rabia que la corroía por dentro.

—Puedes sentarte —dijo madame Selene, algo más amable, y señaló el sillón contiguo.

Al dejarse caer sobre la mullida tapicería, Valentina advirtió lo cansada que estaba.

—¿Todavía no te has dado cuenta de a qué clase de lugar te han traído mis pupilas? —preguntó madame Selene con mucha mordacidad.

Valentina tragó saliva.

—Ahora sí, señora.

La dama sonrió de nuevo. En sus ojos se abrió paso una brizna de humanidad. Ya no parecía tan altiva ni brusca.

—Eres muy guapa —dijo con ese extraño acento modulado en la garganta que Valentina no había oído nunca antes—. Tu cuerpo posee unas proporciones perfectas, tus senos no presentan un solo defecto… Intuyo además que eres lista, por lo que no resultará difícil enseñarte a complacer a los hombres.

Valentina se puso a temblar del susto. ¿Qué clase de vileza le estaba proponiendo esa mujer? Si se dejaba arrastrar hacia semejante indignidad, ni siquiera podría honrar el recuerdo de Gervasio porque no se ría más que una cualquiera…

—Señora —susurró con un hilo de voz—, mándeme fregar este suelo de mármol hincada de rodillas, ordéneme lavar yo sola toda la ropa de la casa o vaciar las bacinillas, pero no me pida…

Madame Selene la hizo callar moviendo una de sus manos; parecían transparentes de tan blancas.

—No es del todo mala la vida que te propongo, niña. Alimento bien a mis pupilas y me preocupo por su salud. Conmigo vestirás con la elegancia de una dama y conservarás las manos suaves como la seda de Lyon. —Madame Selene acarició a Zeus detrás de las orejas y el felino ronroneó de satisfacción—. Éste es el mejor burdel de las Antillas. Aquí vienen caballeros de gran fortuna en busca de lo que les escatiman sus esposas cuando las visitan en sus elegantes alcobas. —En su rostro se perfiló una mueca burlona—. Si bien los criollos sienten adoración por las mieles de las mulatas, una blanca con tu porte puede ganar una verdadera fortuna. Si la administras bien, el día de mañana podrás retirarte a donde nadie te conozca y vivir como una gran señora.

La dama se inclinó hacia delante y depositó el gato en el suelo. Se levantó y caminó hacia el escritorio. Abrió una caja rectangular de madera que había junto al tintero y sacó un cigarro largo de color marrón. Le hizo un cortecito en un extremo con unas pequeñas tijeras de plata, prendió un fósforo de madera y aproximó la punta del cigarro a la llama, manteniendo una ligera distancia entre ambos y girando el puro suavemente para que su encendido fuera uniforme. Concluido el parsimonioso ritual, aspiró el humo con deleite y regresó a su sillón. Valentina la había observado con una mezcla de fascinación y repugnancia.

—En mi tierra también se considera deshonroso que una mujer fume —murmuró madame Selene, y sus ojos sonrieron pícaros—. Algún día apreciarás las virtudes de un buen habano.

Valentina pensó que jamás se dejaría atrapar por ese penoso vicio que convertía a las mujeres, ya fueran blancas, negras o mulatas, en chimeneas humeantes.

Madame Selene aspiró una nueva porción de humo hasta llenarse la boca, lo saboreó con fruición y lo expulsó muy despacio. El gato vigilaba los movimientos de su ama sentado a los pies de Valentina, como si desconfiara del tabaco y deseara mantenerse bien lejos de esa amenaza. De pronto, tomó impulso, saltó al regazo de la joven y se hizo un ovillo sobre el suave algodón blanco. Valentina le acarició la nuca.

—Yo te iniciaré en el arte de conocer a los clientes con sólo mirarlos a los ojos —dijo la madame—. Te enseñaré a anticiparte a sus deseos para que puedas ofrecer a cada uno lo que más placer le proporcione. Haré de ti la pupila más solicitada de L’Olympe, incluso de toda la isla.

Valentina sacudió la cabeza, aunque ya sin energía. Se asustó de muerte cuando oyó en su cabeza una voz que la instaba a aceptar lo que le proponía esa depravada. «¡No lo hagas! —protestó otra vocecita, mucho más débil que la primera—. ¡No caigas en semejante deshonra!»

—¡No puedo entregarme a los hombres! Soy una mujer decente…

—La decencia ni da de comer ni proporciona un techo sobre la cabeza —replicó la dama, impertérrita—. Si te vas de esta casa, tarde o temprano el hambre te empujará a entregarte al primer rufián que te ofrezca un trozo de tasajo rancio. Si trabajas conmigo, conseguirás sacar provecho de tu desgracia.

—¡Pero seré una ramera!

—Una ramera se ofrece a cualquier guajiro sudoroso por una miseria. Tú serás una cortesana. Brindarás tu cuerpo a caballeros inmensamente ricos para que disfruten con él y a cambio les sacarás una fortuna. Nunca les entregarás el corazón ni la dignidad. Pronto te darás cuenta de la diferencia entre una ramera y una cortesana.

Valentina bajó la cabeza. Se contempló las manos que, según le había prometido esa extraña mujer, conservaría suaves como la seda. Pensó en Gervasio, que se consumiría de pena en su eternidad cuando la viera convertida en una vil mujerzuela. Y en Tomás, que le había ofrecido ser su esposa para rescatarla de la miseria. Sintió el cosquilleo de los lagrimones que comenzaban a deslizarse por sus mejillas. Se los arrancó de la piel con las puntas de los dedos. Empezaba a arrepentirse de no haber aceptado la propuesta de matrimonio de Tomás. ¿Qué importaba que se la hubiera hecho movido por la misericordia? Era un hombre apuesto y recto, no le habría resultado nada difícil amarlo. Una oleada de calor se extendió por sus entrañas. Se dio cuenta de que añoraba a Tomás, y eso aceleró los latidos de su corazón. Ojalá le hubiera dado el sí. ¿De qué le servía ahora el orgullo cuando a cada hora que transcurría caía un poquito más bajo? Recordó el desdén en la mirada de las esclavas que la habían echado esa mañana de las suntuosas mansiones donde servían. Y el trato malhumorado y despectivo de la mulata Juana. En el fondo de su corazón sabía que esa pálida dama que hablaba con acento gutural tenía razón: en esa ciudad nadie le iba a dar la oportunidad de trabajar honradamente. Y lo que era mucho peor: sentía que no conservaba fuerzas para luchar por el sueño de Gervasio, devenido en una pesadilla imposible de sobrellevar. Se dijo que si accedía a entregarse a los hombres por dinero, tal vez conseguiría ahorrar lo suficiente para regresar a España y olvidar esa isla situada en los confines del mundo.

Madame Selene había observado atentamente el rostro de Valentina. Era una mujer perspicaz, y enseguida leyó en el lloroso silencio de la joven que había ganado la batalla, además de una pupila que proporcionaría grandes ganancias al negocio.

—¿Cómo te llamas, niña?

—Valentina Fernández.

Madame Selene meneó la cabeza.

—Ningún caballero pagará una fortuna por gozar de una mujer con nombre de sirvienta. A partir de ahora, serás Calipso.

—Suena extraño, señora —osó decir Valentina.

—Calipso fue una ninfa muy bella que se enamoró de Ulises. Logró retenerlo en su isla durante muchos años, pero él añoraba su patria y a su familia, por lo que al final la ninfa tuvo que dejarle partir.

Valentina miró a madame Selene con extrañeza. ¿De qué gente tan rara le estaba hablando? ¿Y qué era una ninfa? Aventuró para sus adentros que si esa ninfa vivía en una isla bien podría haber sido una mulata como las que había conocido desde que llegó a La Habana. Advirtió que la sonrisa de madame Selene estaba henchida de benevolencia.

—Calipso y Ulises forman parte de una hermosa historia que escribió un poeta llamado Homero en la Grecia de la antigüedad —le explicó la dama—. Los griegos adoraban a dioses paganos que se inmiscuían en los asuntos de los mortales y a veces llegaban a enamorarse de ellos. Se han escrito bellos relatos sobre las peleas y los amoríos entre dioses y mortales. Historias que hacen más bella la realidad. Y en esta casa necesitamos mucha belleza para salir adelante. Por eso todas mis pupilas atienden por nombres inspirados en esos mitos. Desde este instante Valentina ha dejado de existir. Mientras permanezcas aquí, serás Calipso.

—Sí, señora.

—Debes llamarme madame Selene —la corrigió la dama, y añadió al instante—: ¿Sabes quién fue Selene?

Valentina negó con la cabeza. El porte distinguido de esa extraña dama y la impenetrable calma con la que sabía hacerse respetar la fascinaban.

—En la mitología griega era la diosa de la luna, hermana de Helios, el dios del sol… ¿Sabes leer?

—Sí, madame Selene. La marquesa a la que serví también me enseñó a escribir. Lo hago muy bien.

La dama sonrió complacida. Casi ninguna de sus pupilas era capaz de leer más de dos renglones seguidos, y menos aún de sujetar una pluma. Si esa joven poseía un poco de instrucción, podría sacarle aún más beneficios.

—Tengo un maravilloso libro que recoge esas historias. Me ha acompañado durante muchos años… algún día te permitiré que lo leas. —Se puso en pie, cogió al felino del regazo de Valentina y le indicó con un gesto que se levantara—. Mandaré que te preparen una alcoba. Allí dormirás a partir de ahora y allí será donde complacerás a los caballeros. Ahora quiero que almuerces bien y descanses después de comer. Tienes que redondearte un poco. Estás demasiado flaca.

—Sí, madame Selene.

La dama se dirigió hacia la puerta meciendo a Zeus como si fuera un bebé. Antes de franquearla, se volvió hacia Valentina.

—Quiero que sepas… —la miró con un apunte de sonrisa en los ojos— que no te admitiría en esta casa si no hubiera visto lo mucho que agradas a Zeus. Mi pequeño es un gran conocedor de la naturaleza humana. —Como si corroborara sus palabras, el felino emitió un suave maullido. Madame Selene añadió—: Mañana empezaré a enseñarte todo lo que debes conocer para embrujar a los hombres. Si aprovechas bien mis lecciones, las dos ganaremos una fortuna.