Lo primero que vio Valentina al abrir los ojos fue la grupa de un caballo negro que trotaba con indolencia delante de ella. Después reparó en la recia espalda del hombre que montaba el equino y se fijó en la magnífica hechura de su librea adornada con ribetes de oro. Sobrecogida, se dio cuenta de que se hallaba en el asiento de uno de esos carruajes conducidos por negros ataviados con sombrero de copa, botas de caña alta y pendientes de aro en las orejas. Y no sólo eso. La flanqueaban las dos llamativas damas a las que había espiado desde la acera antes de que la noche se expandiera ante sus ojos. Una de ellas le daba aire agitando su abanico de encaje blanco, tan delicado y bien labrado que habría provocado la envidia malsana de la mismísima marquesa de Tormes, poseedora de los ejemplares más espléndidos y caros de todo Madrid. La otra le enjugaba el sudor de la frente con un pañuelo bordado que despedía un tenue aroma a jazmín.
—No te muevas, niña —le susurró con dulzura—. Estamos a puntito de llegá’ a L’Olympe. La negra Candela te va a dar un remedio que te pondrá buena.
Valentina sólo atinó a pensar que ahora sí había muerto y esas extrañas damas la estaban conduciendo al purgatorio, donde demonios negros de torso sudoroso, apenas vestidos con pantalones blancos que mostraban sus recias pantorrillas, la harían purgar hasta el más nimio de sus pecados antes de permitirle reunirse con Gervasio.
—Te has desmayao en medio de la calle, niña —terció la dama del abanico.
Valentina levantó un poquito la cabeza y observó con el rabillo del ojo a la señora que la abanicaba. Parecía muy joven, y de cerca su piel no lucía tan blanca como le había parecido desde la acera. No tuvo duda de que se trataba de otra mulata, aunque de tez varios tonos más clara que la de la Juana. Al pensar en la caótica casa de huéspedes llena de pájaros a la que debía regresar y no sabía cómo, sintió un miedo negro. Ni siquiera conocía el nombre de la calle donde se hallaba esa casucha. ¿Cómo iba a recuperar los escasos recuerdos que conservaba de Gervasio en la vieja maleta? Sin una tumba que visitar ni un mísero objeto que le recordara a su marido, ahora sí que lo había perdido todo. Hundió la cabeza entre los hombros y se echó a llorar con desesperación.
—Calma, mija, que ya llegamos —murmuró consternada la dama del pañuelo al tiempo que le apartaba con delicadeza un mechón húmedo del rostro.
—Mira, niña —intervino la del abanico—, ahí está L’Olympe.
Valentina hizo de nuevo acopio de fuerzas para incorporarse. Entre las brumas del llanto divisó una elegante mansión de fachada rosada, con una generosa balconada que recorría el primer piso y esbeltas columnas de mármol sosteniendo el soportal donde estaba la entrada. Un súbito espanto le hizo sopesar la conveniencia de escapar. A saber adónde la llevaban esas mujeres. Tal vez aún estaba a tiempo de saltar del quitrín, arremangarse bien las faldas por delante y alejarse corriendo. Se limpió los ojos para calibrar a sus raptoras. Observó con atención primero a una, después a la otra. Las dos llevaban vaporosos vestidos de muselina blanca. El de la dama del abanico lucía un estampado de minúsculas florecitas de color rosa, mientras que el de su amiga era liso y como adorno exclusivo presentaba un volante que orlaba el generoso escote. Ambas prendas tenían en común la descocada hechura que encauzaba la vista del prójimo hacia el profundo canal entre los senos. También en los peinados coincidían los gustos de las damas. Llevaban los cabellos, de suave brillo azabache, peinados con raya al medio y recogidos atrás en un rodete adornado con voluptuosas flores naturales como único tocado. Los rostros de ambas eran hermosos como los de los ángeles. Eso mitigó un poco el miedo de Valentina. Se dijo que esas jóvenes tan bellas no podían ser malvadas. Desechó la idea de huir y se resignó a lo que le deparara el destino. Fuera lo que fuese, no sería peor que lo que vivió en el Gran Antilla. Se relajó de nuevo en el asiento y se abandonó al cansancio, que poco a poco le fue cerrando los párpados.
Cuando volvió a abrir los ojos, el quitrín se hallaba parado en el interior de un lujoso zaguán. Alguien había recogido el fuelle y eso le permitió vislumbrar que el techo era de artesonado de madera, como el de la suntuosa casona de donde la habían echado esa misma mañana. El calesero había desmontado y se hallaba parado junto al carruaje para ayudar a las damas a descender. La que había manejado el abanico se lanzó cual una niña traviesa a los brazos del negro, que la alzó como si pesara menos que una pluma y la depositó con cuidado en el suelo. La dama emitió una risita de regocijo, que sonó como si alguien golpeara con las uñas una copa de fino cristal. Espoleada por la curiosidad, Valentina observó al calesero. Pese a ser tan oscuro de piel, le pareció muy buen mozo, con facciones tan delicadas como las de un blanco. El semblante de Valentina se tiñó del color de las rosas que le gustaba lucir en el tocador a la marquesa de Tormes. Para sofocar su vergüenza se fijó en la segunda dama, que en ese instante era bajada del quitrín por los fuertes brazos del calesero. Y de pronto le tocó descender a Valentina. Quiso esquivar al hombretón negro, pero él se adelantó sonriente y la tomó en brazos. Las damas emitieron risillas de tórtola al advertir el intenso rubor de Valentina. Al parecer, las dos estaban muy habituadas a abandonar el carruaje de ese modo tan inmoral.
—Ay, Jacinto, ¿qué haríamos sin ti? —exclamó la que había enjugado el sudor de Valentina con su pañuelo.
Como respuesta, el negro Jacinto esbozó una sonrisa de dientes blancos como leche recién ordeñada y dedicó a la joven una juguetona reverencia.
Valentina miró a su alrededor con cautela. Las paredes del vestíbulo se veían tan pulcras que parecían recién pintadas. Las adornaban dos cenefas de volutas doradas: una a escasa distancia del techo y otra a la altura del hombro de Valentina. El suelo se componía de losas de mármol granate, tan bien lustradas que brillaban más que el sol. Y entonces reparó en la gran escultura de mármol blanco que se erguía junto a la puerta doble de madera, al otro extremo del zaguán. Representaba a tres mujeres con el cabello recogido en la parte posterior de la cabeza y una plétora de bucles cayéndoles hacia el rostro. Se abrazaban unas a otras haciendo gala de la amorosa indolencia de quien no se ve obligado a trabajar de sol a sol. La del centro estaba de espaldas, mientras que las otras dos exhibían sus pequeños senos, redondeados como manzanitas y… completamente desnudos. Muerta de vergüenza, Valentina bajó la mirada y meneó la cabeza llena de incredulidad. ¿Cómo podía una familia decente exhibir en su casa tamaña impudicia?
Las damas del carruaje la tomaron cada una de un brazo y tiraron de ella en dirección hacia la puerta doble, abierta de par en par. Valentina procuró no mirar a las descocadas figuras de piedra, esculpidas con tal perfección que parecían mujeres de carne y hueso. Las tres atravesaron un patio interior de generosas dimensiones, convertido en un opulento jardín por la fuente del centro y la profusión de plantas y palmeras que crecían en grandes maceteros, colocados junto a las esbeltas columnas que sostenían la galería del primer piso. Las damas franquearon una puerta abierta a un extremo del patio e introdujeron a su presa en un espacioso salón en penumbra. Pese a la escasa luz, Valentina pudo distinguir que estaba decorado enteramente en tonos rojos. Eso reavivó su miedo a haber muerto y hallarse en la antesala del infierno. Se tranquilizó un poco cuando vio, alineados ante las paredes granate, dos sofás Chester de tres cuerpos con tapizado capitoné de terciopelo cuyo color era igual que el del vino tinto que había visto servir cuando los marqueses de Tormes ofrecían sus cenas de gala. Los acompañaban varios sillones Luis XV, y en el centro de la estancia se erguía un gran sofá con asiento redondo, revestido también de capitoné, tan rojo como los sillones. Sobre las mesitas de madera diseminadas por el salón había ceniceros de porcelana fina que parecían aguardar a un regimiento de caballeros. Desde las paredes, altos espejos de marco dorado devolvían multiplicada la imagen desgreñada de Valentina. Pero eso no era lo peor. Dondequiera que posaba la vista, descubría impúdicas esculturas de mujeres desnudas que se ondulaban en poses que sólo podían calificarse de provocativas. Al fondo había una puerta, cubierta a medias por un cortinaje de terciopelo rojo, y varios ventanales cuyas refulgentes cortinas de raso se mecían empujadas por una suave brisa que atravesaba la estancia como si le diera miedo detenerse. En un rincón Valentina descubrió lo único que podía considerarse medio decente en ese lugar: un gran piano de cola como el que poseían los marqueses de Tormes y que jamás oyó tocar a nadie.
Irrumpieron desde el patio dos muchachas de larga melena que les caía sobre los hombros desnudos, apenas vestidas con vaporosas prendas de seda carmesí. A Valentina le horrorizó que a media mañana anduvieran por ahí en negligés como los que llevaba su ama cuando se sentaba por la noche ante el tocador para que ella le cepillara el cabello crespo. Aunque éstos se le antojaban mucho más impúdicos, pues permitían vislumbrar grandes extensiones de piel y los corsés rojos que llevaban debajo.
Las jóvenes no disimularon su aprensión cuando pasaron revista a la ropa raída de Valentina, a su pelo enmarañado y pegajoso en las sienes y a la espectral palidez de su rostro. Una de ellas, de tez casi tan oscura como la Juana, frunció la nariz. Ya habían vuelto a recoger esas dos necias a una mendiga infestada de piojos, pensó, desdeñosa.
—Debéis llevarla ante madame Selene —advirtió con un acento tan dulce que parecía estar tarareando—. Sabéis que os castigará por haber traído a una pordiosera a L’Olympe sin su permiso.
—¡No es una pordiosera! —protestó la del abanico de encaje—. Se desvaneció en la calle y la hemos traído para que la atienda la negra Candela.
—Madame Selene os regañará —insistió la otra con un atisbo de crueldad en la mirada y meneando la cabeza.
—¡No lo hará! Sólo hemos actuado como buenas cristianas —se defendió con repentina irritación la del pañuelo perfumado.
—Nosotras no estamos aquí para ser buenas cristianas —replicó burlona la mulata del negligé carmesí.
—¿Qué significa este alboroto?
Quien había hecho la pregunta, con voz cortante y un acento gutural bien diferente al de las jóvenes, era una dama madura de cabello muy rubio, peinado en un sencillo recogido, y de piel tan blanca que parecía una estatua moldeada con nieve. Su elevada estatura y su porte distinguido infundieron a Valentina un gran respeto. La recién llegada la escrutó de arriba abajo, como poco antes habían hecho las jóvenes de los negligés, y balanceó su bien peinada cabeza. Valentina no supo discernir si en ese gesto había desaprobación o no.
—Se desmayó en la calle Obispo, madame Selene —explicó con timidez una de las muchachas que habían socorrido a Valentina—. Volvíamos de ver las nuevas telas en…
—No podéis traer a esta casa a cada mendiga que se sienta indispuesta —la interrumpió la dama—. Os lo tengo dicho.
Valentina sintió despertar su orgullo, que comenzó a hervirle a borbotones dentro de las vísceras.
—¡Yo no he pedido limosna jamás, señora! —exclamó, haciendo acopio de su última reserva de valor—. Yo… —Sus ojos se cruzaron con los de la dama pálida, que eran azules y casi parecían transparentes de tan claros. El arrojo se esfumó tan rápido como había surgido. Bajó la mirada y tartamudeó—: Mi marido murió de calenturas en el navío que nos trajo de España y yo… yo sólo busco trabajo para salir adelante.
Una chispa de interés destelló en los ojos de madame Selene.
—¿Qué sabes hacer, niña?
—En mi tierra fui doncella de la marquesa de Tormes —se apresuró a responder Valentina con un atisbo de esperanza. Recitó de carrerilla—: Sé cómo tratar a una dama noble. Sé cómo ayudarla a vestirse y sé cumplir sus órdenes sin dilación. Además, soy muy hábil haciendo hermosos peinados a la última moda en Europa…
Su afirmación provocó murmullos de regocijo entre las jóvenes. Madame Selene las hizo callar con un seco movimiento de mano.
—Eso aquí no te va a ser de mucha utilidad —respondió en tono cortante—. Ninguna dama noble te pagará por ser su doncella. Para eso tienen a sus esclavas.
—También puedo fregar suelos y… lustrar la plata y… lavar la ropa… y… —Valentina sintió cómo la oruga de la desesperación reptaba desde sus entrañas hasta la garganta— y… ¡estoy habituada a trabajar, señora!
Madame Selene le cogió las manos y estudió sus palmas con atención; luego volvió a soltarlas.
—Demasiado finas. Tú no has fregado suelos en tu vida.
Abatida, Valentina bajó la mirada. Las primeras lágrimas le emborronaron la visión de sus viejas alpargatas, que asomaban por debajo de la falda como crueles recordatorios de su ingrata situación. Se limpió los lagrimones que se deslizaban mejillas abajo y procuró poner la espalda recta. No pensaba conceder a esas damiselas la oportunidad de disfrutar contemplando la desesperación que le provocaba estar en la miseria. De pronto sintió que algo le rozaba los pies e intentaba escurrirse bajo sus enaguas. ¿Acaso había ratas en ese lugar? Retrocedió de un salto y miró hacia abajo. Un enorme gato blanco se restregaba contra sus piernas y la observaba con sus brillantes ojos amarillos. Sin darse cuenta ofrendó una diminuta sonrisa al felino, cuyo calor le infundió un inesperado valor.
—No, señora —respondió, procurando dar firmeza a la voz—. Atender a mi ama me llevaba todo el día. Pero ¡puedo hacer cualquier cosa que me mande! —Se esforzó por mirar a los ojos de la dama y añadió en un susurro—: Necesito trabajar…
Madame Selene no contestó al instante. Se inclinó con movimientos ágiles y levantó al gato del suelo.
—No seas fastidioso, Zeus —regañó al animal.
Tras incorporarse sosteniendo al felino, que se arrebujó entre sus brazos con visible placer, salvó la escasa distancia que la separaba de Valentina, colocó la mano libre bajo su barbilla y le alzó el rostro. Estudió su perfil durante un tiempo que a la joven le pareció interminable. Después, tocó su cabello y frotó un mechón entre el pulgar y el índice, como si examinara la calidad de una tela. Le hizo abrir la boca y, mientras Valentina se consumía de vergüenza, le inspeccionó la dentadura con la misma atención que habría puesto un médico. Tras haberla contemplado un rato en pensativo silencio, esbozó media sonrisa y miró a las muchachas, que no habían osado articular palabra durante la exhaustiva exploración.
—Voy a hablar con esta joven en mi gabinete —dijo—. ¡Que nadie nos moleste!
Las chicas asintieron con reverencial respeto.
—Ahora, dejad de perder el tiempo y preparaos para el almuerzo —añadió madame Selene; luego se dirigió a las que iban en negligé—: Y vosotras sabéis de sobra que no me gusta veros en bata a estas horas. —La dama miró una a una a todas las muchachas—. Os advierto que hoy tenéis que descansar muy bien después de almorzar. Os necesito bien frescas esta noche. Acaban de avisarme de que un grupo de plantadores de Matanzas vendrá a gastarse los pesos que han cobrado por el azúcar. Ya sabéis lo que eso significa…
—Sí, madame Selene —respondieron las jóvenes al unísono y se retiraron, calladas como ratones, por la puerta doble.
La dama de nieve posó una mirada fría en Valentina.
—Tú, sígueme.