Era noche cerrada y negra como el fondo de un barranco cuando el capitán del Gran Antilla y su contramaestre echaron al agua el bote de remos. En el puerto nada quedaba ya de la bulliciosa actividad con la que la tarde anterior había sido recibido el bergantín arribado de ultramar. No se veía rastro de los mulatos y negros sudorosos, ataviados con escuetas vestimentas blancas y sombreros de paja para guarecer sus cabezas del sol, que habían rodeado el navío como un enjambre de abejas laboriosas en sus endebles barquitos de remo y habían sonreído a los pasajeros congregados en cubierta para darles la bienvenida a la luminosa ciudad de La Habana, la Perla de las Antillas. Las barcazas en las que se habían aproximado al bergantín, agitando pañuelos perfumados, algunos parientes de los recién llegados, demasiado ansiosos para aguardar en tierra firme a que los funcionarios de la junta de sanidad permitieran desembarcar al pasaje, llevaban tiempo durmiendo en algún rincón apartado del puerto. También habían sido retirados del muelle los suntuosos baúles de los pasajeros de primera clase, al igual que las raídas maletas de cartón y los zurrones deformes de los viajeros menos pudientes. Ningún carro de mulas guiado por un esclavo oscuro como la pez recorría ya la dársena transportando mercancías recién traídas desde lugares remotos ni cajas de azúcar preparadas para su embarque con destino a Nueva Orleans o a alguna ciudad portuaria situada al otro lado del inescrutable océano, que todos los marinos amaban y temían por igual. El puerto de La Habana aguardaba la llegada del nuevo día sumido en una profunda calma consciente de que al alba vería zarpar a los navíos que habían gozado de su hospitalidad y recibiría a otros cargados de mercaderías exóticas o racimos de sueños de una vida mejor.
Valentina escrutó a través de sus lágrimas a los dos marinos que remaban en silencio y sin mirarla siquiera. Los hombres no las tenían todas consigo. El capitán les había confiado a la joven con la advertencia de que les colgaría del palo mayor si no la depositaban sana y salva en el muelle. Ambos conocían el temperamento irascible del Antillano —habían sufrido algún que otro castigo de desproporcionada dureza por faltas triviales—, de modo que movían los remos con toda la energía que eran capaces de generar sus fuertes músculos curtidos en la mar. Eran los únicos miembros de la tripulación que estaban al corriente de cómo había fallecido el marido de la pasajera y del encierro de ésta en una cámara secreta para evitar que el funcionario de la aduana se enterara del deceso y tomara medidas drásticas. Al no haber enfermado ningún pasajero más de fiebres, el miedo a una epidemia se había ido diluyendo en las almas temerosas de los dos hombres de mar y hasta el capitán se hallaba más tranquilo, pero aun así les causaba una gran zozobra estar tan cerca de esa mujer que, para incrementar aún más su angustia, no paraba de sollozar.
Mientras los marinos conducían el pequeño bote a través de las embarcaciones fondeadas en el puerto, que vistas desde abajo y a la luz de la luna parecían gigantescas montañas flotantes, Valentina se restregó los ojos con fuerza. Se sentía desmadejada por el incesante llanto y por el láudano que había ingerido en su encierro. Inspiró muy hondo para limpiar hasta el último rincón de sus pulmones del aire viciado que había respirado dentro del navío. Advirtió que una cálida brisa le acariciaba el rostro aún manchado por el llanto, mientras un calor espeso impregnaba su cuerpo de humedad bajo las ropas, astrosas después de tantos días de encierro. Estaba habituada a soportar los estíos tórridos de Madrid, pero el calor del trópico en nada se asemejaba al que había padecido en España, mucho más seco y cortante. Alzó la vista y contempló el cielo. Se le antojó una bóveda de terciopelo negro adornado con profusión de pequeños brillantes, como el suntuoso vestido de baile de una dama de la aristocracia. De repente surgió ante ella el rostro de Gervasio, pletórico de salud y tan guapo como cuando vestía el uniforme de cochero reservado para los domingos y las fiestas de guardar. Y Gervasio le sonreía feliz ante aquel espectáculo de estrellas que danzaban en la suave noche antillana, impregnada de aromas a azúcar y a especias desconocidas. Valentina sintió una nueva cuchillada de dolor que borró la inesperada magia del trópico y la hizo estallar en un vehemente sollozo. Los marinos intercambiaron una mirada de temerosa resignación y remaron empleando toda la fuerza de sus brazos para desembarazarse cuanto antes de esa plañidera, que se les antojaba un ave de muy mal agüero.
Valentina volvió a tomar aire y eso la calmó un poco. Debía ser fuerte para que Gervasio, dondequiera que se hallara, se sintiera orgulloso de su mujercita. Se había repetido esa frase una y otra vez a modo de plegaria siempre que el tiempo se estancaba en la diminuta y penumbrosa cámara donde la había recluido el capitán para burlar a la autoridad aduanera. Y lo mismo le había dicho Tomás, cuando ella abrió los ojos tras un denso sueño artificial y lo vio de pie ante su colchón. Al principio no supo dónde se hallaba, pero enseguida acudió a su mente el lacerante recuerdo de lo ocurrido: estaba encerrada en el sucio almacén donde había muerto Gervasio y ese médico le había dado un poco de láudano antes de acudir a hablar con el terrible capitán del barco. Tomás se sentó a su lado, en el suelo, le tomó una mano y comenzó a acariciársela lentamente, mientras le explicaba con voz tenue la última orden del odioso Antillano: debía permanecer recluida en una cámara secreta del navío hasta que hubieran desembarcado todos los demás pasajeros. Cuando cayera la noche y el puerto se hallara en calma, dos hombres la subirían a un bote y la conducirían a un muelle apartado donde las autoridades aduaneras no podrían dar con ella.
—¡Ese hombre infame no puede encerrarme otra vez como si fuera un animal! ¿Por qué no me echa al mar? ¡Allí al menos podré reunirme con mi marido! —había gritado Valentina. Se incorporó con brusquedad e intentó ponerse en pie, pero el sedante la había debilitado mucho y su cuerpo no respondió.
—Valentina, ahora debe ser muy fuerte para que Gervasio esté orgulloso de usted —susurró Tomás con escasa convicción. Se sentía ruin y despreciable por lo que le estaba proponiendo, pero ¿acaso les quedaba otra opción?
—¡Mi marido está muerto! —gimió ella—. Y yo también moriré si vuelven a recluirme en un agujero lleno de ratas y cucarachas. ¡Me volveré loca, Tomás!
—Sólo deberá resistir unas horas, luego la bajarán a tierra —argumentó Tomás procurando tragarse sus escrúpulos para ser lo más persuasivo posible—. Le dejaré un poco de láudano por si necesita calmarse.
Ella sacudió la cabeza con repentino ímpetu.
—No puedo…
—Valentina —la interrumpió él, todavía sin osar mirarla a los ojos—, si el agente de la junta de sanidad averigua lo que le ha ocurrido a Gervasio, pondrá el barco en cuarentena y nos retendrán a bordo durante muchos días. Piense en el gran perjuicio que eso supondría para todos nosotros. Además, usted no tiene carta de reclamación ni documento alguno donde se acredite que se requiere su trabajo en la colonia. La encerrarían y después la deportarían a España en condiciones deplorables. Anoche usted me dijo que desea permanecer en Cuba para cumplir el sueño de Gervasio…
Valentina rompió de nuevo a llorar; sus lágrimas fluían como el caudal de un río bien alimentado por las lluvias: imposibles de detener.
—Ya no sé si podré reunir fuerzas para seguir adelante —susurró entre sollozos—. Tal vez lo mejor sea que las autoridades me devuelvan a España…
Tomás sintió un vuelco en el corazón ante la perspectiva de que Valentina fuera obligada a cruzar de nuevo el océano. La tenía por una mujer resistente, pero se hallaba demasiado abatida para enfrentarse a otra travesía. El estómago se le encogió al pensar en las locuras que se le podrían ocurrir a la joven durante ese viaje sin esperanza. En su cabeza comenzó a fraguarse una idea que enseguida se apresuró a desdeñar, por estúpida e incluso por francamente inadmisible, dadas las circunstancias. Pero ¿y si lo que estaba pensando no fuera tan inaceptable?
—No debe hablar así, Valentina —dijo con intención de tranquilizarla—. Este dolor se calmará, se lo aseguro. Usted es fuerte, tengo la certeza de que resistirá cualquier contratiempo que se le presente. Puede contar con mi ayuda para lo que sea menester, pero ahora debe hacer lo que le pide el capitán. No tenemos otra solución.
Valentina se sintió de pronto exhausta. Tan cansada que su cuerpo parecía enroscarse sobre sí mismo como si fuera una oruga. Desistió de luchar contra la debilidad de su propia carne, contra el inhumano encierro que el capitán había dispuesto para ella y contra el dolor que le atenazaba el corazón. Que ese pelirrojo diabólico hiciera con su persona lo que se le antojara. Ya nada le importaba. Negó con la cabeza y se resignó a lo inevitable.
Había vivido el nuevo encierro llorando por Gervasio y por su hermoso sueño antillano que Dios había truncado con tanta crueldad. A veces la extenuación la arrojaba a un estado de duermevela del que despertaba para seguir encadenando sollozos que ni siquiera se esforzaba por contener; estaba segura de que nadie la oiría y a nadie iba a importarle lo que pudiera ocurrirle en ese agujero pestilente. Perdió la noción del tiempo y apenas reparó en el bullicio del desembarco, que le llegaba amortiguado desde el exterior. Cuando la luz que entraba por el ojo de buey comenzó a debilitarse, se dio cuenta de que no le habían dejado ninguna vela para iluminar la larga noche que se avecinaba. El pánico se extendió por su cuerpo como una culebra llena de ponzoña. La noche anterior la había pasado en el almacén protegida por Tomás, a quien ese odioso capitán había permitido permanecer con ella. Pero ahora se hallaba sola, acompañada únicamente por la punzante ausencia de Gervasio, el repugnante tap-tap que hacían las patitas de los roedores al corretear por la cámara, el zumbido de los insectos y la inmensa tristeza que la paralizaba. Ya no conservaba ni una brizna de fuerza para enfrentarse a tanta desesperación sumida en la oscuridad.
Y entonces se le ocurrió la solución.
A la moribunda luz del crepúsculo sacó del bolsillo de su falda el frasco de láudano que le había dado Tomás con la advertencia de que lo tomara únicamente si se encontraba muy mal. Un pensamiento surcó su mente con inusitada fuerza: ni desembarcaría en esa maldita isla ni regresaría a España. Sin Gervasio su vida se había convertido en una pesada carga de la que le convenía desembarazarse esa misma noche. En ese mismo instante. Y sin pensarlo más, para no dejar el menor resquicio por donde pudieran colarse las dudas, abrió el frasco y se lo aproximó a la boca con rapidez. Había oído decir que el láudano poseía la virtud de sedar al ansioso, pero también que podía acabar con la vida si se tomaba demasiada cantidad. Y eso era lo que ella deseaba: abandonar cuanto antes el infierno en que se había convertido su existencia. Tomó todo el contenido de un trago, arrojó la botella lejos y se hizo un ovillo sobre el colchón que había colocado para ella el marinero que la había encerrado. Pronto se reuniría con Gervasio, se dijo satisfecha, antes de cerrar los ojos para aguardar el ansiado fin.
Despertó con la lengua convertida en un pedazo de esparto que le arañaba el paladar cada vez que la movía. La débil y parpadeante luz de una vela iluminaba el compartimiento y un marino enjuto, de rostro cuarteado por el salitre del mar, la zarandeaba con impaciencia.
—Vamos, mujer —gruñó el hombre—. Abra los ojos de una vez, que debo bajarla a tierra antes de que amanezca.
Valentina comprendió al instante que no se había reunido con su marido. Y que Tomás debía de haber medido cuidadosamente el láudano que le dejaba para evitar que la desesperación la empujara a tomar una decisión precipitada. Al pensar en él la invadió una incongruente alegría por seguir viva, pero eso no bastó para evitar que se precipitara al instante en un profundo pozo de culpa.