5

En la mañana del vigésimo cuarto día, Valentina subió a cubierta con la boca seca y temblando como las hojas de los árboles cuando las azota una tormenta. Había tenido una pesadilla plagada de imágenes espeluznantes en las que Gervasio, convertido en un espectro traslúcido de ojos desorbitados, se hundía ante su mirada impotente en ese inescrutable océano que rodeaba el bergantín y que tan pronto podía parecer apacible como lleno de maldad. Recordaba que se había despertado sudorosa y gritando el nombre de su marido, hasta que acudió Sofía y la envolvió en un abrazo maternal que olía a sal y sudor, como si Valentina se hubiera convertido en uno de los cuatro hijos que perdió en su tierra.

Valentina se frotó los ojos con saña. Le escocían igual que si alguien hubiera espolvoreado sobre ellos puñados de tierra mientras dormía. Buscó entre la escasa gente que había en cubierta a su marido y a Tomás. Los dos se habían vuelto inseparables, el médico acompañaba a todas partes a Gervasio, demasiado débil ya para caminar solo. Pero descubrió que en cubierta sólo quedaban algunos pasajeros del turno anterior, que remoloneaban todo lo posible antes de regresar al ambiente viciado de la bodega. Valentina inspiró hondo para aprovisionar sus pulmones de aire fresco y dejó vagar la vista sobre el agua. Contemplar el mar por las mañanas la llenaba de paz y calmaba por un tiempo la gorda serpiente del miedo que anidaba en su estómago. Al contrario que su marido, ella se había habituado a la vida en el barco, pese al hacinamiento y al denso calor que invadía el maloliente sollado, a las pulgas que campaban a sus anchas, a la comida cada día más rancia y escasa, al racionamiento del agua potable que ya sabía a cloaca y a tener que asearse con cubos de agua de mar que cuarteaba la piel, resecaba el cabello y endurecía la ropa. Pero esa mañana no llegó la anhelada serenidad que le proporcionaba la visión del océano. Sentía una fuerte opresión en el pecho, como si el fantasma traslúcido de su sueño se lo estuviera estrujando con fuerza.

Inspiró de nuevo y volvió a escrutar la cubierta en busca de su marido. Vio a Perico y a otros dos hombres de su turno guardando cola para hacerse con su ración del desayuno. Pensó que, como cada día, les darían a elegir entre aguardiente, té o café acompañado de dos galletas rancias y, si había suerte, tal vez un tazón de sopa aguada. Perico la vio, pero no la saludó con su campechana alegría de siempre y desvió la mirada bajo las tupidas cejas.

—Ese tragaldabas siempre sube el primero —dijo una mujer muy cerca de su oído.

Valentina se giró. A su lado Rosa miraba a Perico sin ocultar el desprecio que le inspiraba ese bruto.

—No te burles de él. Ese chico bebe los vientos por ti.

—Ay, ya lo sé —respondió la otra con ligereza, retirándose de la cara un mechón de pelo que la brisa había liberado del moño—. Pero no me gusta nada, Valentina. Es igual que un animal. Si tuviera sólo un poquito de caballero…, así nada más… —Rosa acercó el pulgar a la punta del dedo índice para señalar la medida exacta de caballerosidad que necesitaba Perico para parecer un ser humano.

—Si fuera un caballero no viajaría en tercera clase —le reprochó Valentina con retintín. Apreciaba a Rosa pese a las muestras de frivolidad que dejaba traslucir, pero a veces le enojaba que tuviera tantos pájaros revoloteando en su bella cabeza—. Ya deberías saber que los caballeros no son para nosotras.

—La vida da muchas vueltas —se limitó a decir Rosa.

—Pero siempre acaba en el mismo sitio. El que nace pobre, muere pobre.

—Ay, Valentina, algunos días hablas como una vieja gruñona.

Valentina se encogió de hombros. No se veía con ánimo de enredarse en divagaciones estúpidas cuando aún sentía en el paladar el recuerdo amargo de esa espantosa pesadilla.

—¡Alegra esa cara, mujer! —exclamó Rosa, haciendo un mohín mimoso que le servía para embaucar a los demás, en especial a los hombres, que se convertían en mantequilla líquida cuando se lo dedicaba—. No puede faltar mucho para que lleguemos a Cuba, y ya has oído lo que nos cuenta ese médico tan guapo sobre la isla. —Hizo una pausa y puso cara de interesante—. ¿Nunca te has preguntado por qué un hombre que habla y se comporta como un verdadero caballero viaja en tercera y viste como un vagabundo? El otro día le remendé la chaqueta y me dio las gracias de un modo que me hizo sentir talmente igual que una dama… de esas elegantes que llevan sombrero y se esconden del sol bajo una sombrilla. —Rió con regocijo y dio varias palmaditas en el brazo de Valentina—. Míralo, ahí viene. —Rosa calló por un segundo y luego dijo—: Qué raro verlo solo. ¿Dónde se habrá dejado a Gervasio?

Su amiga buscó con mirada ansiosa a su marido, pero Rosa no se había equivocado. El médico venía solo. Valentina sintió un vuelco en el corazón al ver el semblante serio de Tomás, que se acercó a toda prisa y se quedó parado delante de ella.

—¿Y Gervasio? —logró pronunciar con voz temblorosa. Tuvo el presentimiento de que algo malo le había ocurrido. Las rodillas comenzaron a ablandársele.

Tomás miró a Rosa y ésta, que podía ser algo frívola pero no era estúpida, comprendió al instante lo que se avecinaba. Entre los dos obligaron a Valentina a sentarse sobre un tablón de madera que hacía las veces de banco y tomaron asiento a su lado.

—Valentina, Gervasio no ha podido levantarse esta mañana. —Tomás posó una de sus manos, grandes y fuertes, sobre el antebrazo de la joven. Un escalofrío recorrió su columna vertebral con tanta intensidad que no advirtió el estremecimiento de la muchacha al contacto con sus dedos—. Me temo que está muy enfermo. Anoche se quejaba de dolor de cabeza y esta madrugada le dieron escalofríos. Al poco tiempo empezó a delirar. Tiene mucha calentura y me preocupa que…

Valentina se puso en pie de un salto.

—Debo verle enseguida… —murmuró en voz muy baja, como si hablara consigo misma. Sacudió la cabeza con vehemencia y alzó la voz—: ¡No me importa si es indecoroso que una mujer entre donde duermen los hombres! ¡Quiero ver a mi marido!

Tomás intercambió otra mirada con Rosa. Ésta se levantó y, con suavidad, obligó a su amiga a sentarse de nuevo. A Valentina ya le temblaban las rodillas con tal fuerza que no se resistió y se dejó caer sobre el banco. Rosa le acarició el brazo para tranquilizarla.

—Debe saber, Valentina… —arrancó Tomás con creciente desazón—. Debe saber… que tal vez… su marido haya contraído el… tifus.

Ella le miró con los ojos desorbitados. No podía creer que Gervasio padeciera la misma enfermedad que la dejó huérfana de madre siendo tan sólo una niña, poco antes de que la marquesa de Tormes se la llevara a servir a Madrid. Meneó la cabeza y tragó saliva con fuerza para evitar el avance de las lágrimas. Ante todo debía ser fuerte para poder cuidar a Gervasio.

—También debo advertirle —prosiguió Tomás— que tal vez su marido no… no conserve fuerzas suficientes para hacer frente a esa enfermedad.

Valentina ya no pudo sofocar el sollozo. Ahora sabía que su pesadilla no había sido sólo un sueño, sino una advertencia enviada por la serpiente del miedo, que mordía sus tripas con saña desde que Gervasio comenzó a sufrir esos terribles mareos del mar y a enflaquecer a ojos vista.

—Gervasio apenas ha comido durante los veintitrés días que llevamos de travesía —añadió Mendoza con sumo esfuerzo. Jamás le había resultado tan difícil decir la verdad a los familiares de un enfermo, pero él no era partidario de endulzar los hechos, aunque en este caso lo habría hecho gustosamente—. Ha adelgazado más de lo que puede soportar el cuerpo humano y se encuentra muy débil. Debemos prepararnos para lo peor…

El llanto de Valentina se había vuelto silencioso, aunque no había perdido vehemencia y le agitaba la espalda encorvada como un vendaval.

—Y… —A Tomás le falló la voz, pero logró recomponerse—. Valentina, mi deber es consultar con el médico de a bordo y dar parte al capitán. Si realmente se trata de tifus, habrá que trasladar a Gervasio a un lugar aislado para evitar el contagio. De lo contrario podríamos enfermar todos y morirían… muchas personas.

—¿Y si no se trata de tifus? —Valentina se limpió los ojos y escrutó a Tomás con aire belicoso—. ¿Mantendrán encerrado a mi marido en algún lugar infecto, como si fuera un perro rabioso, cuando lo que necesita es que le cuidemos? ¿Qué clase de amigo es usted?

Mendoza se sintió profundamente herido en su honor.

—Me considero amigo de su marido y también de usted, Valentina —afirmó con énfasis—, pero no puedo cargar con esta responsabilidad. Estoy casi seguro de que mi diagnóstico es acertado y mi deber como médico es evitar que se propague una epidemia en este barco.

Rosa seguía acariciando el brazo de Valentina para calmarla. Le daba miedo la mirada extraviada de su amiga y más aún la perspectiva de que el tifus se extendiera por el bergantín. Sabía por uno de los marineros más jóvenes que si el viento seguía soplando como hasta entonces no tardarían más de una semana en llegar a la isla de Cuba.

Valentina apartó el brazo de Rosa y se levantó de nuevo, esta vez sin energía y con las rodillas tan blandas que apenas la sostenían.

—¿Cómo ha podido dejar a Gervasio solo ahí abajo? —murmuró dirigiendo a Tomás una mirada de desprecio.

Él negó con la cabeza. Estaba habituado a que la gente se negara a aceptar que sus seres queridos estaban abocados a fallecer, pero la incomprensión de Valentina le dolía en el corazón más que una puñalada. Se sentía como un desalmado cuando sólo estaba cumpliendo con su deber y eso le causaba un gran sufrimiento, porque intuía que no iba a ser capaz de salvar a Gervasio, al que había llegado a apreciar durante la travesía.

—No está solo, créame. El marido de Sofía se ha quedado con él.

La joven tomó aire y exclamó:

—¡Voy a ver a mi marido ahora mismo!

Antes de que Tomás hubiera podido responder, Valentina se alejó y fue a toda prisa hacia la entrada a la bodega. Rosa se apresuró a correr tras ella. Consideraba su obligación acompañar a su amiga, aunque al mismo tiempo le daba pavor entrar en un espacio cerrado donde yacía un hombre consumido por una enfermedad infecciosa que tal vez ya hubiera contagiado a los que dormían cerca de él. Por fin reaccionó Tomás y se puso en pie también. Alcanzó a Rosa en dos vigorosas zancadas.

—Yo bajaré con Valentina —le anunció, dándole la mayor alegría de su vida—. Le ruego que no diga una palabra de esto a nadie. No nos haría ningún bien si se extendiera el pánico antes de que el capitán hubiera podido hacerse cargo de la situación. ¿Comprendido?

Rosa asintió con la cabeza y sonrió de medio lado al apuesto galeno. Ese hombre le gustaba mucho más que el bruto de Perico, aunque su instinto le había advertido ya al inicio del viaje que Mendoza sólo tenía ojos para Valentina. Se dio media vuelta y fue hacia donde se habían congregado la mayoría de los pasajeros de su turno en espera del desayuno.

—¿Pasa algo? —quiso saber Sofía, que al subir a cubierta la había visto sentada en compañía de la sollozante Valentina y ese médico que tanto cuidaba del pobre Gervasio, pero al ver sus semblantes serios no se había atrevido a acercarse.

Rosa se encogió de hombros.

—Nada nuevo… Gervasio sigue con sus mareos…

—Ay, ese pobre muchacho… —Sofía suspiró y meneó la cabeza con pesar—. Hace días que me tiene muy preocupada, Rosita… Quiera Dios que llegue a ver la isla de Cuba…

La otra bajó la vista y tragó saliva. Siempre había sido muy hábil en el arte del disimulo y no le costaba ningún esfuerzo mentir, pero lo que debía de estar ocurriendo en el sollado la había alarmado tanto que ahora no se veía capaz de fingir. Dio un leve codazo a Sofía y señaló con la cabeza hacia donde Perico daba cuenta con ansia de su ración matinal.

—Mira ése… parece un buey… y come por todos nosotros.

—Ay, Rosita, tú lo que quieres es que un caballero se fije en ti. Pero hazme caso, chiquilla: Perico es un muchacho trabajador y sería un buen marido para ti. Recuerda que sólo te querrá bien un hombre que sea de tu clase. Los ricos no nos quieren cerca más que para jornaleros y sirvientes…

—Qué sabrás tú… —bufó Rosa, y la dejó plantada.