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Valentina acercó con ternura la taza de barro a los labios resecos de Gervasio, mientras le alzaba la cabeza sujetándosela por la nuca con la mano libre. El enfermo sudaba copiosamente, tenía las mejillas hundidas y la piel de su rostro amarilleaba a la escasa luz que entraba por un pequeño ojo de buey. Valentina estaba segura de que su marido debía de tener mucha sed y sólo la debilidad le impedía pedirle agua. También le preocupaba que tragara con tanta dificultad y después vomitara el poco líquido que había logrado ingerir. Desde que el capitán les había recluido en ese cuchitril inmundo y caluroso, Gervasio pasaba las horas sumido en un profundo sopor del que sólo salía para perderse en extravagantes delirios provocados por la calentura.

Valentina volvió a apoyar la cabeza de su marido en la dura almohada impregnada de sudor y dejó la taza en el suelo cuidando de no derramar una sola gota de su contenido. El agua de beber sabía cada día más a cloaca, pero a esas alturas de la travesía escaseaba tanto que el capitán había impuesto severas restricciones y a Valentina sólo le daban al día una taza para ella y otra para Gervasio. Al marinero que le suministraba los víveres cada mañana, asomándose con mucha precaución a la puerta que él mismo abría con una gran llave de hierro, no le ablandaba lo más mínimo el padecimiento del enfermo. Más bien le repelía porque sentía un gran temor a contagiarse, fuera cual fuese el mal que consumía a ese infeliz.

La joven limpió con un pañuelo la frente sudorosa de su marido, se dejó caer sobre el colchón apelmazado que habían colocado para ella en el minúsculo recinto y reclinó la espalda contra la pared. Se peinó con la mano el cabello castigado por el agua de mar y la brisa salada e intentó arreglárselo a ciegas, ajustando los mechones que habían escapado del moño y recolocando horquillas acá y allá. Vencida por el cansancio y el calor, cerró los ojos, pero no se quedó dormida. Acudieron a su mente, una vez más, los sucesos de los últimos dos días; los recordaba a todas horas, incluso cuando yacía sobre su colchón al lado de Gervasio e intentaba conciliar el sueño esquivo a la débil luz de una vela. No le hacía falta mirar al hombre demacrado y sudoroso que ya ni luchaba por retener la vida para poseer la certeza de que el joven apuesto al que aprendió a amar en la oscura cuadra de los marqueses de Tormes no iba a conocer la isla de sus sueños.

Recordó cuando bajó al sollado tras la advertencia de Tomás Mendoza, se precipitó dentro del compartimiento de los varones y buscó a Gervasio entre las tupidas hileras de coys colgados del techo. En algunos reposaban hombres silenciosos en espera de que llegara su turno para subir a cubierta. Varios de ellos la miraron asombrados cuando la vieron correr desesperada entre los coys, pero a ella no le preocupó lo más mínimo. ¿Qué podía importarle lo que pensaran todos esos vagos cuando su marido se debatía entre la vida y la muerte?

—¡Eh, Valentina! —oyó cómo la llamaba alguien—. Aquí…

Se volvió hacia la dirección de la que venía la voz. En la penumbra del sollado vio a Emilio, el marido de Sofía. Estaba muy cerca de ella, pero los nervios le habían impedido verle. Por primera vez desde que iniciaron la travesía, el rostro colérico de Emilio le pareció casi bondadoso. Él saltó al suelo desde su hamaca, donde había estado recostado, y se aproximó a Valentina. Siempre había sido un hombre taciturno al que había que arrancar cada palabra con tenazas, pero en ese momento le resultaba más difícil que nunca expresar algo sensato. ¿Qué podía decirle a una joven que se hallaba a punto de convertirse en viuda cuando, según había oído comentar a la tripulación en cubierta, les quedaban a lo sumo cuatro días para desembarcar en la isla de Cuba? Se limitó a alzar un dedo y señalar la hamaca de al lado.

Valentina tuvo que taparse la boca con la mano para sofocar el grito provocado por la visión de Gervasio, que yacía en su coy como un esqueleto cubierto de sudor y con el rostro del color de una mortaja. Se abalanzó sobre él y abrazó ese cuerpo escuálido, envuelto en la viscosa humedad de la fiebre.

—¡Gervasio, mi amor! —profirió entre sollozos—. ¡Háblame! Dime algo…

Sin mediar palabra, Emilio intentó apartarla del enfermo, pero ella le empujó lejos con una fuerza que jamás habría esperado en una mujer. El pobre hombre no supo qué más hacer y se quedó contemplándola a cierta distancia, con los brazos cruzados delante del pecho.

—Déjame a mí, Emilio —le dijo alguien—. Sube a desayunar con tu mujer. Yo me hago cargo de Valentina.

Emilio sintió un inmenso alivio al ver a Tomás Mendoza, ese médico que parecía saber de todo y en quien los pasajeros, incluso los más pudientes alojados en cámara, ya confiaban más que en el sanitario de a bordo. Se apartó gustosamente y salió del compartimiento como alma que lleva el diablo.

Tomás tiró de Valentina con energía y logró apartarla de Gervasio.

—Ahora no puede oírla, Valentina —le susurró como si estuviera tranquilizando a un caballo desbocado—. Ha pasado la noche delirando por la calentura. Es mejor que le dejemos descansar.

—¡Es mi marido! ¡Usted no puede apartarme de él! —replicó ella con tozudez.

—No pretendo alejarla, pero debemos ser cautelosos hasta que haya hablado con el capitán. Y… se lo ruego, Valentina, no se acerque tanto… Se lo digo por su bien.

—Mi bien es que Gervasio se recupere —exclamó ella—. Si él muere, ¿qué será de mí?

—Chis…, baje la voz, por favor —le recriminó Tomás con suavidad.

Valentina depuso su actitud belicosa y adoptó un tono suplicante:

—Usted logrará que se ponga bien, ¿verdad, Tomás?

Él meneó la cabeza sin energía y le hurtó la mirada. Sólo un milagro podría salvar a Gervasio a esas alturas, pero no tenía alma para decirle eso a Valentina. Ahora, lo más importante era sacarla del sollado antes de que alarmara a los demás pasajeros. Empleando mucha ternura y todas sus dotes de persuasión, consiguió arrastrarla hasta cubierta. Enseguida se acercaron Sofía y Rosa, que habían estado pendientes por si veían aparecer a Valentina. Al final, Rosa había acabado confesando a Sofía lo que le ocurría a Gervasio y las dos se habían puesto tan nerviosas que apenas habían tomado un poco de café aguado para darle calor al cuerpo. Tomás dejó a Valentina con ellas y corrió a desempeñar la ingrata tarea de informar al capitán.

El Antillano llevaba veinte años surcando los mares y reaccionó con la rapidez de un marino curtido. Para evitar la posible propagación de una epidemia, ordenó que el enfermo fuera recluido en una pequeña cámara donde hasta entonces habían almacenados víveres, ya consumidos en esa etapa de la travesía, por lo que el diminuto reducto había quedado libre. Allí encerraron con llave a Valentina y a Gervasio, con una vela para la noche y dos viejos colchones sobre el sucio suelo por el que a veces correteaban las ratas. Tomás había rogado al capitán que le permitiera acompañar al enfermo y a Valentina, pero el Antillano ni siquiera había querido escuchar semejante locura. Había advertido que ese médico poseía más conocimientos que el matasanos que la naviera solía poner a sus órdenes, y deseaba conservarlo cerca por si necesitaba sus servicios.

Antes de que cerrara la puerta con llave el marinero al que el Antillano había encargado la vigilancia del cuchitril, Tomás sacó algo de un macuto que llevaba colgado del hombro y se lo tendió a Valentina sin osar mirarla a los ojos. De buena gana se habría encerrado con ella para velar por Gervasio, pero sabía que no le convenía contrariar al capitán, aunque no por ello dejaba de sentirse como un sucio traidor.

Ella tomó el objeto sin mostrar ningún interés. ¿Qué podía importarle ya nada, cuando el hombre sano con el que se casó en Madrid yacía consumido y moribundo sobre un mugriento colchón? A través de la abertura de la puerta, Tomás aproximó la cara a la suya, sin hacer caso de la mirada de impaciencia del marinero.

—He observado que sabe leer con soltura —le susurró al oído—. Este libro la distraerá cuando el tiempo se le antoje de plomo.

Valentina recordó fugazmente la imagen de Gervasio en el puerto la tarde antes de zarpar. Entonces su marido, aún fuerte y derrochando vida, se había mofado del hombre que leía con la espalda apoyada sobre un zurrón. Ahora, el hombre al que Gervasio había llamado «listo» le entregaba uno de sus libros mientras todos daban ya por muerto a Gervasio. Echó un vistazo a las letras que llenaban la portada. Viaje a La Habana, leyó. Estuvo tentada de arrojarlo al suelo. ¿Qué iba a hacer en esa pocilga con un libro sobre el lugar que tenía la culpa de la desgracia de Gervasio? Los ojos se le volvieron a inundar de lágrimas.

—Es la obra de una dama noble que describe la ciudad de La Habana tal como ella la vio cuando llegó desde París hace casi veinte años —se apresuró a explicarle Tomás—. A mí me ha proporcionado momentos de alegría cuando sentía que me faltaba el aire en ese oscuro sollado. Tal vez la ayude a soportar mejor el encierro. Acéptelo, Valentina, se lo ruego. No tengo nada más que ofrecerle.

Ella se tragó el comentario desdeñoso que le bailaba en la punta de la lengua y se vio anegada por una ola de ternura, acompañada de un desconocido hormigueo en el estómago, justo donde la serpiente del miedo llevaba tiempo clavándole los dientes de día y de noche.

—Me habría gustado ayudarle y hacerle compañía ahí dentro —prosiguió Tomás—, pero el capitán me requiere a su lado por si enferma alguien más. Sin embargo, he logrado que me autorice a venir de vez en cuando para ver cómo marcha Gervasio. No estarán solos. Se lo prometo.

Valentina asintió con la cabeza y se limpió las lágrimas que volvían borroso el rostro de Tomás. Aun así, pudo ver que él le sonreía como jamás lo había hecho nadie y volvió a sentir ese extraño cosquilleo en el estómago.

El marinero había aguardado con creciente impaciencia a que ese médico blando y tontorrón le permitiera echar la llave para alejarse cuanto antes del foco de contagio. Ahora ya no aguantaba más. De malos modos apartó a Tomás de la puerta y cumplió con su cometido de cancerbero, dejando a Valentina y Gervasio encerrados en su prisión.

Dos días con sus noches pasó Valentina velando al enfermo, que alternaba los delirios de la fiebre con episodios de profundo sopor, durante los cuales se quedaba tan quieto que ella le apretaba las muñecas entre el pulgar y el dedo índice para comprobar si aún latía su corazón. Había visto hacer eso a Tomás cuando entraba a reconocer a Gervasio. El médico también le dejaba remedios de su propio maletín para que ella se los suministrara cuando le diera de beber. Después Tomás salía del cubil con la cabeza gacha y sin atreverse a mirarla a los ojos, dejándole la certeza de que la vida de su marido se consumía con la rapidez de la vela que encendía al desvanecerse la luz del día.

La tercera noche, cuando la mecha ya se había consumido por la mitad, Valentina alzó de nuevo la taza de barro y quiso levantar la cabeza de Gervasio para darle de beber. De repente, él abrió los ojos y se quedó mirándola con perturbadora fijeza. El corazón de Valentina dio un vuelco. El iris marrón oscuro que la había deslumbrado años atrás por su viveza aparecía velado como el de un anciano aquejado de ceguera. Muy despacio, el enfermo despegó los labios secos, emitió un débil quejido y susurró con apenas un hilo de voz:

—Va… len… tina…

Ella dejó la taza en el suelo y abrazó ese cuerpo escuálido.

—Por fin has despertado, mi amor —exclamó—. Ahora te pondrás bien…

Él tragó con dificultad e intentó pasar la lengua por la piel reseca de los labios, pero se hallaba demasiado débil para lograr siquiera moverla dentro de la boca.

—Perdóname… —logró farfullar— por… dejarte… sola.

Ella sintió de nuevo el pánico en el estómago, ahora más doloroso que nunca. No había nada que temer, se dijo para calmarse. Gervasio había despertado y eso sólo podía significar que se recuperaría poco a poco y volvería a ser el mozarrón robusto de siempre.

—Pronto desembarcaremos en Cuba, Gervasio —susurró con intención de darle ánimos—. Tienes que recobrar fuerzas para conocer la isla de tus sueños.

Él quiso menear la cabeza, pero la debilidad se lo impidió. Consiguió esbozar un apunte de sonrisa en las comisuras de los labios cuarteados por la fiebre y musitó:

—Te… amo… Va… len…

No pudo acabar la frase, su voz se extinguió igual que una vela apagada por un soplo de viento.

Al amanecer, el marino cancerbero abrió la puerta entre fuertes chirridos de su pesada llave de hierro. Cuando Tomás Mendoza se precipitó dentro del cuchitril, albergando un mal presentimiento en el corazón, halló a Valentina iluminada por un haz de luz matinal que penetraba a través del ojo de buey. La joven sollozaba ya sin fuerzas, con la mirada extraviada y el cuerpo inerte de Gervasio apretado entre sus brazos.