12

Valentina abrió los ojos tras un profundo sueño acunado por el vaivén del carruaje. Advirtió que ya era de día y se hallaban en una calleja estrecha bordeada por casas de piedra de una sola planta. También se dio cuenta de que estaba recostada contra el cuerpo de Tomás Mendoza, que la envolvía entre sus brazos como si se hubiera erigido en su esposo. Henchida de culpabilidad, pensó en Gervasio. Si la estaba viendo desde el lugar donde le había recluido la muerte, fuera cual fuese ese sitio, seguro que se enfadaría mucho con ella. Y no le faltaría razón. Avergonzada por tan indecoroso desliz, se desasió de Tomás. Al incorporarse vio que el frontal de la casa más cercana, pintado de un azul desvaído, estaba desconchado y parecía necesitado de profundos arreglos. También observó que su protector vestía un traje de tela clara que parecía de excelente calidad, iba impolutamente limpio, y su aroma seguía siendo el de un caballero. Por lo tanto, no estaba muerta. Ni había fallecido a causa del láudano, ni había sido un sueño ese muelle desierto, apenas iluminado por la tenue luz de la luna, al que la habían conducido aquellos dos hombres ansiosos por deshacerse de ella.

Tomás se giró hacia Valentina y le ofrendó una de sus anchas sonrisas. Igual que la primera vez que se fijó en él cuando lo vio leyendo en el puerto asturiano, poco antes de embarcar, Valentina volvió a pensar que era apuesto. Por su rostro se extendió una ola de calor que la hizo avergonzarse de sí misma. ¿Cómo podía pensar algo tan indecente cuando no hacía ni tres días que la muerte le había arrebatado a su esposo? El pobre Gervasio que debía de estar pasando mucho frío en el fondo de ese mar hostil al que lo habían arrojado… Un aluvión de lágrimas le inundó los ojos.

—¿Dónde estamos? —Aún le pesaba la lengua y se sentía sucia como una mendiga al lado del impoluto Tomás.

—En La Habana, la ciudad más hermosa que he visto en mi vida. Ahora mismo vamos a entrar ahí. —Tomás señaló la casucha pintada de azul y su portón de madera descascarillada—. Se trata de una casa de huéspedes donde podrá asearse y descansar de los padecimientos de la travesía.

Ella sacudió la cabeza. El movimiento le causó un dolor sordo en la nuca. Alzó la mano y se masajeó el cuello para aplacarlo.

—No me queda dinero… —murmuró.

Con disimulo, Tomás se palpó la chaqueta a la altura del pecho, donde llevaba escondidas sus monedas de oro en un bolsillo interior.

—No debe preocuparse por eso, Valentina. Le dije que podría contar con mi ayuda.

Una fugaz sonrisa iluminó las comisuras de los labios de la joven.

—¿Cómo es que va tan bien vestido? —se le escapó.

Ahora fue Tomás quien sonrió.

—Cuando desembarqué ayer, entre la muchedumbre congregada en el puerto me esperaba mi primo Sebastián. Me llevó a su casa en este extraño carruaje que los cubanos llaman «quitrín». Dicen que su estructura está pensada para vadear mejor los baches y para transitar con comodidad por los caminos del interior de la isla, que al parecer son bastante malos. Desde que llegó hace diez años, Sebastián se ha convertido en un comerciante muy rico. Vive en una mansión con una impresionante balconada que mira a la bahía de La Habana. Créame, ofrece la vista más hermosa que he disfrutado en toda mi vida. —Tomás inspiró profundamente, todavía extasiado por la belleza que había hallado en la lujosa residencia de su pariente—. Cuesta imaginar la generosidad de Sebastián. Mandó que me prepararan un baño perfumado en un vestidor del ala de huéspedes y me ha regalado algunas prendas de esta tela ligera que llaman «lino». —Colocó un brazo delante de Valentina y se pellizcó la manga con la otra mano para mostrarle la calidad del tejido—. Aquí la emplean para combatir el calor. También me ha prestado este quitrín con su calesero para que pudiera ir a buscarla al puerto.

—¿Cómo sabía dónde me dejarían esos hombres?

—Logré que el capitán MacGregor me lo dijera.

Ella meneó la cabeza con súbito pesar.

—Jamás podré recompensarle por toda la ayuda que nos ha prestado a… —Su voz tembló y a punto estuvo de echarse a llorar otra vez. Decidida a mostrarse fuerte, tragó saliva y reprimió el llanto haciendo acopio de todas sus fuerzas— a Gervasio y a mí…

Tomás le apresó una mano. Su calor produjo en Valentina tal bienestar que se sintió de nuevo culpable y la retiró con celeridad.

—Mi mayor recompensa será verla repuesta de lo que ha sufrido durante esa maldita travesía —dijo Tomás, todo cargado de razón. Dejó escapar un suspiro y añadió—: Conviene que entremos pronto en esa casa, aquí hay que resguardarse del sol desde que nace. —Escrutó con mirada afligida la fachada desconchada—. No parece un palacio, pero… —Palpó el bolsillo interior donde guardaba sus monedas de oro—. Todo se arreglará.

Bajó del quitrín y se colocó delante del vehículo para ayudar a Valentina a descender. En cuanto la joven pisó el suelo, Tomás se dirigió al calesero, que no había desmontado y los observaba extrañado desde lo alto del caballo, preguntándose si su amo estaría al corriente de los tejemanejes de ese pariente que a él le había parecido talmente un vagabundo cuando se acercó a don Sebastián en el puerto. Claro que los que viajaban a La Habana hacinados en las bodegas de los buques eran despreciados en la ciudad por lo sucios y andrajosos que desembarcaban, como si su patria los hubiera escupido para deshacerse de ellos.

—Espérame aquí, Lázaro, cuando la señora esté acomodada, regresaremos a casa de don Sebastián.

El negro asintió con la cabeza y el consiguiente balanceo de los aros de filibustero que pendían de sus orejas.

Tomás tomó a Valentina rodeándole la cintura. Ella volvió a sentir el difuso y pecaminoso bienestar que le causaba la cercanía de ese hombre y se ruborizó hasta la raíz del cabello. Pensó abochornada en el pobre Gervasio, pero se sentía demasiado débil para rechazar la ayuda de Tomás y su cálida proximidad. Dejó que él la condujera con suavidad hacia la puerta. Pese al cansancio, se le grabó en la retina lo reseca y estropeada que estaba la madera.

—Me va a resultar difícil habituarme a estar rodeado de esclavos —le susurró Tomás al oído—. En la mansión de mi primo he visto al menos treinta siervos negros que forman parte de su propiedad como los muebles, sus dos quitrines y los caballos que guarda en las cuadras. ¿Cómo se puede erigir alguien en dueño de otro ser humano y atribuirse el derecho a disponer de su vida?

Valentina nunca había oído hablar de que en Cuba hubiera esclavos. Gervasio jamás había aludido a esa cuestión cuando soñaba en voz alta con su prometedor futuro en esa isla. Al oír hablar a Tomás, pensó que, a su manera, su marido y ella también habían sido esclavos en el palacio de los marqueses de Tormes.

Tomás empujó la puerta, que estaba entornada. Entraron en un zaguán, lleno de objetos de lo más variopinto. En el centro se erguía un vetusto quitrín que parecía a punto de desmoronarse. A su alrededor habían amontonado sillas desvencijadas, jaulas vacías y una mecedora cuyo aspecto ruinoso no invitaba a sentarse. De la penumbra surgió una mujerona entrada en años cuya tez tenía el color del cobre. Una porción de cabello negro y muy rizado asomaba con rebeldía bajo la tela nívea que llevaba enrollada alrededor de la cabeza a modo de tocado y resaltaba la luminosa oscuridad de su rostro. El vestido blanco, vaporoso y muy escotado, mostraba el nacimiento de unos pechos grandes y todavía firmes. De sus orejas colgaban grandes aros dorados como los que llevaba el calesero que les había conducido hasta allí. Para espanto de Valentina, un cigarro enorme, como los que fumaba el marqués de Tormes cuando se recluía a leer en la biblioteca, humeaba alojado en su boca y dibujaba en el aire una nube densa y mareante. La mulata contempló risueña al hombre bien parecido que vestía a la usanza criolla pero se movía con el recio orgullo de los españoles que arribaban a la colonia movidos por el ansia de hacer fortuna. Se sacó el puro de la boca, expulsó un espeso nubarrón de humo y miró de arriba abajo a Valentina sin disimular la escasa confianza que le inspiraba esa pordiosera. Desde que su último amante rico puso pies en polvorosa y se vio obligada a malvender la casita que le regaló un plantador de azúcar cuando aún era la mulata más codiciada de La Habana, se ganaba la vida alojando huéspedes en esa casucha alquilada, pero todavía no había caído tan bajo como para admitir a cualquiera. ¿De dónde habría sacado ese caballero tan guapo a una criatura tan zarrapastrosa? Si lo que pretendía era gozar de su cuerpo en esa casa, antes habría que restregarla bien con agua y jabón, usando además un cepillo de cerdas muy duras. De pronto la mujer de bronce supo de dónde venía esa puerca.

—¡Mija, tan sucia tú has desembarcao del bergantín que llegó ayer de España! —exclamó.

Valentina se encorvó bajo el peso de una inmensa vergüenza. Tomás irguió la espalda para irradiar firmeza y se aprestó a intervenir con la autoridad de un caballero. Sabía que por muy pobre que uno fuera, esa actitud obraba milagros en el prójimo.

—Me envía mi primo Sebastián Ruiz Mendoza…

La mención del caballero al que pertenecía la casucha que tenía en alquiler bajó los humos a la mulata.

—¿Cómo anda de salú don Sebastián? —preguntó con voz aflautada—. Presente a su melcé los respetos de la Juana…

Tomás pasó por alto las repentinas zalamerías.

—Necesito que aloje a esta dama para que descanse, que le prepare un lugar donde pueda bañarse y que alguien lave sus ropas.

La mulata escrutó de nuevo a Valentina y movió la cabeza con sorna; los aros de sus orejas se balancearon.

—¿Tiene pesos la damita?

—Yo me haré cargo —respondió Tomás sin abandonar su tono autoritario.

Aclarado el asunto del peculio, la Juana se relajó un poquito. Sonrió a Tomás y le ofreció el voluptuoso pestañeo que desde bien niña reservaba para los hombres apuestos con posibles.

Anjá. Siendo así… —Hizo a un lado su orondo cuerpo y movió una de las manos de cobre en señal de hospitalidad—. Vengan por aquí sus melcedes

Les hizo seguirla hasta un patio interior tan desastrado como el zaguán y atestado de jaulas en las que trinaban y graznaban pájaros de todos los colores y tamaños. Entre el desorden reinante había maceteros llenos de jazmines, adelfas y heliotropos que inundaban el lugar de aromas en los que se mezclaba un leve toque de vainilla.

—Lo primero hay que lavar bien a la damita —dijo la Juana frunciendo la nariz con sumo desdén.

Un nuevo latigazo de vergüenza azotó a Valentina. Había sido pobre toda su vida, pero nadie la había hecho sentirse jamás como si fuera una de aquellas mendigas a las que la marquesa de Tormes daba limosna al salir de misa, con movimientos presurosos y cuidándose de que sus manos no rozaran las de las menesterosas bajo ningún concepto.

La mulata señaló un solitario sillón de bambú que se apoyaba contra una pared desconchada, necesitada a todas luces de una buena mano de pintura, e indicó a Tomás que aguardara allí mientras le quitaban la mugre a su damita. Enseguida saldría María Regla para ofrecerle un refresco, añadió, lisonjera. Con dedos tensos y gesto de asco agarró de una manga a Valentina, que envió a su protector una mirada de socorro. Pero éste se hallaba demasiado perplejo para intervenir y no impidió que la Juana se la llevara hacia el otro extremo del patio. Las dos desaparecieron en un santiamén por una abertura sin puerta, tapada sólo por una cortina de gasa que se ondulaba mecida por una suave brisa. Tomás se quedó muy inquieto, preguntándose si había hecho bien llevando a Valentina a ese lugar tan ruinoso. Claro que la situación irregular de la joven y el escaso dinero que él poseía no le permitían actuar de otro modo. Y no había querido pedir ayuda económica a su primo; ya había abusado demasiado de la generosidad de Sebastián.

En una estancia de paredes agrietadas que en algún tiempo remoto debieron de ser de color azul, la vieja María Regla, una negra enjuta y ágil como una lagartija, acarreaba cubos de agua muy caliente para llenar la bañera de cobre que le había regalado a su ama su último amante, un aristócrata inmensamente rico que la abandonó a su suerte cuando la madurez comenzó a ajarle la hermosa piel canela. Tras haber hecho infinidad de viajes, logró que el líquido alcanzara el borde del recipiente. Añadió las esencias que preparaba ella misma para el baño de su ama y que ésta cobraría al caballero español a precio de oro. Introdujo el huesudo dedo índice dentro del agua, asintió con la cabeza en señal de aprobación y se dirigió a Valentina, que aguardaba en un rincón, encogida sobre una vetusta silla como un ratón asustado.

—Ya tú puedes quitarte esa ropa mugrosa.

Valentina enrojeció y se negó sacudiendo la cabeza.

—No seas melindrosa, mija, que se te va a enfriar el agua.

La negra se plantó delante de Valentina, tiró de ella para ponerla en pie y la arrastró de un brazo hasta la bañera; tenía una energía desproporcionada para una mujer tan vieja y enjuta. Valentina se resignó a lo inevitable. No se veía con fuerzas para hacer frente a semejante contundencia. Muerta de vergüenza, se quitó la gruesa falda, cuya tela le parecía de pronto terriblemente raída y sucia. Después se despojó de las enaguas y las dejó caer al suelo una tras otra. Jamás en su vida se había desvestido delante de otra persona. Ni siquiera a Gervasio le había permitido que la viera en cueros cuando él requería sus mimos de esposa. Al pensar en su marido, afloró el llanto que había logrado reprimir desde que Tomás la subió a ese carruaje con aspecto de saltamontes. Cegada por las lágrimas, se despojó de la chaquetilla y de su burda ropa interior tantas veces remendada. Una vez desnuda, se sintió tan humillada que se escurrió presurosa dentro de la bañera para ocultar su cuerpo cuanto antes. El contacto de su piel con el agua caliente y perfumada la sumió al instante en una placentera laxitud que la hizo sentirse como si fuera una sucia ramera. De ninguna manera podía ser decoroso que experimentara esa sensación de bienestar cuando sólo hacía tres días que habían arrojado al mar el cadáver de su marido, envuelto en una sucia tela de arpillera como si fuera un perro rabioso abatido por la autoridad. Las lágrimas fluyeron con más fuerza y Valentina se dejó arrastrar por un llanto vehemente hasta perder la noción del tiempo y del lugar donde se hallaba.

De pronto advirtió que alguien le estaba mojando el cabello al tiempo que se lo revolvía con los dedos. Dio un respingo, dispuesta a saltar de la bañera y escapar de esa casa, aunque fuera como su madre la trajo al mundo, cuando vio que las manos que le revolvían el pelo, nudosas y negras como la noche, eran las de María Regla.

—¿Qué haces?

—Lavar tu pelo enredao —respondió María Regla, dándole un tirón para que se estuviera quieta—. Tienes tú un pelo muy hermoso, blanquita.

Valentina encogió los hombros y volvió a sumergirse en el agua. Dejó que la negra le masajeara el cuero cabelludo, lo que hacía con sorprendente delicadeza. Después de la dura travesía y de haber sufrido la enfermedad y muerte de Gervasio, el agua perfumada y los cuidados de esa mujer mitigaron un poco su desesperación. Por primera vez desde que el maldito Antillano la recluyó con Gervasio en aquel almacén infestado de ratas y parásitos, se preguntó qué habría sido de sus amigas Sofía y Rosa. ¿Qué mentiras les habría contado Tomás cuando le preguntaron por Gervasio y por ella?

Al acordarse de Tomás, se le escapó un suspiro. Era consciente de que sin su ayuda ni siquiera habría logrado salir de los almacenes del puerto donde la habían depositado aquellos dos marineros taciturnos, y a esas alturas ya la habrían apresado las autoridades portuarias, pero no alcanzaba a comprender cómo pensaba ese hombre. Intuía que era rebelde y soñador. «Un listo», había dicho Gervasio. Un hombre estudioso que prefería la compañía de sus libros y sus extrañas ideas a mezclarse con los demás. Aun así, en el navío había atendido a todo aquel que necesitaba la ayuda de un médico. Había cuidado a Gervasio como a un hermano y ahora la estaba ayudando a ella con el desvelo que inspira una hermana pequeña. Valentina recordó la ternura con que la había arropado entre sus brazos en ese carruaje de ruedas gigantes. Un ardiente rubor le anegó el rostro. ¿Abrazaban los hombres así a sus hermanas?

El agua caliente y los masajes de María Regla la envolvieron en una suave modorra. Casi se había dormido cuando la negra volvió a echarle agua tibia sobre la cabeza.

—¿Qué haces ahora? —exclamó, sobresaltada.

—Enjuagar —fue la respuesta—. Ahora mismito te pongo un ungüento pa dejarte el pelo como la seda. Lo traías muy sucio y reseco.

La negra cogió el cuenco donde preparaba a su ama el ungüento de cáscara de zapote, al que añadía una cucharada de miel y otra del aceite de jojoba que traían los barcos del continente. Embadurnó el cabello de Valentina con la poción y luego le enrolló un suave paño blanco alrededor de la cabeza.

—Ahora tú vas a esperar quietecita hasta que vuelva esta negra.

Valentina asintió. El agua del baño se estaba enfriando, pero no le importaba porque ya iba haciendo calor en la habitación. Además, le faltaba valor para contrariar a una mujer tan enérgica. Se amodorró de nuevo hasta quedarse dormida. Soñó que su marido, ataviado con altas botas charoladas, aros de oro en las orejas y una librea adornada con botones relucientes y ribetes dorados, la conducía por las calles de Madrid en un carruaje con aspecto de saltamontes que se deslizaba sobre dos ruedas gigantes.

Despertó, muy asustada, bajo un chorro de agua tibia que contrastaba con la de la bañera, ya fría del todo. Alzó la vista y, pese a que le entró agua en los ojos, vio que María Regla blandía una jarra de porcelana desportillada. Llevaba en la boca un cigarro negro cuyo humo rascó la garganta de Valentina y la hizo toser con vehemencia. ¿Es que en esa isla sólo había mujeres de tez oscura que fumaban como arrieros?

Anjá —dijo la negra de pronto—. Ya tú puedes salir del agua.

Valentina cruzó los brazos por delante de los pechos y dijo que no con la cabeza. Por nada en el mundo pensaba exhibir otra vez su cuerpo ante esa lagartija. María Regla la fulminó con la mirada, le tendió un gran paño de lino blanco y abandonó la estancia refunfuñando algo que a Valentina le sonó como «blanquita melindrosa».

Al poco regresó. Portaba en la mano izquierda una prenda blanca con estampado de florecitas azules y en la derecha un peine de púas interminables. Valentina se había decidido a salir de la bañera y se cubría con el paño enrollándolo fuerte alrededor de su cuerpo y sujetándolo por delante para evitar que se cayera. Así mitigaba parte de la vergüenza que le causaba mostrarse de esa guisa ante una desconocida. María Regla la obligó sin miramientos a sentarse en una vieja silla, le secó bien el cabello usando una toalla rasposa y le pasó el peine una y otra vez hasta dejárselo liso y reluciente. Al acabar, le tendió a Valentina la prenda que había traído. Resultó ser un vestido vaporoso y escotado como el que llevaba la dueña de la casa de huéspedes. Al ver la expresión de horror de Valentina, María Regla anunció que iba a lavar su ropa mugrosa y que mientras ella podía elegir entre ponerse la camisola, que estaba bien limpia, o presentarse desnuda ante el caballero que la había llevado hasta allí.

Valentina se apresuró a tomar la prenda y se la puso sin rechistar.

Cuando María Regla la condujo de regreso al patio, hacía ya rato que Tomás caminaba inquieto entre las jaulas y el ruidoso trino de los pájaros que las moraban. ¿Qué le estarían haciendo esas mujeres a la pobre Valentina? Se dijo que tal vez debería intervenir para rescatarla. Justo cuando decidió ir en busca de la mulata y preguntarle por la joven, apareció ante su vista la negra pequeña y flaca que le había llevado antes un refresco tan dulce que parecía hecho de puro azúcar.

María Regla arrastraba de una mano a la blanquita melindrosa, que entró en el patio muerta de vergüenza, con la mirada baja y las mejillas encendidas. ¿Qué pensaría Tomás de ella al verla tan ligera de ropa como una mujerzuela?

Tomás Mendoza no pudo pensar mucho cuando Valentina se detuvo delante de él con el cabello suelto y brillante enmarcándole las mejillas encendidas, los gráciles dedos de los pies asomando bajo ese vestido liviano que permitía adivinar sus formas e incluso dejaba entrever los sonrosados y erguidos pezones. De la impresión, Tomás estuvo a punto de ahogarse con su propia saliva. Sobrecogido, tragó tres veces. Su capacidad de razonar se había esfumado y sólo atinó a decirse que el instinto no le había fallado al intuir la belleza que ocultaba esa mujer bajo la humilde ropa maltratada por las coladas con agua de mar y la reclusión en aquella insana cámara. La idea que llevaba días sofocando en su mente volvió a hacerse fuerte. Ya no le parecía descabellada ni inadmisible. Volvió a tragar saliva y se prometió que antes de partir para el ingenio Flor de Majagua, donde debía hacerse cargo de la enfermería, confesaría a Valentina lo que sentía por ella y le expondría los disparatados planes que su mente incorregible se había empeñado en tejer.