7

Una negrura espesa envolvía el bergantín cuando el pequeño cortejo fúnebre se trasladó a cubierta, recorriendo los pasillos con el sigilo de quien no desea ser sorprendido por nada en el mundo. El Antillano había dado orden estricta a la tripulación de que mantuviera a todos los pasajeros encerrados en cámaras, antecámaras y sollados pretextando que se avecinaba un fuerte temporal. Ahora andaba a la cabeza del grupo y sujetaba con fiera determinación una Biblia raída en la mano izquierda. Su segundo de a bordo marchaba a su lado alzando un farol que iluminaba débilmente esa noche sembrada de nubes que cubrían la luna con un velo de muerte. Detrás de ellos, dos marineros transportaban un ancho tablón de madera asiéndolo cada uno por un extremo; la aprensión les atenazaba el cuerpo y encajaba en sus gargantas una roca compuesta de un miedo denso y negro como la pez, pues sobre la improvisada camilla yacía un bulto alargado que el Antillano les había ordenado envolver en tela de arpillera y atar posteriormente con gruesas sogas. Un bulto que hasta la madrugada anterior había sido un ser humano infectado por un mal contagioso y que ahora iba a servir de pasto a los peces que habitaban en las profundidades del océano. Los marinos eran hombres curtidos. Llevaban haciendo esa travesía desde que se enrolaron en la naviera como grumetes. Habían visto arrojar al agua los cadáveres de compañeros a los que había matado el escorbuto, o el tétanos y la gangrena a consecuencia de una herida mal tratada, o plagas como el tifus y el cólera, pero siempre temblaban cuando veían cómo la mar abría sus ávidas fauces para cobrarse una nueva ofrenda. Y esa noche les había revuelto las tripas el sollozo mudo de la joven a la que tres hombres fornidos habían tenido que apartar del muerto para poder envolverlo con esa tela vieja dentro de la que sería sepultado en la mar.

Tomás rodeaba a Valentina entre sus brazos; más que ayudarle a andar, la arrastraba sobre los tablones de cubierta, que emitían un lastimero gemido en la negrura de la noche. Contemplar el profundo dolor de la joven le angustiaba tanto como si lo padeciera él, pero en medio de la aflicción por el sufrimiento de Valentina y por el precario futuro que la aguardaba en la isla, experimentaba un tenue placer al contacto con su cuerpo, que intuía grácil pese a la ropa ajada y sucia que lo cubría. El leve cosquilleo que le provocaba en el rostro el cabello revuelto de Valentina despertaba en él un deseo que le hacía sentirse vil e indecente. ¿Qué clase de depravado deseaba acariciar y besar a una mujer a la que la parca acababa de dejar viuda tras varios días de encierro inhumano en un agujero pestilente habitado por roedores y parásitos? Y, sin embargo, no lograba apartar de su mente la fantasía de unos senos turgentes, de tacto suave como la seda, ni el ansia de sembrarle de besos el cabello, crespo y sucio por la falta de higiene en el barco, pero que aun así permitía intuir el delicado aroma natural de la joven.

Valentina se dejaba llevar por Tomás, llorando sin voz y sin un ápice de fuerza en el cuerpo, que sentía anquilosado como si fuera el de una anciana. De niña había conocido la pena cuando su madre murió y el dolor se le instaló en las entrañas como un parásito cuya picadura le inoculaba el veneno de la amargura que la hacía llorar por las noches, siempre pendiente de que su abuela ya se hubiera dormido, porque así no podría reprenderla por mostrarse débil. Pero el dolor que había sentido al ver morir a Gervasio era mucho más fuerte que aquella terrible prueba de su niñez. Se había afincado en cada rincón de su ser, rajándole el corazón en mil pedazos y convirtiendo sus extremidades en plomo. Las lágrimas no cesaban de brotar de sus ojos a borbotones y se veía incapaz de parar el incesante caudal. Por otro lado, no deseaba detenerlo, porque el cosquilleo del agua escurriéndose mejillas abajo la mantenía dentro de la realidad y evitaba que se ahogara en el profundo océano de su pena. Gervasio había sido la alegría de su vida desde que lo vio por primera vez en la cocina de los marqueses de Tormes. Con él había descubierto que incluso una monótona existencia de sirvienta podía regalar algunos destellos de dicha. Ahora la vida se había transformado en una pesada carga. ¿Cómo iba a salir adelante sumida en semejante oscuridad?

De pronto, una tenue brisa le acarició el rostro anegado en lágrimas y le revolvió el cabello despeinado. Por primera vez desde que esos hombres la habían arrancado del cuerpo de Gervasio y se vio arrastrada por Tomás a través de un laberinto de pasillos calurosos y desiertos, advirtió que la temperatura en el exterior se había tornado más cálida y la brisa marina olía de otra manera. Se pasó la lengua por los labios hinchados de llanto y, al instante, una espesa culpa se mezcló con el dolor, porque después de haber pasado tantos días con sus noches encerrada en el maloliente almacén, había disfrutado por unos segundos del intenso sabor a mar.

El aire fresco le devolvió una brizna de lucidez y la empujó a abrir los ojos hinchados. Entre la niebla del llanto vio que los marineros habían depositado en el suelo la tabla con el cuerpo de Gervasio. El Antillano murmuraba ante una Biblia abierta palabras que no logró entender, mientras el segundo de a bordo sostenía un farol en alto para alumbrar el libro. Nuevas lágrimas le velaron la espantosa visión. Se hundió entre los brazos de Tomás y arrancó otra vez a sollozar; sentía en el pelo la tenue caricia de ese médico de ideas incomprensibles que había sido su único apoyo durante la agonía de Gervasio. Cuando izó de nuevo los párpados, el capitán había cerrado la Biblia y los marinos se dirigían hacia la barandilla de cubierta transportando la rudimentaria camilla. Otra puñalada de dolor se hundió en su corazón. Con repentina vehemencia se desasió del abrazo de Tomás, corrió hacia el pelirrojo y le tomó la mano que no sostenía la Biblia. El capitán la retiró con brusquedad, retrocedió de un salto y miró a Valentina con repugnancia desde sus crueles ojillos de color azul.

—No lo echen al agua…, por favor —gimió Valentina—. ¿Cómo podré poner flores en su tumba si yace en el fondo del mar?

El Antillano hizo una señal a Tomás para ordenarle que se ocupara de la mujer. Se arrepentía de haber permitido que la viuda asistiera al entierro en el mar. Habría sido mucho mejor para todos si ese galeno sentimental le hubiera suministrado láudano para que se quedara dormida y no entorpeciera la tétrica tarea que tenían por delante. Sin embargo, motivado por el buen hacer que ese hombre había demostrado como médico, le había concedido demasiadas prebendas durante la travesía, incluida la de consentir la presencia de la viuda mientras se deshacían del molesto cadáver. El capitán meneó la cabeza y se dijo que, por muy buen médico que fuera, ese hombre no dejaba de ser un pasajero de tercera con propensión a inmiscuirse en asuntos que no le incumbían. Había llegado la hora de aplicarle mano dura y demostrarle quién gobernaba ese barco.

—¡Procedan! —ordenó a sus marineros, a los que su macabra encomienda seguía provocando una gran aprensión y que no veían el momento de desembarazarse del muerto.

Apoyaron un extremo del tablón sobre la barandilla y alzaron el otro, hasta que el cuerpo amortajado con arpillera empezó a deslizarse sobre la madera y acabó cayendo por la borda. La mar recibió su ofrenda con un fuerte chapoteo.

—¡Noooooo! —gritó Valentina.

De repente, el corazón le ordenó que su deber era seguir a Gervasio al lugar donde iba a morar para siempre. Dio un tirón para desasirse de Tomás, pero sólo logró que él la rodeara con más fuerza.

—¡Suélteme! ¡Debo ir con mi marido!

—Eso no lo permitiré jamás, Valentina —susurró él, impresionado por su padecimiento y lleno de culpa porque aún no había logrado apagar su inadmisible deseo.

—¡Haga callar a esa mujer, por el amor de Dios! —rugió el Antillano. De buena gana la habría arrojado por la borda detrás del cadáver. Bastante problema era ya la amenaza de una epidemia en el navío cuando faltaban sólo dos días para que llegaran a Cuba. Tomó aire para tranquilizarse y añadió en voz baja—: ¿Quiere que todo el barco sepa lo que ha ocurrido? No puedo permitirme que los pasajeros sean presa del pánico. Si todo marcha bien, dentro de dos días entraremos en el puerto de La Habana. Nadie debe saber que hemos perdido a un hombre por causa del tifus, por simples calenturas o lo que quiera que padeciera ese infeliz, ¿me oye?

El ruidoso sollozo de Valentina rasgó la noche antes de que Tomás hubiera podido meditar una respuesta que aplacara la ira del capitán.

—¡Maldito estúpido! —estalló el Antillano al verle tan callado—. Si esta mujer no deja de alborotar por las buenas, dele láudano o lo que se le antoje, pero hágala callar. ¿Tiene usted idea de lo que harán las autoridades portuarias si esto llega a sus oídos?

Tomás negó con la cabeza mientras sujetaba a Valentina empleando toda la fuerza de sus brazos.

—¡Pondrán el navío en cuarentena, hombre de Dios! —le espetó el capitán, mirándole como si estuviera contemplando a un lerdo—. ¡No puedo permitirme un retraso como ése! Cuando ustedes desembarquen, el Gran Antilla pondrá rumbo a Matanzas, donde nos aguarda un cargamento de azúcar que debemos transportar a España. La cuarentena sería fatal para la naviera… —Se demoró un segundo en respirar y preguntó—: ¿Ha atendido a más enfermos en las últimas horas?

Tomás sacudió de nuevo la cabeza. Después de casi un mes ayudando al médico de a bordo, aún no había logrado averiguar cómo lograría granjearse la confianza del capitán.

—Sólo he tratado afecciones de la piel y varios casos de descomposición, creo que a causa del agua y el mal estado de algunos alimentos.

—¿Y sigue convencido de que este hombre padecía tifus?

—Ya no estoy del todo seguro, capitán. Cuando cayó enfermo, hace unos días, temí que fuera tifus y me creí en el deber de evitar que contagiara a los demás y de dar parte a la autoridad. Sin embargo, lo lógico habría sido que hubieran estallado más casos en los últimos días. Eso no ha ocurrido, pero aún no podemos descartar el tifus. La gente todavía puede enfermar, el mal puede manifestarse incluso cuando ya estemos todos en La Habana.

—Entonces ya no me incumbirá.

—¿Y si el mal ataca a su tripulación durante el viaje de regreso?

—¡Llevo muchos años gobernando este barco, Mendoza! —tronó el Antillano—. Si se da el caso, sabré cómo hacerle frente.

El capitán miró uno a uno a todos los presentes. El segundo oficial seguía sosteniendo el farol, que ahora temblaba ligeramente colgado de su mano grande y peluda. Conocía bien a su superior y sabía cuándo convenía callar en su presencia y obedecer las órdenes sin replicar. Los dos marinos sujetaban el tablón vacío; no osaban hablar ni moverse por no atraer las iras del Antillano, al que temían como al mismísimo diablo. Valentina seguía llorando entre los brazos de Tomás, pero la extenuación había convertido su llanto en una convulsión silenciosa.

—¡Les recuerdo que nadie debe hablar sobre lo que ha ocurrido aquí esta noche! —ordenó el Antillano con voz tajante—. ¡Mataré a latigazos a quien me desobedezca! —Escrutó a los miembros de su tripulación, aunque poseía la certeza de que le obedecerían y no crearían problemas. Otra cosa era ese médico idealista, al que creía muy capaz de dejarse llevar por algún impulso de naturaleza sentimental—. Acompañe a esta mujer de nuevo al almacén. El resto del pasaje no debe verla en ese estado.

A Tomás comenzó a hervirle la sangre ante tanto despotismo.

—¡Ése es un lugar infecto, capitán! —protestó—. No podemos dejarla sola allí dentro. Se volverá loca.

—Puede permanecer con ella esta noche —replicó el Antillano fulminándole con su temible mirada azul—. Quiero que la examine bien por si muestra algún signo de la enfermedad. Dispondré que le lleven agua de mar para que pueda asearse un poco. Tiene un aspecto deplorable. ¡Y mañana quiero hablar con usted! ¡Su amiga no debe desembarcar con los demás bajo ningún concepto!