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Cuando la penumbra comenzó a invadir el patio, María Regla salió del cuartito donde, tras haber preparado la cena que más tarde serviría a los huéspedes, había estado planchando la ropa de Valentina que había lavado esa mañana por orden de su ama. Ahora transportaba esas gruesas prendas dobladas en un hato con la intención de entregárselas a la blanquita que no paraba de llorar. Se detuvo delante de ella y… sufrió un susto tan grande que la ropa se le escurrió de las manos y cayó al suelo. La muchacha se reclinaba contra el respaldo del desvencijado sillón, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y la boca abierta. En la semioscuridad la vio pálida como un espíritu y creyó que había muerto. María Regla sólo tenía dos grandes temores en la vida: las enfermedades contagiosas y los difuntos que se quedaban entre los vivos para hacer daño. Temblando de miedo, únicamente atinó a pensar que ese español con aires de caballero les había metido la muerte en casa. Se puso a discurrir febrilmente el ritual purificador y los rezos de Sarayeye que mejor alejarían el mal de su ama y de ella. Ni siquiera se demoró en recoger la ropa del suelo. Se apresuró al otro extremo del patio, apartó la cortina y recorrió el pasillo de paredes desconchadas hacia las dependencias donde la Juana hacía las cuentas diarias a la luz de una bujía, momento de la jornada en que el crepúsculo se aliaba con la nostalgia para hacerle añorar su esplendoroso pasado e inspirarle lamentos por su escaso tino a la hora de administrar la fortuna que antaño sacó a sus amantes.

—¡Mi ama, la blanquita ha muerto!

Sobresaltada, la Juana alzó la vista de las cuentas y se llevó una mano a su poderoso pecho. Con el buen negocio que había hecho esa tarde desplumando al español, que antes de irse le había pagado varias monedas de oro más por alojar durante dos semanas a esa joven que no paraba de llorar… ¡Vaya contrariedad!

—¿Qué tú dices?

—Hay que preparar el ritual, mi ama. Ese diablo nos ha metido la muerte en casa.

La Juana se levantó de un salto. No compartía para nada las creencias religiosas de María Regla. En realidad, desde que abandonó la niñez sólo creía en el poder del dinero y el de unos buenos senos para sacárselo a los caballeros favorecidos por la diosa Fortuna. Sin embargo, ante cualquier duda cumplía con los rituales yoruba y también con los católicos; nunca estaba de más llevarse bien con las deidades, pertenecieran al culto que pertenecieran. Escrutó con atención a la única esclava que conservaba en la decadencia de su ingrata madurez. De sobra conocía los histerismos de la aprensiva María Regla. Pero ¿y si era cierto que esa muchacha había muerto en su casa? A saber qué enfermedades habría traído consigo de su tierra natal…

—Vamos a ver.

Pasó por delante de María Regla y salió al pasillo penumbroso, que recorrió entre el balanceo de sus senos y el revuelo de su vaporoso vestido. La negra seguía a su ama desgranando en voz baja todos los rezos de Sarayeye que había conseguido recordar en su desazón. Al salir al patio alcanzó a la Juana y las dos se plantaron al mismo tiempo delante de Valentina.

La luz del exterior se había extinguido casi por completo y la Juana sólo vio a una mujer tan pálida como bella cuyo pecho no se movía ni un ápice. La mulata temió que su asustadiza esclava tuviera razón. Alargó una mano y presionó el blanco cuello de la española. No notó los latidos del corazón y eso le dio muy mala espina. Alzó con precaución la mano izquierda de Valentina y le comprimió la muñeca, donde sabía que también se podían sentir las palpitaciones de la vida. Antes de que hubiera tenido tiempo de percibir si la joven había abandonado el mundo de los vivos o no, ésta abrió los ojos con desmesura y se puso en pie de un brinco.

—¡Aaah! —gritó María Regla al tiempo que corría al otro extremo del patio.

—¡Vuelve, negra idiota! —ordenó la Juana—. ¿No ves que está viva?

María Regla permaneció escondida detrás de un tupido jazminero que inundaba el patio con su dulce aroma.

Medio mareada por el repentino despertar, Valentina volvió a sentarse. ¿Qué le habrían estado haciendo esas dos brujas mientras dormía? Miró con mucho miedo a la fiera mulata, que a su vez la escudriñaba con atención desde arriba. Después de haber contemplado a Valentina durante un buen rato y sin saber qué decirle, la Juana decidió que no merecía la pena darle explicaciones. Bastante ridículo había hecho ya creyéndose las estupideces de esa negra supersticiosa. Se inclinó, dio a Valentina dos condescendientes palmaditas en la mano y le dijo:

—Tu hombre te ha pagado alojamiento para que te quedes aquí dos semanas. ¡Ni un día más!

Valentina asintió. Al pensar en Tomás la inundó una oleada de agradecimiento mezclada con una terrible añoranza de la que se avergonzó al instante.

—Y ahorita esa negra inútil —la Juana movió la cabeza hacia donde se ocultaba María Regla— va a encender las bujías y va a servir la cena a los huéspedes aquí mismito. Si tú no tienes gana de comer, la negra te va a enseñar dónde está tu alcoba. Pero es mejor que tú comas pa reponer lo que has gastao en llorar.

De nuevo, Valentina dijo que sí con la cabeza, asombrada porque acababa de sentir una ligera punzada de hambre en el estómago.

La mulata Juana no añadió nada más. No era una mujer que malgastara la fuerza en palabras superfluas. Se enderezó y se alejó surcando el patio, majestuosa como un mascarón de proa. Al ver que su ama había desaparecido, María Regla abandonó el escondite y se escurrió con el sigilo de un gato hacia la cocina. Sabía que le convenía esquivar a su dueña hasta que se le hubiera pasado el enfado o recibiría una dura reprimenda y tal vez algún cachete. La Juana cuando se enfurecía no se andaba con miramientos.

Esa noche los escasos huéspedes de la mulata se reunieron para cenar a la fresca del patio, sentados alrededor de la desgastada mesa sobre la que María Regla había colocado una fuente con un picadillo de carne, otra con arroz y una tercera cubierta por unos frutos alargados y desconocidos para Valentina; María Regla los llamó «bananas fritas». Para alivio de la muchacha, sólo dos de los cuatro hombres que se sentaron a cenar a la débil luz de las bujías tenían la piel de la misma tonalidad que la Juana; los otros eran blancos y resultaron ser españoles que llevaban varios meses abriéndose camino en la colonia. Uno de ellos, un muchacho flaco, de cabello rubio y ojos azules, que trabajaba como dependiente en una joyería selecta de La Habana, quedó tan prendado de Valentina que se demoró cuando los demás huéspedes ya se habían retirado y ella aún permanecía en su silla, apática y temerosa de enfrentarse a la punzante ausencia de Gervasio en su desangelada alcoba. Por el joven rubio, que se presentó como Martín Satrústegui, ella supo que los hombres pardos eran músicos y tocaban en una famosa orquesta muy valorada entre las familias de la alta sociedad para amenizar sus bailes de tono. Satrústegui le explicó que en la isla la música era una profesión ejercida en su mayoría por negros y mulatos libres, ya que durante mucho tiempo había estado muy mal visto que un blanco se ganara la vida tocando un instrumento o cantando en público. Incluso ahora se consideraba una nota de distinción que los nobles deleitaran a sus invitados con pequeñas actuaciones musicales en sus elegantes salones, pero eran pocos los blancos que convertían la música en su único sustento. Eran extrañas las costumbres en esa isla, prosiguió el joven, y los criollos no siempre miraban con benevolencia a los recién llegados de España. A los altos funcionarios de la colonia se los consideraba sanguijuelas que chupaban la sangre criolla con sus impuestos, y para los cubanos los que desembarcaban de los bergantines arribados de ultramar sólo eran desharrapados con los que era mejor no mezclarse. La vida resultaba difícil en Cuba, rubricó Satrústegui, los sueños de fortuna se desvanecían muy pronto.

Valentina le miró. A la luz de las pocas bujías que había dispuesto la ahorrativa Juana, le pareció que el iris claro de ese chico paliducho se había humedecido y eso estuvo a punto de arrancarle sollozos otra vez. Tragó saliva y se disponía a levantarse cuando irrumpió la Juana, que nunca compartía mesa con sus huéspedes.

—¡Deje su melcé en paz a la viudita! —se encaró la mulata con Satrústegui—. Bastante ha llorado ya, que se le va a secar el alma y eso trae muy mala suerte…

Satrústegui abrió unos ojos tan grandes como las ruedas de un quitrín. Jamás habría sospechado que esa joven tan hermosa fuera viuda. Se movía envuelta en un espeso halo de melancolía —eso lo había observado durante la cena— y comía menos que un pajarillo, pero había atribuido ese comportamiento a la nostalgia del recién llegado. Las palabras de la Juana le llevaron a deducir que la muchacha debía de haber perdido a su marido durante la travesía. Cuando él hizo ese viaje, un brote de tifus se llevó a seis pasajeros, uno de los cuales era un buen amigo suyo. El recuerdo de aquella dura experiencia le llenó de desazón. Saltó de la silla, miró compungido a Valentina y balbuceó:

—Buenas noches, señorita… hum… señora… —Se aclaró la garganta y enrojeció como una amapola, aunque nadie lo advirtió, dada la escasa luz—. Doña…

—¡Valentina se llama! —rugió la Juana con impaciencia—. Y ahora márchense los dos a descansar, que la negra tiene que recoger…

El rubio puso pies en polvorosa sin mirar atrás. Temía a la mulata más que al mismísimo diablo, y no se había ido ya de esa casucha porque no podía permitirse un hospedaje mejor.

Valentina se levantó y caminó lentamente hacia la cortina que ocultaba la entrada al pasillo. Se dio cuenta de que las jaulas habían sido cubiertas por telas blancas y parecían espectros apostados en la penumbra. Por eso los pájaros no habían alborotado durante la cena. Dentro del corredor buscó casi a tientas la puerta de su alcoba, pues sólo una mísera vela rompía la negrura desde una hornacina excavada en la pared. En el cuarto se quitó a oscuras la ropa que le había lavado María Regla por la mañana, se puso la bata blanca de mujerzuela y se dejó caer sobre la desvencijada cama. Las sábanas estaban tibias y olían a canela. El somier chirrió quejumbroso al recibir el peso de su cuerpo. Cuando cerró la mosquitera, la asaltaron al mismo tiempo el recuerdo del Gervasio guapo y fuerte que la enamoró en la cocina de los marqueses de Tormes y la imagen del moribundo que expiró entre sus brazos en aquel hediondo almacén. Ya no hizo nada por contener las lágrimas. Enclaustrada en su prisión de gasa deslucida, lloró por el hombre que ya no existía y por su quimera de fortuna que había truncado el destino, hasta que el cansancio la hizo conciliar un sueño tan profundo como inquieto.