13

María Regla obligó a Valentina a sentarse a una mesa rectangular, de tablero desgastado y lleno de rascones, que ocupaba parte del patio interior, entre la plétora de maceteros y la ruidosa colonia de aves que alborotaban dentro de sus jaulas como si pretendieran anunciar en su peculiar idioma que se avecinaba el fin del mundo. Valentina tuvo la sensación de hallarse prisionera dentro de un bosque misterioso poblado de seres extraños. Miró con añoranza hacia el sillón de bambú ante la pared de enfrente, donde la mujer con piel de cobre había indicado a Tomás que se sentara cuando llegaron a primera hora de la mañana. Echaba de menos la protección de ese hombre. Incluso su cercanía, porque sin él aún se le antojaba más amenazante la dolorosa soledad de su viudez en esa tierra extraña. Al pensar en Tomás se le arrebolaron las mejillas y una roca le obstruyó la boca del estómago impidiéndole respirar.

La negra María Regla refunfuñó una retahíla de palabras, entre las que Valentina distinguió de nuevo «melindrosa», y desapareció tras la abertura cubierta por una cortina. Al quedarse sola, Valentina sintió ganas de levantarse y escapar de esa ruinosa casa a la que la había llevado Tomás. Pero ¿adónde iba a ir vestida con esa bata blanca que la hacía sentirse como una ramera? Ni siquiera sabía dónde había quedado la maleta en la que guardaba sus humildes pertenencias y lo poco que conservaba de Gervasio… Por un breve instante surgió ante ella el rostro de su marido, tal como lo vio por primera vez en la cocina de los marqueses: guapo y fuerte, con esos dientes blancos que invitaban a augurar un futuro bien distinto del que había hallado. La rapidez con que se esfumó esa imagen la hizo ser consciente de que a cada hora transcurrida desde su muerte le resultaba más difícil recordar con exactitud cómo era Gervasio antes de enfermar. Las lágrimas asomaron con tanta fuerza que no pudo hacer nada por contenerlas.

—Se te va a secar el alma, mija.

Valentina alzó la vista empañada. María Regla había regresado y traía un plato con comida y una cuchara. Derrochando su habitual ímpetu colocó ambas cosas delante de Valentina, que percibió enseguida el fuerte aroma a especias. Se limpió los ojos y observó el plato: un rancho con hebras de carne que parecían de pollo o gallina, pedacitos de otra carne más oscura que le inspiró muy poca confianza, cebolla y algo parecido a la patata. Los demás ingredientes que completaban aquel batiburrillo no los había visto jamás en su vida, aunque supuso que se trataba de verduras. El estómago se le cerró por completo.

—Come, mija. Es ajiaco de ayer… cosa buena.

Sin dejar de llorar, Valentina sacudió la cabeza, esforzándose al mismo tiempo por hacer acopio de energía. Apenas había probado bocado desde que Gervasio cayó enfermo de las calenturas que segaron su vida, empezaba a sentirse desmayada, pero no soportaba siquiera la idea de introducir comida en su boca.

—¿Por qué tú estás tan triste? —quiso saber María Regla—. Tu hombre ha dicho que va a volver a la hora de los mameyes.

—No es mi hombre —susurró Valentina, avergonzada ante la sospecha de que esas dos mujeres la creyeran amancebada con Tomás. Quiso explicar a la lagartija que su marido había muerto y que lo único que la vinculaba a Tomás era haber hecho la travesía en el mismo bergantín y que él la había ayudado con gran generosidad después de la desgracia, pero el incontrolable llanto le impidió hablar.

La negra se encogió de hombros con impaciencia, alzó la cuchara y se la colocó a Valentina entre los dedos. Sus muchos años de esclava de la Juana, que en sus tiempos de esplendor había llegado a ser la mulata más deseada por los caballeros ricos de La Habana, le habían enseñado a detectar el deseo en los ojos de los hombres, incluso en los de aquellos cuyo carácter altivo les llevaba a ocultar sus sentimientos. Y la mirada del acompañante de esa joven delataba una pasión tan vehemente como los huracanes que asolaban la isla cada cierto tiempo. Sobre todo cuando ella le había puesto delante a esa muchacha, recién bañada y ataviada con uno de los pulcros vestidos de su ama, que ya estaba demasiado mayor para vivir de los caballeros con fortuna, pero seguía siendo tan limpia como fue siempre. Y ahora esa blanca sucia y piojosa pretendía hacerle creer que el apuesto caballero que había pagado a su ama por adelantado para que la asearan y le dieran de comer no era su hombre. María Regla meneó la cabeza con profundo desdén ante la hipocresía de los blancos que venían de España. Se alejó arrastrando los pies y abandonó a Valentina ante aquel guiso que no olía nada mal pero que de ninguna manera podía caberle dentro del estómago contraído.

En otra parte de la ciudad, Tomás Mendoza había salido en mangas de camisa al balcón de la alcoba para invitados donde le había alojado su primo. Al contemplar la calle desierta desde el primer piso de la mansión que Sebastián habitaba en compañía de su séquito de esclavos y su esposa Matilde —una hermosa criolla de carácter indolente que sólo abandonaba sus aposentos para salir de paseo en el quitrín acompañada por su madre—, pensó que debía de ser el único ser vivo de la ciudad que había osado asomarse al exterior a esa hora. Y en vista del calor que hacía, comprendió a los que se hallaban recluidos a la sombra. Con los codos apoyados en la barandilla de forja pintada de verde oscuro, divisó el castillo del Morro y la fortaleza de San Salvador de la Punta custodiando la entrada al puerto más importante de las Américas. Los mástiles de los barcos fondeados ante el muelle de San Francisco se mezclaban creando la ilusión de un bosque de troncos invernales que el frío había despojado de ramas y hojas. Del mar llegaba una brisa juguetona que apenas mitigaba el calor de mediodía. Tomás se limpió las gotas de sudor que ya le perlaban la frente y se apresuró a resguardarse del sol en su alcoba. Fue hasta el lecho, con cabezal de hierro forjado, se quitó los zapatos, que también le había regalado su primo, apartó la vaporosa mosquitera blanca y se tumbó sobre la colcha, cuidando de volver a colocar bien la protección de gasa. Sebastián le había advertido que cerrara siempre la mosquitera, pues los mosquitos de la isla eran tan voraces como molestos, e incluso había quien sospechaba que podían transmitir enfermedades contagiosas.

Intentó dormir un poco, pero no logró hallar sosiego. Sus pensamientos regresaban siempre a la decadente casa donde había dejado a Valentina en manos de esa mulata codiciosa que le había aligerado parte de su provisión de monedas de oro tras haberlas mordido una por una con su dentadura de nácar para cerciorarse de que no eran falsas. En ese instante había creído que su obligación de hombre agradecido era volver a la mansión de su primo para demostrarle cuánto apreciaba su hospitalidad, pero ahora que todos los habitantes de la casa, incluidos los esclavos, se habían retirado para dormir la siesta, se arrepentía de haber regresado. ¿Y si esas dos mujeres no cuidaban de Valentina como les había encargado? ¿Y si Valentina no conciliaba esa tarde el sueño que necesitaba para reponerse y urdía pensamientos malsanos? A Tomás no se le había escapado por la mañana, cuando la recogió en el muelle de los Almacenes de Regla, que se movía con desproporcionada languidez, lo que le había hecho sospechar al instante que podría haberse tomado todo el láudano que le había dado. Por fortuna lo había medido cuidadosamente para que, aun en el caso de que la desesperación empujara a la joven a beberlo todo de una vez, la medicina no pudiera hacerle daño. Pero en cuanto se viera sola de nuevo, ¿qué clase de ideas descabelladas podrían pasarle por la cabeza, teniendo en cuenta lo que había padecido durante la travesía?

Tomás se acordó con pesar de que al punto de la mañana debía emprender viaje al ingenio Flor de Majagua, a siete horas a caballo de La Habana, según le había explicado Sebastián. Por primera vez desde que decidió embarcarse para iniciar una nueva vida en Cuba, sintió cómo el miedo le roía la boca del estómago. Le vinieron a la mente las palabras del capitán MacGregor. ¿Y si ese cínico estaba en lo cierto y no lograba adaptarse a la vida en un ingenio de azúcar? No se tenía por un hombre capaz de guardar silencio ante injusticias flagrantes como la esclavitud. ¿Y si se indisponía con su nuevo patrón? Si al menos lograra llevarse consigo a Valentina… La presencia de la joven haría que todo resultara mucho más fácil… Sonrió al recordar lo que había pensado proponerle esa misma noche, cuando fuera a verla a casa de la mulata. Había preparado en su mente cada palabra de lo que iba a decirle. Pero entonces le asaltó otra duda que le resquebrajó la sonrisa en mil pedazos. ¿Y si rechazaba su propuesta? Era consciente de que desde la primera vez que vio a esa mujer su vida había dejado de avanzar en línea recta y se había llenado de incertidumbres. Entonces, una idea le sobrevino y le cortó la respiración: lo que sentía por Valentina, y no le había inspirado antes ninguna mujer, le había arrebatado la libertad de la que siempre había gozado en su vida, incluso cuando estuvo recluido en prisión, pues ni siquiera el penal logró doblegar su mente tanto como lo estaba haciendo ese amor que le había asaltado a traición.

Tomás no pudo resistir la impaciencia y se presentó en casa de la Juana cuando todavía era de día pero la fuerza del sol ya se había debilitado y las calles de La Habana eran un hervidero de quitrines conducidos por caleseros negros engalanados con vistosas libreas y sombreros de copa. Sebastián le había contado durante la comida que la aristocracia habanera solía acudir al paseo de Tacón o al del Prado para tomar la fresca vespertina y exhibirse a caballo o en lujosos quitrines. Por eso Tomás no se había sorprendido al cruzarse con varios carruajes en los que dos o tres hermosas damas, ataviadas con escotados vestidos de telas ligeras y sin más tocado que una colorida flor natural, agitaban sus abanicos de ricos encajes para saludar a los caballeros que se acercaban a galantearlas montados en portentosos purasangre.

Cuando el calesero enfiló la callejuela donde la mulata Juana regentaba su humilde casa de huéspedes, situada en la parte de la ciudad que quedaba cercada por la vieja muralla y los habaneros llamaban Intramuros, Tomás advirtió que la gente allí ya no era tan elegante. Tampoco circulaban en ostentosos quitrines, y si alguien disponía de carruaje, éste era modesto y de él tiraba sólo una mula cansina acosada por un enjambre de moscas. Pero todos habían abandonado sus sencillas moradas en busca de un soplo de aire que les refrescara la piel.

Nada más entrar en el desordenado zaguán de la Juana, presidido por ese quitrín medio desmoronado que, al igual que su dueña, debía de haber conocido tiempos mucho mejores, le asaltaron a la vez el suculento aroma a comida y la dueña del lugar.

—Vaya, don Tomás no ha podido esperar a la hora de los mameyes —dijo la Juana sonriéndole con mucha burla.

—¿La hora de qué? —balbuceó Tomás.

La mulata rió a carcajadas, mostrando unos dientes grandes y blancos como la leche. Bajo el miedo difuso que le provocaba esa mujer, a la que creía muy capaz de reducir a golpes hasta a un marinero curtido, Tomás pensó que de joven debió de haber sido una de esas bellezas que llevan a un hombre derechito a la perdición.

Por fin, la Juana se cansó de burlarse del español ignorante y se avino a explicarle, con aire altanero, que cuando esos ingleses de cabello descolorido y piel de tísicos invadieron la isla a finales del siglo anterior, los cubanos pusieron a sus soldados el mote de «mameyes» por llevar casacas del mismo color que la fruta. En aquellos tiempos, a las ocho de la noche un cañonazo desde el castillo del Morro avisaba de que se cerraban las puertas de la muralla y los mameyes salían a patrullar las calles.

—¿Entiende ahora su melcé cuál es la hora de los mameyes?

—Sin lugar a dudas. Veo que es usted una mujer instruida —la alabó Tomás, asombrado por la exhaustiva explicación y deseoso de agradar a esa fiera.

—¡Gallego! —rugió la Juana con repentina furia—. Sé leer y escribir mejor que muchos hombres.

—De eso no tengo la menor duda, doña Juana —se apresuró a calmarla él.

El tratamiento de doña apaciguó a la bravía mulata, que le ofrendó su sonrisa destinada a los caballeros con posibles. Al percibir la tregua, Tomás osó preguntar:

—¿Dónde está…?

La Juana no le dejó acabar. De sobra sabía por qué ese español se había presentado antes de la hora acordada. Aún no había nacido el hombre que lograra ocultar sus intenciones a la legendaria Juana, que en sus buenos tiempos volvió locos de deseo a los caballeros más importantes desde La Habana a Santiago.

—Su damita no ha querido comer ni dormir —le anunció—. Se le va a secar a usted de tanto llorar.

Aunque Tomás sentía una apremiante urgencia por ver a Valentina, dominó su ansia para explicarle a la mulata lo que le había ocurrido a la muchacha durante la travesía. Por un momento el rostro de la Juana pareció enternecerse, pero enseguida se endureció y el pequeño atisbo de humanidad se desvaneció.

—La tiene sentadita en el patio.

Incapaz de resistir la impaciencia, Tomás echó a correr hacia el patio en el que esos pájaros, cuyo plumaje reunía los colores del arcoíris y alguno más, trinaban con toda la fuerza de sus diminutos pulmones. Vio a Valentina sentada en el sillón de bambú donde él la había aguardado por la mañana. La joven se estudiaba con aire lánguido las blancas manos, que reposaban sobre su regazo como dos palomas dormidas. Su cabello recogido refulgía cual seda negra bajo la luz vespertina que inundaba el patio. Tomás advirtió lo flaca que estaba y la preocupación se le aferró a la garganta. En un santiamén salvó la distancia que los separaba y se paró delante de ella.

Valentina alzó la vista. Sus ojos surcados por profundas ojeras estaban secos pero delataban la huella de un prolongado llanto. Tomás miró a su alrededor en busca de algo que le sirviera para sentarse. Reparó en la desgastada mesa rectangular y las no menos vetustas sillas que la rodeaban. Separó una, la colocó delante de Valentina y tomó asiento con cuidado, no fuera a romperse esa ruina bajo su peso. La joven hizo un esfuerzo por sonreír a su bienhechor.

—Me han dicho que ni ha descansado ni ha querido comer —murmuró él, embargado por un extraño temblor que había nacido en la boca del estómago y ya le recorría la columna vertebral.

—Cada vez que cierro los ojos veo a Gervasio muerto —susurró ella con voz muy débil—. Apenas logro recordar ya cómo era cuando lo conocí, en la cocina de los marqueses.

—Ahora le hará mucho bien descansar, Valentina —insistió Tomás y le tomó las manos, que ella no retiró—. Para recuperarse de una desgracia así, es necesario que el cuerpo reponga fuerzas. Si lo desea, puedo darle algo de láudano… —Tomás sumergió una mirada muy seria en los ojos de Valentina y añadió—: Aunque deberá tomarlo con más prudencia que el que le di en el bergantín.

Valentina no tuvo ninguna duda de que Tomás había adivinado lo que hizo con el láudano en aquella sucia cámara secreta. Su falta de valentía la hizo ruborizarse de vergüenza.

—¿Cómo sabe que quise quitarme la vida?

Él se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.

—Ése es uno de los secretos de mi profesión —murmuró, a falta de algo más ocurrente que aportar.

—Le prometo que no volveré a hacerlo —se apresuró a afirmar Valentina—. Y no es necesario que me deje más láudano. ¡No quiero tomar láudano nunca más! El malestar que deja en el cuerpo es repugnante…

Tomás asintió con la cabeza y dibujó una sonrisa cohibida.

—Mañana partiré en busca de trabajo —añadió ella con decisión—. María Regla me ha explicado dónde se hallan las mansiones de la nobleza. —Se frotó los ojos enrojecidos y tomó aire—. En Madrid fui doncella de la marquesa de Tormes. Sé cómo tratar a una dama noble…, cómo ayudarla a vestirse… y peinarla según la última moda en Europa… y sé cumplir sus órdenes sin dilación…

—Es posible que aquí no le resulte fácil encontrar una colocación como sirvienta —osó decir él—. En esta isla los ricos poseen infinidad de esclavos para servirles.

—Trabajaré en lo que sea para salir adelante —afirmó ella con terquedad.

Tomás creyó llegada la hora de exponerle lo que había pensado. Si lo aplazaba demasiado, no lograría reunir el valor necesario. Se aclaró la garganta dos veces.

—Yo… deseo decirle… algo —arrancó con timidez y carraspeó de nuevo—. Quiero decirle que… mañana debo partir sin falta para el ingenio Flor de Majagua…

Una inesperada desazón invadió a Valentina ante la perspectiva de no contar más con la protección de Tomás.

—Yo… no quiero dejarla sola aquí por nada en el mundo —farfulló Tomás. Sentía la lengua paralizada por el peso de lo que iba a plantearle—. Por eso he pensado… —Hizo una pausa para inspirar hondo y armarse de valor antes de continuar—: Véngase conmigo al ingenio, se lo ruego.

Valentina lo miraba con unos ojos como platos. ¿Cómo iba a seguir por toda la isla a un hombre que no era su marido? Ella era una mujer decente. ¿Acaso le estaba proponiendo que fuera su… su… su qué? ¿Cómo llamaba la gente a las viudas que se amancebaban con el primer varón que se lo proponía? Retiró bruscamente las manos de las de Tomás.

Al sentir la animadversión de Valentina, él se apresuró a aclarar:

—No le propongo nada deshonroso, créame. Quiero que me acompañe siendo mi esposa. Estoy seguro de que mi primo Sebastián sabrá dónde nos pueden casar antes de partir. Es un hombre poderoso y muy bien relacionado. —Intercaló una sonrisa impregnada de inseguridad—. Yo… le enseñaré los rudimentos de la medicina y podrá ayudarme siendo mi enfermera. No tengo la menor duda de que lo hará muy bien.

—¿Me está diciendo que… desea que me case con usted? —preguntó Valentina con un hilo de voz.

Él asintió moviendo la cabeza. Se había ruborizado como un colegial y sentía fuego en las orejas.

—Así es. A nadie le extrañará que el nuevo médico llegue en compañía de su joven esposa. Usted tendrá un techo sobre la cabeza… y yo… yo… —A Tomás se le escapó una sonrisa blandengue al imaginarse por un instante cómo sería yacer con Valentina, pero se reprimió enseguida. No podía descubrir así sus sentimientos a una mujer cuyo corazón lo ocupaba por completo el hueco del esposo fallecido. Tal vez con el tiempo y mucho tacto lograría conquistar el amor de Valentina, pero ahora era demasiado pronto. Se mordió el labio inferior por la vergüenza de haber estado a punto de delatarse—. No piense que pretendo manchar la memoria de Gervasio… No le pido que me ame. Tan sólo quiero… —Tuvo que parar a respirar y deshacer la opresión que le atenazaba el pecho—. ¡Es que no puedo irme dejándola aquí sola, Valentina! —exclamó en cuanto el aire entró en sus pulmones.

Ella sintió una inmensa gratitud de que Tomás se preocupara tanto de su suerte. Al instante se preguntó qué opinaría Gervasio de ese extraño arreglo. ¿Y si su marido estaba observándolos desde el lugar al que iban a parar los difuntos, dondequiera que estuviera? Tal vez en ese momento se hallaba meneando la cabeza en desaprobación ante la perspectiva de un matrimonio tan poco honroso. Y ella no deseaba traicionarle por nada en el mundo. Al mismo tiempo, le tentaba la posibilidad de convertirse en la esposa de un médico que ya tenía colocación en la isla. Eso implicaría no tener que preocuparse por el día de mañana, que en su situación vislumbraba duro y hostil. Y en medio de sus erráticas elucubraciones, un dulce temblor le agitó la boca del estómago al pensar que si accedía a casarse con Tomás… compartiría la morada, el pan e incluso… el lecho con un hombre apuesto cuya presencia bastaba para prender en sus entrañas un dulce acaloramiento. De pronto un fuego que parecía enviado desde el mismísimo infierno le abrasó el rostro y la hizo regresar a la realidad. Y tomó su decisión.

—Le agradezco de todo corazón lo que está haciendo por mí, Tomás —balbuceó, todavía sonrojada—, pero creo que no debo convertirme en su esposa en estas condiciones. Un hombre puede contraer matrimonio por conveniencia o movido por el amor a una mujer, pero no es bueno que se case por caridad. Alguien tan honrado como usted merece un destino mejor que cargar con una viuda sin posibles.

Él quiso exclamar que no le movía ningún fin caritativo, pero se contuvo. De ningún modo podía ser decente confesarle sus sentimientos bajo la sombra que proyectaba sobre ellos el difunto.

—Cuidar de usted no es una carga. Se lo aseguro —susurró con voz ronca.

Con los ojos húmedos, Valentina se atrevió a cogerle las manos con timidez. Él sintió que las orejas se le volvían a incendiar.

—Es usted un buen hombre, Tomás.

Él bajó la vista. Habría preferido que lo considerara cualquier cosa menos un buen hombre.

—¿No desea recapacitar su decisión? —insistió en un susurro.

Valentina meneó la cabeza con determinación.

—No seré una carga para nadie.

A Tomás se le antojó como si de repente el luminoso sol de Cuba que inundaba el patio se hubiera extinguido, dejándole sumido en la más negra oscuridad. Su plan había fracasado y ya no podía hacer nada para enderezarlo. Sólo le quedaba el recurso de confesar a Valentina lo que sentía por ella, pero al mirarla a los ojos supo que declararse tampoco iba a servir para que ella le diera el sí. Abrió la chaqueta de lino que le había dado Sebastián y sacó del bolsillo interior un saquito negro, que emitió un ruido tintineante cuando lo colocó entre las manos de Valentina.

—Acepte al menos esta pequeña ayuda. Quedan algunas monedas de oro que le servirán para pagar el hospedaje a… —Tomás bajó la voz y miró a su alrededor antes de completar la frase— a esa mulata codiciosa.

Valentina volvió a negarse con un resuelto movimiento de cabeza.

—Debe quedárselas usted. Podría necesitarlas durante el viaje.

—¡Yo empezaré a ganar dinero muy pronto! —afirmó Tomás con energía.

Pero la joven no cejó hasta que logró poner la bolsa de nuevo entre los dedos de Tomás.

Él ya no sabía si reírse o echarse a llorar. Una sonrisa triste frunció sus labios.

—¿Sabe que es la mujer más terca que he conocido en toda mi vida?

Valentina le respondió con una mueca en la que él leyó decisión y a la vez mucho miedo.

—Saldré adelante —murmuró como si deseara darse ánimos.

Tomás no compartía en absoluto esa certeza. ¿Cómo iba a salir adelante en esa tierra extraña una mujer sola y sin dinero? Pero no se atrevió a contradecirle. Sabía que nada haría cambiar de opinión a esa muchacha tan obstinada. Dejó escapar un profundo suspiro y se resignó a lo que se le antojaba inevitable, aunque su corazón había quedado vacío.

—Mañana partiré muy temprano para el ingenio Flor de Majagua —dijo, con la secreta esperanza de que ella reconsiderara su negativa—. De no hacerlo podría perder mi colocación. Sebastián me ha dicho que el amo me aguarda con impaciencia. Hasta ahora compartía con otros plantadores un médico que recorría varios ingenios, pero dada la reciente prosperidad de su hacienda se ha decidido a contratar a uno que trabaje sólo para él. No puedo demorarme ni un solo día, pero le prometo que regresaré a visitarla en cuanto me sea posible. Y… —Sacó de otro bolsillo de su chaqueta un papel y se lo tendió—. Sé que usted lee con destreza y también sabe escribir. ¿No es así?

Ella asintió y cogió el papel, sin mostrar interés por su contenido.

—Son mis señas —le aclaró Tomás—. Si me necesita antes de que haya podido venir, le ruego que me envíe una misiva. Yo… nunca la dejaré sola, Valentina.

La joven sintió que los ojos se le volvían a inundar de lágrimas. Y no sólo eso: una angustia negra como el plumaje de un cuervo invadió su corazón. Tomás ya no iba a estar a su lado. Dentro de su cabeza, una vocecilla le susurró que tal vez no había tomado la decisión acertada, pero ella la hizo callar sin miramientos. Por respeto al recuerdo de Gervasio no podía contraer un matrimonio de conveniencia con un hombre al que apenas conocía, por muy provechoso que se le antojara ese arreglo y por muy a gusto que se sintiera cuando se hallaba cerca de él.