Tomás introdujo el trapo dentro del cubo, aguardó a que se impregnara bien de agua, lo extrajo y lo escurrió hasta que dejó de gotear. Aproximó la tela al rostro de Valentina y le limpió los restregones que había dejado el llanto en su piel, cuidando de no dañarle el delicado cutis con el viejo y áspero paño. Ojalá dispusiera en ese cuchitril de ungüentos de belleza que hicieran justicia a la hermosura de la joven. Apartó el trapo y le acarició con dedos huidizos una mejilla. Después de que uno de los marineros de confianza del capitán lo encerrara con Valentina en el almacén donde había expirado Gervasio, le había suministrado algo de láudano del poco que le quedaba en su maletín. Ahora la joven yacía sobre uno de los viejos colchones que habían colocado días atrás para ella y Gervasio, mientras él velaba su inquieto sueño sentado a su lado en el suelo y sosteniéndole la cabeza sobre el regazo. A pesar del cabello sucio y revuelto, del rostro hinchado y manchado por el llanto, y del lamentable estado de sus ropas, aquella muchacha se le antojaba un ser angelical que despertaba en él el incongruente deseo de cuidar de ella, de protegerla y, sobre todo, de amarla con la irrefrenable lujuria que despierta una mujer bella. Y sus pensamientos manchados por el deseo, cuando había transcurrido menos de un día desde la muerte de Gervasio, le hacían sentirse terriblemente culpable y ruin.
De pronto, Valentina abrió los ojos y posó en él una mirada velada por la dulzura del sueño artificial al que la había inducido el láudano. Fue en ese instante cuando Tomás comprendió que se había enamorado sin remisión por primera vez en su vida. Y que hiciera lo que hiciese, jamás lograría arrancarse a esa mujer del corazón. Porque el amor, ahora lo entendía al fin, se clavaba en las entrañas como una espina contaminada de un veneno almibarado y encendía la sangre con la virulencia del fuego que consume bosques enteros sin que nadie logre apagarlo.
Al ver a Tomás inclinado sobre ella bajo el haz de luz matinal que entraba a través del ojo de buey, Valentina desplegó una débil sonrisa. Pero entonces regresó el recuerdo de lo ocurrido y una mueca de dolor contrajo sus labios. Se echó a llorar y durante un largo rato sollozó entre suspiros y fuertes hipidos, hasta que la extenuación secó sus lagrimales. Se frotó los ojos para mitigar el escozor que había dejado en ellos el llanto y alzó la vista. Advirtió que su cabeza reposaba entre los brazos de Tomás, que la mecía con la ternura de una niñera que acuna a un bebé recién nacido. Por un instante sintió detenerse los latidos de su corazón. No era decente que la abrazara así un hombre que no era su marido y al que apenas conocía, aunque intuía que bajo su enérgica apariencia latía un corazón bondadoso y tierno. Hizo amago de apartarse de él, pero la terrible flojedad que atenazaba su cuerpo le impidió moverse. Se sorbió la nariz e hizo ademán de frotarse los pómulos. Él se adelantó, acercó a su rostro un trapo que olía a sal y se lo pasó con suavidad por la cara. Ese gesto la reconfortó. Desistió de alejarse de Tomás y se acurrucó aún más en su cálido regazo. Así permanecieron en silencio mientras el tiempo se escurría con el sigilo de un gato.
Al cabo de un rato, Valentina tomó aire y susurró, con la voz ronca de tanto llorar:
—La primera vez que vi a Gervasio fue en la cocina del palacio. —Se limpió las lágrimas que pugnaban por asomar de nuevo—. Era más fuerte que un roble, y los caballos le obedecían sumisos, como los súbditos a su rey.
Tomás no pudo reprimir una sonrisa ante la comparación. Dedujo que Gervasio había sido sirviente en una casa noble, pero ¿qué empujaría a Valentina a adentrarse en la cocina? Los amos siempre mantenían las distancias con la servidumbre. En la casa donde él se crió, el gran prestigio de su padre como médico permitió a su madre mantener un lujoso tren de vida, con dos criadas y un cochero a los que jamás dedicó más palabras que las imprescindibles.
Valentina ni siquiera intuía las cavilaciones de Tomás. Le reportaba un inexplicable alivio poder hablar de Gervasio. Así se sentía como si ese capitán pelirrojo y desalmado no hubiera ordenado que lo arrojaran al mar como si fuera un trasto inservible.
—Los marqueses sacaron a Gervasio de la gran finca que poseían en Aranjuez —siguió susurrando mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas dejando dos regueritos de sal—. Se lo llevaron al palacio de Madrid porque tenía tan buena mano con los caballos. Un día, el viejo cochero murió y la marquesa decidió que Gervasio sería un buen sucesor.
Valentina se despegó de Tomás. Él no la retuvo, aunque el súbito alejamiento le hizo sentirse huérfano. Con movimientos torpes la muchacha se incorporó para quedarse sentada sobre el colchón. Estaba un poco mareada y habría preferido seguir acurrucada en el regazo de Tomás, pero era consciente de que no debía permanecer en una postura tan indecorosa. Las mujeres decentes no se dejaban abrazar por hombres a los que apenas conocían, por muy a gusto que se sintieran cerca de ellos.
—Sólo éramos unos pobres sirvientes. No poseíamos en el mundo otra cosa que nuestras manos para trabajar y la ilusión de Gervasio por buscar fortuna en Cuba, pero fuimos felices hasta que él decidió que no deseaba seguir sirviendo a ricos caprichosos y emprendimos este viaje maldito.
Tomás había escuchado su relato con creciente asombro. En todo el tiempo que llevaban de travesía, jamás le había pasado por la cabeza que esa joven de aspecto delicado y finos modales fuera una sirvienta.
—Permítame que le diga que no se expresa usted como una criada —arrancó, incapaz de ocultar su inmensa turbación—. Siempre la tomé por una muchacha de buena familia que se había casado por debajo de su nivel social.
Valentina sacudió la cabeza con repentina vehemencia. Pese a la pena que la corroía por dentro, estuvo a punto de echarse a reír. ¿Cómo podía estar ese hombre tan ciego para ver en ella a una joven de buena familia? No sólo profesaba incomprensibles ideas de igualdad entre los hombres, según le había chivado Rosa, que se lo había oído comentar a algunos hombres en cubierta; también era un pobre iluso. ¿Cómo podía un hombre poseer tantos conocimientos y ser al mismo tiempo tan cándido?
—La marquesa no soportaba que sus criados hablaran o se comportaran de un modo ordinario —le explicó, mordiéndose el labio inferior para sofocar la sonrisa mordaz que amenazaba con formarse en sus labios—. De niña me hizo asistir durante un tiempo a las clases que la institutriz impartía a su hija pequeña, pero me puso a trabajar en cuanto mademoiselle Renée le advirtió que aprendía más deprisa que la marquesita. —Pese a sus esfuerzos, una mueca malévola se le afincó en las comisuras de sus labios—. ¿Nunca le habló Gervasio sobre nuestra vida en el palacio de los marqueses?
—No hablábamos de eso, Valentina. Nuestras conversaciones versaban sobre lo que haríamos cuando desembarcáramos en Cuba. Siempre que nos confinaban en el sollado, Gervasio y algunos otros me pedían que les leyera en voz alta párrafos del libro que habla de Cuba. Ese que le di el día que la recluyeron aquí. Sus bellas descripciones sobre la isla nos hacían más llevadero el encierro en esa sofocante bodega.
Valentina recordó la aciaga mañana en la que los encerraron en ese agujero infestado de roedores y cucarachas. Llegó a ojear el libro sin demasiado interés cuando la angustia se volvía tan insoportable que, de no haberse dominado, se habría golpeado una y otra vez la cabeza contra la pared.
—No podré vivir sin Gervasio —gimió, y la acometió un nuevo ataque de ese llanto tenaz que brotaba una y otra vez.
Ahora Tomás no se atrevió a abrazarla. Sabía que si cometía esa imprudencia, la irrefrenable pasión que se había adueñado de él le empujaría a besarla en los labios hinchados de llorar y ella le retiraría toda confianza. Ninguna mujer decente disculpaba un atrevimiento de esa índole. Y él tampoco se lo perdonaría jamás. Se limitó a refrescarle la cara con ese viejo trapo impregnado en agua de mar.
Al cabo de un rato, Valentina logró sofocar los sollozos, inspiró muy hondo y musitó:
—Yo no deseaba emigrar al Nuevo Mundo, pero el sueño de Gervasio era hacer fortuna en Cuba y regresar a España convertido en un hombre rico y poderoso. —Meneó la cabeza con desdén y se frotó los párpados hinchados—. Quien nace pobre nunca muere rico. —Hizo una pausa, levantó la vista y sumergió la tristeza líquida de su mirada en los ojos de Tomás—. ¿Usted también es de los que creen que los desposeídos podemos prosperar si trabajamos duro?
Él reprimió una sonrisa ante la extraña pregunta y negó con la cabeza.
—No, Valentina. Jamás he conocido a nadie que haya hecho fortuna trabajando de sol a sol.
Valentina volvió a sentir aquel insoportable dolor horadándole las entrañas, justo donde antes se había enroscado la serpiente del miedo. Cruzó los brazos sobre el pecho y sollozó meciéndose hacia delante y hacia atrás.
—¿Qué voy a hacer sola en esa maldita isla? —profirió.
Tomás no resistió más y la envolvió con fuerza entre sus brazos. Permanecieron muy juntos hasta que el calor que emanaba de la joven lo hizo ser consciente de su inmensa imprudencia. Se apartó de ella con brusquedad y se palpó el costado derecho. Comprobó, satisfecho, que su tesoro seguía a buen recaudo en el forro de la chaqueta donde lo había ocultado antes de iniciar la travesía.
—Escuche —dijo bajando la voz hasta un susurro apenas audible—, me han contado que para una mujer sola es muy difícil abrirse camino en la colonia. Llevo escondidas entre mi ropa algunas monedas de oro, por si se presentan malos tiempos. Hay suficientes para pagarle el pasaje de vuelta a España. Si desea regresar, son enteramente suyas.
La sorpresa cortó el llanto de Valentina, que ofrendó a Tomás una cálida sonrisa bañada en lágrimas. Él adquirió el color de las amapolas que teñían de carmesí los campos de Castilla y su estómago brincó desbocado. La joven alargó una mano para posarla sobre el antebrazo derecho del médico, que ya no supo si apartarse de ella o sucumbir al impulso de besar los labios que tanto le tentaban pese a la hinchazón que había puesto en ellos el llanto.
—Es usted un buen hombre, Tomás —murmuró Valentina tras un tiempo de reflexión—. Le agradezco de todo corazón lo que me ofrece, pero sé que no debo aceptar. Mi marido ha fallecido sin haber llegado a ver la tierra de sus sueños. Si regreso a España, será como si él hubiera muerto en vano. Mi deber es seguir adelante y cumplir el sueño de Gervasio. Sólo así podré hallar sosiego.