Un estruendo que sonó como un cañonazo arrancó a Valentina de su intranquilo sueño. Asustada, se incorporó en la cama entre un fuerte chirriar de muelles y apoyó la espalda contra los barrotes del cabezal. Advirtió que, por primera vez desde que Gervasio cayó enfermo durante la travesía, despertaba con la sensación de haber descansado profundamente. Estiró una mano y apartó la mosquitera con movimientos pausados. Había amanecido y del exterior llegaba el trino alborotado de los pájaros. Dejó vagar la mirada somnolienta, con los ojos todavía hinchados del llanto de la noche, por esa alcoba donde, aparte de la cama gimiente, sólo había una vetusta mesilla de noche, un palanganero en la pared de enfrente y un armario ropero tan estrecho que parecía que lo hubieran colocado de lado. Descorazonada, pensó que ni siquiera su cuartito de criada en el palacio de los marqueses de Tormes era tan parco en muebles.
Bajó los pies al suelo y salió de la cama. Caminó hacia la ventana, que era de muy poca anchura pero llegaba desde el techo hasta el suelo. Al retirar con cuidado la vieja cortina, se dio cuenta de que no había cristales, sólo barrotes de hierro oxidados que necesitaban una buena mano de pintura. Se asomó cautelosa. La ventana daba al patio de los pájaros bulliciosos. De ahí que se oyera con tanta nitidez el entusiasta trinar de los plumíferos. Distinguió voces masculinas y se apartó deprisa. Por nada en el mundo deseaba que los otros huéspedes la vieran ataviada con la indecente bata que le había dado María Regla. De pronto su mirada se posó en la gastada maleta que Gervasio y ella habían arrastrado por polvorientas llanuras y montañas feroces en busca del mar que acabó devorando a su marido. Estaba en el suelo, arrinconada entre ese armario estrecho y la pared más próxima, llena de desconchones y pequeños agujeros que semejaban mordiscos de roedor. La imagen de Gervasio surgió del recuerdo, pero era el hombre consumido por la fiebre que murió entre sus brazos. Valentina sacudió la cabeza. No quería recordar a ese Gervasio, sino al apuesto cochero que una noche la besó en la cuadra de los marqueses con el beneplácito de los caballos somnolientos. Abrió la valija. Lo primero que salió a su encuentro fue el libro que le había regalado Tomás en el navío. Viaje a La Habana, leyó una vez más. Al pensar en Tomás, la asaltó de nuevo una inexplicable y deshonesta añoranza. Meneó la cabeza para ahuyentar su imagen y dejó a un lado el libro. ¿Qué iba a hacer en su situación con las memorias del viaje realizado veinte años atrás por una dama de la nobleza que sin duda no habría sufrido los apuros pecuniarios que la amenazaban a ella?
No necesitó revolver mucho para hallar lo que buscaba. Pronto sacó de la maleta la camisa que su marido quiso preservar para el día en que desembarcaran en Cuba. Al sentir entre sus dedos el grueso paño, se le ocurrió que Gervasio habría pasado mucho calor con esa prenda. La acercó a su rostro, hundió la nariz entre la tela e inspiró en busca de la esencia que debía devolverle la imagen del Gervasio sano, aunque sólo fuera por un instante fugaz. Pero el joven añorado no escuchó sus plegarias. Valentina se dejó caer de rodillas en el suelo y, con la cara enterrada entre la ropa de un hombre a quien el cicatero destino ni siquiera había concedido una tumba que recordara su paso por la tierra, rompió a sollozar.
Cuando se le consumieron las lágrimas, se puso en pie muy despacio y se dirigió con paso tambaleante hacia el palanganero de madera renegrida. Comprobó que la jarra de porcelana contenía agua y vertió un poco dentro del aguamanil desportillado. Se aseó cuidadosamente y regresó a donde estaba la maleta abierta. Sacó un cepillo que guardaba allí, se peinó con la raya en medio y recogió su magnífica cabellera, todavía suave y brillante por los ungüentos que le había puesto María Regla, en un sobrio moño a la altura de la nuca. Si pretendía encontrar un trabajo de sirvienta, debía presentarse tan limpia como mientras trabajaba para los marqueses de Tormes.
Se vistió con las prendas que había lavado María Regla y salió al pasillo. Caminó hacia el patio con la esperanza de que los demás huéspedes ya se hubieran ido, en especial ese joven español de ojos pálidos que no paraba de hablar y le causaba desazón. De repente, alguien la tomó de un brazo. Valentina dio un brinco del susto y se giró. María Regla la miraba con una sonrisa de inesperado tinte maternal que le confería aire de lechuza vieja. La condujo hacia la mesa y la hizo sentarse. Valentina vio que sobre el tablero había varias tazas descascarilladas, que en otro tiempo debieron de formar parte de una vajilla elegante. Contenían restos de un líquido parecido al café que desayunaba la servidumbre en la cocina de los marqueses de Tormes.
—Los otros huéspedes ya se han marchado —comentó la negra—. Se levantan a las seis, con el cañonazo del Morro, que avisa que han abierto las puertas de la muralla…
Valentina recordó el estruendo que la había arrancado del sueño. De modo que La Habana se despertaba todas las mañanas con un disparo de cañón…
—Antes que tú te seques del todo —prosiguió María Regla, a la que su ama había puesto al corriente de la desgracia acaecida a la joven blanca—, e’ta negra te va a traer un café con leche. Pa matar tu pena tienes que alimentar bien el cuerpo.
Regresó al poco rato con un gran tazón y obligó a Valentina a apurarlo delante de ella. La joven tomó de buena gana el sabroso café con leche que llenó de calor su estómago vacío. Al acabar, se sintió algo más enérgica y decidió no demorar su tarea de buscar un trabajo para salir adelante. Se puso en pie y, dejándose llevar por el impulso de confiarse a María Regla, que ya no le parecía tan fiera como el día anterior, le comunicó su propósito.
La negra meneó la cabeza sin disimular la compasión que le inspiraba. De sobra sabía ella que ninguna familia noble pagaría a esa joven ni un mísero peso por trabajar en su mansión cuando los ricos poseían infinidad de esclavos que satisfacían hasta el más nimio de sus caprichos. Pero se mordió la lengua. No sería ella quien desanimara a la muchacha. Ya tendría tiempo de comprobar por sí misma que en Cuba había sólo dos castas: la de los amos y la de los esclavos. Explicó a Valentina por qué calles debía ir para que no se extraviara al regresar y se dispuso a recoger la mesa en silencio.
Lo primero que advirtió Valentina al salir de casa de la Juana fue que el grueso tejido de su ropa española la atrapaba en una prisión de calor y humedad que amenazaba con arrebatarle la escasa fuerza reunida durante la noche. Al poco oyó la sirena de un barco. Dedujo que no podía hallarse muy lejos del puerto, en cuyas inmediaciones le había dicho María Regla que se erigían algunas de las mejores mansiones aristocráticas. Caminó hacia el final de la vía y torció a la izquierda siguiendo las indicaciones de la negra. Procuraba fijarse bien por dónde pasaba para no perderse cuando regresara a la casa de huéspedes. Le llamaron la atención las fachadas de las casas, pintadas de amarillo luminoso, o del azul propio de un cielo sin nubes, o con el verde que había visto adoptar al océano durante el largo viaje desde España. También observó que las calles eran estrechas y con angostas aceras por las que apenas podía caminar una persona. Pero lo que más le extrañó fue ver majestuosas mansiones, con columnas de mármol blanco en el frontal y el ribete de una balconada en el primer piso, junto a casitas modestas de una sola planta cuyas ventanas sin cristales permitían atisbar la humilde vida de sus habitantes. De una de esas moradas salió de pronto un negro tan grande como una montaña. Iba ataviado con un escueto pantalón blanco que no le cubría las pantorrillas y un sombrero de paja; llevaba el torso, imponente y abrillantado por el sudor, desnudo. Oteó a su alrededor con indolencia y caminó cachazudo hacia donde estaba Valentina. Iba descalzo y cargaba un cesto de mimbre tapado con un trapo níveo. Nada más verla, el negro sonrió y gritó a pleno pulmón, con un vozarrón que semejó un trueno: «¡Naranja’ y mamey!». Valentina se sonrojó hasta las raíces del cabello y desvió la mirada. ¿A qué clase de país la había llevado la quimera de Gervasio? ¿Cómo iba a aclimatarse a un lugar habitado por salvajes que salían a la calle igual que su madre los trajo al mundo? Quiso esquivar al negro, pero la acera era demasiado estrecha y quedó aprisionada entre la pared de una casa y el vendedor ambulante, que posó en ella una mirada descarada, sonrió otra vez dejando entrever sus dientes blancos y se tocó con la mano libre el ala del sombrero. Valentina, sacudida por un miedo feroz, apretó el paso para alejarse cuanto antes de ese bárbaro y olvidó fijarse por dónde andaba.
Tras haber recorrido un laberinto de calles estrechas por las que sólo se cruzó con un quitrín y con otro negro que llevaba un cesto y al que logró esquivar, entró en una gran plaza cuadrangular. Aquella amplitud hizo que se sintiera algo mejor y se desprendiera de su pecho parte de la losa que lo aplastaba desde que se cruzó con esos salvajes medio desnudos. A un lado de la plaza se erguían hermosas mansiones sin balcones y al otro vio un palacio con soportales de columnas, tan gruesas como troncos de roble, que sustentaban balconadas protegidas por artísticas barandillas de hierro forjado. Y al frente descubrió una iglesia encajada entre dos torres, una más ancha y la otra más estrecha, que se espigaban como si ansiaran abrazarse a ese cielo inmensamente azul. En el centro de la fachada se hallaba la puerta principal, flanqueada por una más pequeña a cada lado. Adornaba el frontal profusión de columnas, una vidriera en forma de rosetón sobre la puerta principal y varias hornacinas vacías, como si los santos que alguna vez las habitaron hubieran puesto pies en polvorosa. En ese instante arrancaron a repicar las campanas. Dos mujeres mayores, cuya piel era como el café con leche que le había ofrecido María Regla para el desayuno, entraban a misa tocadas con mantillas de encaje negro y abanicándose para combatir el calor. Sin pensárselo dos veces, Valentina atravesó la plaza y se deslizó dentro de la iglesia por la misma puerta que habían franqueado las mulatas.
Valentina nunca había sido devota. Ya desde niña le costaba creer en la bondad de un Dios que permitía a unas personas erigirse por encima de otras sin poseer más mérito que el de haber heredado grandes riquezas y títulos altisonantes. Sin embargo, mientras sirvió en el palacio de los marqueses había cumplido con todos los preceptos religiosos con el fin de no atraer sobre sí la ira de su piadosa ama. Ahora, abandonada por el destino en esa isla del fin del mundo, le sorprendía su repentina necesidad de suplicar ayuda a algún ser superior de naturaleza bondadosa, aunque fuera a ese Dios que siempre se le había antojado arbitrario y cruel. Temerosa como un ratón, se escurrió hasta una de las últimas filas, donde ya se habían congregado algunas feligresas blancas, muy bien vestidas, que escrutaron con desaprobación sus burdas ropas y su cabeza descubierta.
Valentina se sentó y curvó la espalda para sustraerse a esas miradas hirientes. Procurando ignorar a las altivas damas dirigió la vista hacia el altar, tras el cual un orondo sacerdote de tez blanca se preparaba para oficiar misa, y rogó al Señor que acogiera en su seno el alma del desdichado Gervasio. Porque aunque a su marido no le gustaba ir a la iglesia y no había aprendido a rezar, aunque a veces había blasfemado sin mala intención, había sido un hombre recto de corazón generoso que jamás pecó contra los diez mandamientos. En ese instante se formó ante Valentina la imagen de Gervasio tal como era cuando lo vio por primera vez. Los latidos de su corazón se aceleraron tanto que estuvo a punto de desmayarse. Se rodeó el torso con los brazos y respiró hondo para disipar el mareo. Cuando logró recobrar la compostura, se dio cuenta de que las lágrimas se deslizaban como torrentes furiosos por sus mejillas y no poseía ni un mísero pañuelo. Con disimulo, se pasó la mano derecha por los ojos y después por la nariz, y prometió al Señor que, si lograba salir adelante en Cuba, regresaría cada año a esa hermosa iglesia para evocar el rostro perdido de su marido y rezar para que algún día su alma pudiera abandonar el frío y húmedo purgatorio del océano.
Cuando salió del umbrío frescor del templo, una gran debilidad le ablandaba las rodillas, pero le extrañó comprobar que su mente parecía mucho más despejada. El sol de la mañana brillaba en un cielo inmensamente azul. Atravesó de nuevo la plaza, que se había poblado de gente, y enfiló una calle tan estrecha como las anteriores. También allí había aumentado el bullicio. Los carruajes circulaban apresurados y a Valentina se le antojó un milagro que no chocaran en esa vía tan angosta con los que venían de frente. Una negra descalza vestida de blanco, con el cabello oculto bajo un pañuelo enrollado y aros dorados pinzados a las orejas, se contoneaba indolente por la reducida acera. Sobre la cabeza mantenía con gran habilidad un cántaro de barro, y cuando gritó con voz fuerte y profunda «¡Leche! ¡Leche!», el cigarro humeante que llevaba encajado entre sus gruesos labios se movió hacia arriba y hacia abajo. De una mansión cercana con soportal de columnas blancas, salió una joven mulata descalza, ataviada con un vestido similar al de la vendedora ambulante, que portaba una jarra de estaño. La negra bajó el cántaro al suelo y vertió un chorro de leche dentro de la jarra. Luego la mulata se quitó un saquito que llevaba colgado del cuello, sacó una moneda para pagar la mercancía y regresó a la casona con su compra.
Valentina había observado la transacción manteniéndose a una distancia prudente. Cuando vio a la joven franquear la puerta de la casa, supo que ésa era su oportunidad para ofrecerse como sirvienta. Corrió tras la mulata, aunque no fue realmente consciente de su atrevimiento hasta que se vio dentro de un espacioso zaguán con suelo de mármol rojo. Dos quitrines recargados de adornos dorados llenaban parte del espacio. Se le ocurrió mirar hacia arriba y el fastuoso techo de artesonado la hizo sentirse muy pequeña. Le azotó el impulso de dar media vuelta y huir de allí. Tal vez lo habría hecho si la mulata no se hubiera girado al oír sus pasos y no se hubiera detenido a escrutarla con desconfianza y creciente desdén. Valentina se quedó petrificada en medio del lujoso vestíbulo, incapaz de mover ni las pestañas. Pese a su ofuscación, reparó en los luminosos ojos verdes de la chica: lucían como dos piedras preciosas en su rostro de piel cobriza.
—¿Qué tú quieres? —preguntó la muchacha—. Mi ama no da limosna a pordioseras.
Valentina bajó la mirada hasta el bajo raído de su falda y las alpargatas medio rotas. Parecía una pedigüeña que mendigaba por los portales, se dijo mientras la vergüenza le inundaba los ojos de lagrimones. Los limpió apresuradamente, tragó saliva y explicó a su hostigadora que no buscaba limosna sino trabajar de doncella, un oficio que dominaba a la perfección, ya que en su tierra había servido a una marquesa y sabía atender con diligencia los deseos de una dama noble, ayudarle a vestirse y peinarla a la última moda en Europa.
Su discurso no impresionó lo más mínimo a la joven, que estalló en altaneras carcajadas.
—Ay, mija, ¿pa qué va a querer mi ama una doncella de fuera si tiene sus esclavas? Márchate antes que llame al negro José pa que te eche de aquí a varazos.
Pese a su abatimiento, Valentina conservaba suficiente orgullo para no suplicar. Dio media vuelta y huyó de su degradación. Nada más pisar la calle chocó con un hombre de tez oscura tan escueto de ropa como los vendedores ambulantes que había visto antes. El mulato sonrió de oreja a oreja y murmuró algo entre dientes que Valentina no entendió porque huyó de él como si hubiera visto al mismísimo Satanás. ¿Por qué esos negros antillanos no respetaban a una mujer decente que se veía obligada a andar sola por la calle? Entonces se dio cuenta de que no había visto a ninguna dama blanca caminando por las angostas aceras de La Habana.
Recorrió sin rumbo infinidad de callejones, hasta que fue consciente de que se había extraviado y que no iba a saber regresar a la fonda de la Juana. Cuando pasaba por delante de alguna mansión lujosa, cuyas puertas, para su sorpresa, siempre estaban abiertas, se armaba de valor y entraba para ofrecerse como doncella, pero sólo conseguía que alguna esclava de mirada altiva la echara de malos modos. Cada vez sentía más calor; la sed había convertido su lengua en una gavilla de esparto. El cabello que con tanto trabajo había recogido por la mañana le caía a la cara en greñas humedecidas por el sudor. Las enaguas se le enredaban entre las piernas y el grueso paño de su chaquetilla le oprimía el pecho y amenazaba con ahogarla. Las calzadas se habían ido llenando de quitrines que avanzaban como un grotesco desfile de saltamontes. Valentina alzó la vista. Observó con disimulo a la gente que podía permitirse ir sentada en un carruaje. Y al fin averiguó dónde se desplazaban las mujeres blancas de La Habana.
Sentadas bajo el fuelle para protegerse del sol, dos jóvenes damas de llamativa belleza y aire risueño agitaban sus magníficos abanicos de encaje y carey. No iban tocadas con sombrero como las señoras elegantes de Madrid, y sus vaporosos vestidos mostraban sin ningún recato los hombros y un escote tan amplio que traspasaba la frontera del decoro.
Ante los ojos de Valentina se pusieron a bailar un sinfín de estrellitas luminosas que le impidieron seguir observando a las alegres damas del carruaje. Sus rodillas se debilitaron y se doblaron bajo el peso de su cuerpo, consumido por ese calor húmedo que lo impregnaba todo. Lo último que vio fue que una de las jóvenes volvía el rostro hacia ella y la miraba con cierto interés. Después la noche se cernió sobre ella a pleno mediodía.