9

Tomás miró a su alrededor sin molestarse en disimular la curiosidad que sentía. Nunca antes había estado en la cámara de un capitán de navío. Vio que se trataba de un recinto espacioso, aunque muy austero. Estaba equipado en un extremo con un escritorio macizo sobre el que había extendidas varias cartas de navegación, mientras que el otro lo llenaba una mesa rectangular de madera desgastada, flanqueada a cada lado por un banco del mismo material. Sobre el tablero reposaban una botella que supuso llena de aguardiente y dos jarras de estaño. El capitán MacGregor lo esperaba sentado tras su escritorio. Se puso en pie y movió sus largas y delgadas piernas en pos de Tomás con una amigable sonrisa que en nada se parecía a sus crueles muecas de la noche anterior.

—Déjenos solos —ordenó al marino que había conducido a Tomás hasta allí y se dirigió hacia la mesa desgastada—. Siéntese, doctor.

Tomás tomó asiento con prevención. No le gustaba ese hombre ni la insensibilidad que había demostrado durante el sepelio marítimo del desdichado Gervasio. ¿Qué querría ahora ese tirano? Estaba seguro de que no tramaba nada bueno detrás de su sorprendente sonrisa.

El Antillano se sentó enfrente de Tomás, sobre el banco que se apoyaba contra la pared. Alzó la botella, vertió algo de su contenido en las jarras y acercó una a su invitado deslizándola por encima de la mesa. Torció los pálidos labios en una mueca inquietante que barrió todo vestigio de sonrisa.

—Debemos aprovechar que la mar está de buenas —observó; alzó su jarra y tomó un largo trago. Cuando acabó, se limpió la boca con el dorso de la mano—. En esta latitud la temperatura es más alta y el aire ya trae el especial aroma de las Antillas. ¿No lo había advertido, doctor?

Tomás movió la cabeza. No sabía cómo responder sin contrariar la buena disposición que mostraba MacGregor.

—No me he fijado en esos detalles, capitán. El hombre que ha muerto era mi amigo y me ha dolido mucho su desaparición. Pero sí he notado que va haciendo más calor.

—Si el viento nos sigue siendo así de favorable, pasado mañana desembarcaremos en La Habana —le comunicó el capitán; escrutó su reacción y añadió—: Beba, doctor. Es aguardiente de caña de azúcar. Lo llaman ron. ¡Un buen ron de Cuba! Vive Dios que se lo ha ganado durante esta travesía.

La inquietud de Tomás fue en aumento. La súbita amabilidad y las atenciones del Antillano le desconcertaban y le ponían en guardia. Probó el alcohol por disimular su congoja y sacar tiempo para pensar. Se vio obligado a dar la razón al capitán. Esa bebida era excelente, no tenía nada que ver con el aguardiente que servían a los pasajeros de tercera a la hora del desayuno.

—Es bueno —corroboró; echó otro trago que le supo a gloria—. Y reconforta.

El Antillano se levantó, caminó hacia el escritorio y abrió uno de los cajones. Sacó algo que Tomás no logró identificar desde donde estaba. Regresó a la mesa. Se dejó caer sobre el banco y mostró a su invitado lo que llevaba en la mano. Eran dos gruesos cigarros. Le tendió uno a Tomás.

—Otro presente de Cuba. Le ruego que no se vanaglorie de esto ante sus amigos del sollado. Ya sabe que castigo duramente a quien fume en mi barco. El único fuego que admito en el Gran Antilla es el del fogón del cocinero y el del horno de panificar… Y eso sólo si no hay temporal ni mar gruesa. Un bergantín está construido por entero de madera y arde con suma facilidad… —Esbozó una sonrisa burlona—. Pero en mi pequeño mundo rigen otras leyes. Le recomiendo que aproveche este secreto deleite.

Tomás no hizo ademán de aceptar el cigarro.

—Se lo agradezco, capitán, pero no soy hombre que disfrute con el tabaco.

MacGregor retiró la mano y se guardó la ofrenda en un bolsillo de su uniforme. Del mismo bolsillo sacó un fósforo y encendió el puro con la parsimonia de quien ejecuta un ritual placentero mil veces ensayado. Tras haber dado la primera calada, cuando a Tomás comenzaba a inquietarle el silencio que llenaba el aposento, expulsó el humo muy despacio.

—No sabe lo que se pierde —dijo—. Un habano no es sólo tabaco. —Se echó atrás en el banco y apoyó la espalda contra la pared. Desde allí escrutó a Tomás con sus astutos ojillos azules—. Llevo semanas preguntándome por qué un médico de su categoría viaja al Nuevo Mundo mezclado con los desgraciados del sollado. Sus ropas raídas no me engañan, Mendoza. Usted no es como esos infelices.

Tomás levantó su jarra y bebió para ganar tiempo. No le gustaba por dónde se encaminaba esa extraña conversación. Estaba convencido de que el capitán MacGregor intentaba sonsacarle. Pero ¿por qué? Él había cumplido su pena de cárcel, y desde que salió de prisión no había participado en más conspiraciones políticas. Ni siquiera había vuelto a ver a sus viejos amigos de antaño. Se consideraba en paz con la justicia y sólo deseaba iniciar una nueva vida en la colonia. Aun así, le inquietaba el interés que mostraba por su pasado ese pelirrojo de sangre escocesa.

—No puedo permitirme otra clase de pasaje, capitán.

—Le he visto trabajar, Mendoza. Usted es un médico excelente. Hasta el botarate que me asignó la naviera como sanitario le admira sin reservas. ¿Cómo no ha hallado su lugar en España sacándoles el dinero a los ricos aquejados de enfermedades imaginarias?

El otro se removió inquieto y abismó la vista hasta el fondo de su jarra medio vacía, gesto que no pasó inadvertido al Antillano. Transcurrió un prolongado lapso de silencio que el capitán llenó bebiendo y fumando. Al ver que su invitado no pensaba hablar, MacGregor emitió una carcajada acerada.

—¡Sé qué clase de hombre es usted! —profirió con voz de trueno—. Pertenece a la especie de los que no saben callar cuando les conviene. De los ilusos que defienden la igualdad entre los hombres y piden justicia por doquier, arriesgando incluso el propio cuello. —Remató la enumeración con una nueva risotada que dejó a la vista sus dientes, largos y afilados como los de un perro.

A medio camino entre el miedo y la repulsión, Tomás tomó otro trago de ron y se aclaró la garganta.

—Capitán…

—No tema, doctor —le interrumpió el Antillano riendo aún a carcajadas—. Siento simpatía por los soñadores como usted. Hace muchos años, yo pensaba igual. Por fortuna, recobré el juicio antes de que fuera demasiado tarde.

MacGregor dio una profunda calada a su habano y exhaló el humo con inquietante calma. Cuando se disolvió la nube alrededor de su rostro, propuso:

—¿No le gustaría convertirse en el médico del Gran Antilla? Podría reunir un buen dinero, que le serviría para establecerse en un lugar donde hubiera ricos a los que aligerar del peso de su fortuna.

El capitán rubricó la sorprendente oferta desplegando una vez más su risa estruendosa.

Tomás le miró, incrédulo, y tragó saliva. Cuanto más rato llevaba en esa cámara, más le desconcertaba el demonio del pelo rojo.

—Este navío ya tiene médico, capitán.

El Antillano hizo un gesto de desprecio con la mano que sostenía el cigarro.

—Miralles no es un médico, es una pesada carga. Un castigo que me han impuesto los mandamases de la naviera, ignorantes de los contratiempos que pueden presentarse durante una travesía a ultramar. Ese carnicero no distinguiría un brazo sano de uno gangrenado. Me apostaría el cuello a que si se diera el caso, amputaría el sano. —Se volvió a reír con entusiasmo—. En un navío como éste necesito a alguien que conozca bien su oficio. A alguien como usted.

Tomás comprendió que el capitán no estaba de broma y decidió que ni por todo el oro del mundo se pondría a las órdenes de un hombre que se le antojaba frío como un témpano de hielo y más cruel que un depredador.

—Le agradezco la oferta, capitán, pero debo decir que la vida en la mar no es para mí.

—Piénselo bien, Mendoza —insistió MacGregor—. Aún dispone de dos días para reflexionar. No es fácil abrirse camino en el Nuevo Mundo. Allí será un don nadie y su buen oficio no le servirá de nada. ¿Tiene valedor?

Tomás asintió con la cabeza.

—Sí, capitán. Me reclama un primo muy bien establecido en La Habana. Él me ha proporcionado un trabajo como médico en un ingenio de azúcar.

MacGregor le sonrió con malévola burla tras la cortina de humo de su habano.

—Un ingenio… —Meneó la cabeza fingiendo pesar, aunque Tomás intuyó que en el fondo se estaba divirtiendo a su costa—. Permítame anticiparle su futuro, Mendoza: ese insensato carácter suyo le impedirá callar ante el trato inhumano que reciben los esclavos y le enemistará con el amo. Se arrepentirá pronto de haber rechazado mi oferta.

Dio una nueva calada al cigarro y apuró su ron. Al terminar, emitió un gruñido de satisfacción, se inclinó hacia delante y preguntó con su sonrisa de depredador:

—¿Ha logrado que se tranquilice la bella viudita?

A Tomás la mención de Valentina le provocó un nudo en el estómago. No había esperado un cambio de tema tan brusco. Se dio cuenta de que el capitán le estaba conduciendo por donde se le antojaba; se divertía jugando con él. Eso le molestó tanto como el tono despectivo con el que ese maldito pelirrojo había aludido a Valentina.

—Ha accedido a tomar algo de láudano —informó de mala gana— y se ha quedado dormida en ese almacén donde la ha recluido usted. No debería mantenerla encerrada ahí dentro. Es un lugar insalubre y esa joven acaba de perder a su marido.

—Ay, ese carácter justiciero suyo, doctor —se mofó MacGregor—. Me tiene por un monstruo cruel e inhumano, ¿no es así?

—Capitán, lo que yo piense no tiene relevancia —replicó Tomás, y añadió, sin lograr refrenar un arranque de mordacidad—: Sólo soy un pasajero de tercera clase.

El Antillano pasó por alto el sarcasmo. Volvió a apoyar la espalda contra la pared de madera y posó su mirada azul en la de enfrente.

—Para gobernar un navío como éste y llevarlo a buen puerto, no sólo se requiere destreza y conocer la mar mejor que a uno mismo. Hay que saber mantener la disciplina y el orden. Hay que evitar cualquier peligro que pueda acechar al barco o al pasaje, y es necesario conservar la cabeza fría cuando amenaza con estallar una epidemia a bordo. Todos saben que no soy un hombre sentimental. No me interesa lo que piensen los pasajeros. No quiero saber por qué un rebaño de infelices se encierra en ese maloliente sollado durante treinta días, o incluso el doble si los vientos son malos, para desembarcar en una tierra que tal vez no les dispense la acogida deseada…

—¡Yo se lo diré, capitán! —le cortó Tomás, incapaz de guardar silencio por más tiempo—: ¡Tienen hambre! Buscan en el Nuevo Mundo lo que les ha sido escatimado en su tierra.

—Y seguirán siendo tan pobres en la colonia como en España —replicó el Antillano con retintín—. Pronto lo comprobará usted con sus propios ojos… —Emitió un profundo suspiro, dio una calada al cigarro y expulsó el humo muy despacio—. Admito que me gusta debatir con un hombre de intelecto poderoso como usted, Mendoza, pero nos estamos apartando de la cuestión. Y la cuestión es que la viudita a la que tanto protege no debe desembarcar con el resto del pasaje.

—¡No pensará retenerla a bordo, capitán! —se encolerizó Tomás.

—Amigo mío, de nuevo se deja usted llevar por su incongruente afán de justicia —se burló el Antillano—. Deténgase un instante a reflexionar: si la junta de sanidad se entera de que hemos perdido a un pasajero por causa de calenturas que podrían deberse a un brote de tifus, pondrá el barco en cuarentena. Eso supondría un perjuicio terrible para la naviera y también para mí, no lo voy a negar, pero les perjudicaría por igual a ustedes, los pasajeros, que verían retrasados todos sus planes. Usted mismo no llegaría a tiempo para ocupar ese cargo que le aguarda en el ingenio de azúcar. Imagine que el amo se cansa de esperar y decide contratar a otro médico que no se halle retenido a bordo de un barco en cuarentena. —Meneó la cabeza con aire desdeñoso—. Sólo veo una solución para evitarnos a todos el desastre: esa mujer no debe ser vista por las autoridades del puerto cuando suban a inspeccionar este barco.

Tomás se alarmó hasta el tuétano.

—¿Qué piensa hacer con ella?

MacGregor le dedicó una sonrisa torcida que despertó en Tomás el impulso infantil de darle un puñetazo en la nariz y salir corriendo.

—Como podrá imaginar —arrancó el capitán—, no tengo por qué rendirle cuentas, Mendoza. Pero le aprecio y aún no he perdido la esperanza de que decida aceptar mi oferta de convertirse en el médico de a bordo… —La sonrisa del Antillano se inclinó hacia el otro lado—. También poseo la certeza de que, de un modo u otro, colaborará conmigo. Porque no le queda más remedio… y porque desea lo mejor para la joven viuda y está ansioso por ofrecerle consuelo…, tal vez incluso por ocupar el lugar del difunto. ¿Me equivoco?

Tomás saltó del banco.

—Capitán, no le permito…

—Siéntese —ordenó MacGregor sin alzar la voz, lo que añadió autoridad al mandato—. Aún no he terminado con usted.

El otro obedeció a regañadientes. Por el bien de Valentina y también el suyo, era mejor no enfadar a ese bastardo, aunque le habría cruzado la cara gustosamente.

El Antillano hizo una mueca de satisfacción.

—Le diré lo que he pensado —prosiguió, muy despacio y recreándose en cada sílaba—. Cuando suba la autoridad aduanera a inspeccionar el barco, esa joven estará recluida con todas sus pertenencias en un compartimiento secreto cuya ubicación sólo conocemos mi contramaestre y yo. De allí será liberada después de que hayan desembarcado todos los pasajeros. Antes de que el Gran Antilla zarpe para Matanzas de madrugada, dos marineros subirán a esa viudita suya a un bote y remarán con todas sus fuerzas para llevarla a tierra.

Tomás decidió mostrarse enérgico. Sabía que su posición no le permitía regatear ni exigir, pero por preservar su propia dignidad no debía rendirse tan pronto.

—¿Cómo puedo estar seguro de que realmente lo harán?

—¡No puede! —replicó MacGregor, impertérrito—. Pero le doy mi palabra de marino de que esa joven pisará La Habana sana y salva, aunque lo hará un día más tarde que los demás.

Mendoza se sintió como una mosca atrapada en una tela de araña. Comprendía que el plan del pelirrojo no suponía un mal arreglo, dadas las circunstancias, pero temía el efecto que pudiera ejercer semejante clausura en la mente de una mujer que había visto agonizar a su esposo dentro de ese mugriento almacén. Además, se resistía a abandonar a Valentina a merced de un hombre en cuya palabra no acababa de confiar. MacGregor no le dio tiempo a pensar una réplica.

—Ahora le diré cuál es su encomienda, Mendoza —murmuró, y un brillo astuto barnizó sus ojos del color del mar. Le causaba gran deleite tener acorralado a ese hombre rebelde y rebosante de orgullo—. He podido apreciar que se ha ganado la confianza de esos infelices de tercera. Quiero que se encargue de persuadir a los que estuvieron cerca del difunto de que no deben hablar sobre él ni sobre su enfermedad. Hágales ver las consecuencias que tendrá para todos nosotros cualquier indiscreción, por pequeña que fuere. Ese hombre y su mujer jamás embarcaron en el Gran Antilla. ¿Comprendido?

—No soy un intrigante, capitán —protestó Mendoza con la vista clavada en la deslucida madera de la mesa.

—Usted haga lo que le mando y antes de zarpar yo depositaré en tierra firme a esa viuda de sus desvelos.

El capitán MacGregor dio una calada a su habano y escrutó a su contrincante a través del humo, que fue expulsando muy despacio. A Tomás no le cupo la menor duda de que había perdido.