Los marinos dejaron de remar. Valentina se frotó los ojos y alzó la vista con cautela. Ante el bote se erguía un imponente muro de piedra gruesa y supuso que habían llegado a tierra. El hombre enjuto que la había despertado se levantó con agilidad felina, apresó entre sus manos huesudas y llenas de callos la maleta donde aún permanecía la humilde ropa de Gervasio, y subió como un gato por una escalera excavada en la pared que conducía a un muelle de piedra de sillería. Depositó el magro equipaje en el suelo y se apresuró a bajar de nuevo al bote. Allí extendió los brazos hacia la joven y la apremió procurando no alzar la voz.
—Dese prisa, señora, que pronto saldrá el sol.
Valentina se puso en pie con lentitud, pero era tal su debilidad que perdió el equilibrio y no cayó al agua porque el otro marinero la sujetó y le ayudó a recuperar la estabilidad. Con un suspiro de impaciencia, el de arriba la agarró por debajo de los hombros y la sacó del bote con un fuerte tirón. También tuvo que ayudarle a subir la escalera, pues Valentina se tambaleaba como si estuviera ebria de ron.
El hombre enjuto no se demoró en el muelle. Se limitó a explicarle que se hallaban en la zona del puerto llamada Almacenes de Regla y que debía alejarse cuanto antes de allí porque al amanecer el muelle sería un hervidero de esclavos que acudirían a trabajar a los tinglados vigilados por sus capataces; si la descubrían, la entregarían a las autoridades portuarias. Antes de que Valentina hubiera podido discurrir siquiera una pregunta, el marino ya había bajado de nuevo al bote. Al instante, escuchó el apresurado chapoteo de los remos al hender el agua.
Tiritando de miedo, debilidad y desconcierto, Valentina miró a su alrededor. A la luz de la luna se destacaban varios edificios con techumbre inclinada y un frontal ribeteado por esbeltas columnas de hierro. Por doquier se apilaban montañas de cajones cuadrados que en la penumbra parecían ser de madera. Vio muy cerca de ella unas estructuras que semejaban mástiles de barco, aunque no nacían de un navío, sino del suelo del propio muelle. Con los años aprendería que a esas máquinas las llamaban «grúas» y servían para izar las mercancías y cargarlas en las embarcaciones, pero en ese instante quedó muy desconcertada por esos extraños objetos. El desamparo que sintió al verse sola, sin fuerzas ni dinero en ese lugar oscuro y solitario, hizo que le temblaran las piernas. Tumbó la maleta de modo que quedara en posición horizontal y se fue escurriendo lentamente hasta quedarse acurrucada sobre la misma como un ratón moribundo. La razón le decía que le convenía hacer caso a la advertencia del marinero e irse de allí cuanto antes. Pero ¿adónde? Ni siquiera sabía en qué dirección estaba La Habana. Y si lograba llegar hasta la ciudad a pie y arrastrando su humilde equipaje, ¿adónde podría dirigirse? Apoyó los codos sobre las rodillas, enterró el rostro entre las manos y se abandonó a la pesadumbre que la paralizaba; ya no le quedaban fuerzas ni para llorar.
—Valentina…
Aterrorizada, dio un respingo y apartó las manos de la cara. Por un instante temió que la hubiera descubierto algún funcionario de la aduana. Aunque en ese caso, razonó para calmarse, no la habría llamado por su nombre de pila. La reflexión no logró tranquilizarla. Miró hacia arriba, parpadeando a causa del pánico, y lo que vio le inundó los ojos de lágrimas de gratitud.
Tomás Mendoza se inclinaba sobre ella, dedicándole su enorme sonrisa de hombre bondadoso que dejaba entrever los dientes que ya habían llamado la atención de Valentina en el navío por su aspecto saludable. Alargó los brazos y la cogió por debajo de los hombros para ayudarla a levantarse, tal como había hecho antes el marinero pero poniendo en ello mucha más ternura.
—Sé que ahora se siente débil y abatida, Valentina, pero debe reunir fuerzas para que huyamos de aquí cuanto antes —la apremió con firmeza y sin perderse en preámbulos—. Detrás de esos almacenes nos aguarda un carruaje que nos conducirá a La Habana. Le ruego que haga ese último esfuerzo. No nos queda mucho tiempo antes de que los capataces traigan a las columnas de esclavos para trabajar. Es muy peligroso demorarse aquí.
Tomás señaló con la cabeza hacia los edificios que Valentina había visto nada más ser abandonada por el marinero en el muelle. Levantó del suelo la vieja maleta y con el otro brazo rodeó la cintura de la joven y la apretó muy fuerte contra su cuerpo. Fue conduciéndola con energía hacia donde aguardaba el carruaje que le había prestado su primo Sebastián. Pese a la oscuridad, el agotamiento y la somnolencia legada por el láudano que había tomado durante su reclusión en el navío, Valentina se dio cuenta de que Tomás olía como un caballero perfumado y vestía prendas de tela fina que no parecían haber sido lavadas una y otra vez con agua salada y jabón de sebo. ¿Y si no había despertado como creía y aún estaba tendida en la cámara secreta del bergantín, soñando bajo los efectos del sedante? ¿O tal vez el láudano sí que la había matado y su alma se hallaba vagando por el limbo al que eran arrojados los suicidas?
Sin decir nada más, Tomás siguió arrastrando a Valentina hasta el otro extremo del muelle. Se escurrieron como gatos fugitivos a lo largo del flanco de uno de los almacenes. Cuando el muelle y sus edificaciones quedaron atrás, Valentina vislumbró un extraño carruaje cuya silueta se recortaba contra el cielo que comenzaba a teñirse con los colores del amanecer. Lo primero que le llamó la atención fueron sus dos ruedas gigantescas. El fuelle estaba retirado y permitía ver un solo asiento que a la tímida luz del alba parecía tapizado con terciopelo rojo. El vehículo no poseía pescante para el cochero. Éste les esperaba montado sobre uno de los dos lustrosos caballos que tiraban del carruaje. Valentina se quedó sin aire cuando vio al hombre: su piel era tan negra como la mismísima pez, de sus orejas colgaban grandes aros que brillaban como si fueran de oro, un sombrero de copa cubría su cabeza, y llevaba una librea granate ribeteada por colosales botones dorados tan extravagantes como las botas de reluciente cuero negro que le llegaban por encima de las rodillas.
Tomás ayudó a Valentina a subir a la caja, después se aupó él mismo y se sentó junto a la joven. Dejó escapar un hondo suspiro de alivio y dio instrucciones al cochero, que le respondió con voz grave y una entonación cantarina de exótica dulzura:
—Asina se hará, señor.
Cuando el carruaje comenzó a moverse, el alivio de Tomás se expandió desde el corazón hasta el último rincón de su cuerpo. Se reclinó en el asiento, rodeó los hombros de Valentina con un brazo y la atrajo hacia sí sin disimular su ansia. Cuánto había añorado su cercanía y con qué preocupación había pensado en ella después de abandonar el Gran Antilla sabiendo que la dejaba en manos de ese capitán cruel y despreciable.
—Ahora debe descansar, Valentina. Estamos en la isla de Cuba y saldremos adelante. Se lo prometo.
Ella se acurrucó contra el pecho protector de Tomás, aspiró el suave perfume y el aroma a limpio que emanaba de su cuerpo y se quedó dormida como un bebé en cuanto el carruaje comenzó a mecerse con un ligero balanceo.