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Pronto pudieron comprobar los emigrantes del bergantín Gran Antilla que la vida a bordo era monótona y estaba regida por rutinas invariables y rígidas normas que el capitán Alberto MacGregor, un gigante pelirrojo de ascendencia escocesa apodado «el Antillano», al que temían por igual el pasaje y la tripulación, hacía respetar con mano férrea. Los que viajaban en cámara y antecámara tenían permiso para permanecer en cubierta el tiempo que se les antojara, mientras que los pasajeros de sollado sólo podían subir tres veces al día, en turnos reducidos, para tomar allí el rancho, a lo que se les convocaba mediante toque de campana.

Valentina se recuperó pronto de los mareos del primer día. Incluso aprendió a disfrutar contemplando el océano durante las breves estancias en cubierta. Observó que cuando la mar estaba de buenas, el bergantín se deslizaba sobre el agua con la tranquila majestuosidad del vuelo de aquellos pájaros insolentes que vio por primera vez en el puerto asturiano y a los que los lugareños llamaban «gaviotas». Pero cuando el temporal agitaba las olas, como ocurrió justo a la semana de haber zarpado, unas nubes negras envolvían el barco, y el viento, que hasta entonces lo había empujado con tierna generosidad, sacudía el casco de la embarcación y amenazaba con romper los mástiles y desgarrar las velas de arriba abajo. Entonces, la tripulación replegaba el velamen y obligaba al pasaje a despejar la cubierta y permanecer en los compartimientos, donde las plegarias del miedo se unían a los bandazos enloquecidos del navío y al lastimero crujir de cada uno de los tablones con los que fue construido en su día.

Las jornadas de la travesía se engarzaban unas con las otras como las perlas de los collares que lucía la marquesa: todas iguales y ensartadas siguiendo un orden inamovible. Al principio les escoltaron unos peces grandes y muy picudos, de piel brillante, como si fuera de plata, que parecían divertirse mucho emergiendo del agua para volver a zambullirse al instante; emitían un extraño chillido cuando asomaban a la superficie, como si se mofaran de los pasajeros que seguían sus cabriolas desde cubierta. Al cabo de un tiempo desaparecieron sin dejar rastro, y a partir de entonces, cuando la mar se mostraba amable y el viento era favorable, las únicas variaciones entre un día y otro eran los escasos cambios que el cocinero del barco introducía en los menús de tercera y la cruz que Tomás Mendoza trazaba cada mañana en el manoseado almanaque que guardaba en un bolsillo de su mísera chaqueta. Todo eso cambiaba si la mar enloquecía y zarandeaba el barco con saña, despertando en los pasajeros un miedo negro a morir que les hacía añorar el regreso de las jornadas marcadas por el aburrimiento.

Valentina se había hecho muy amiga de Sofía, que, al contrario de los demás pasajeros de sollado, parecía disfrutar de la dura travesía y había comenzado a florecer al tiempo que su tristeza enquistada se desvanecía, como si al alejarse de la tierra que le había arrebatado a sus hijos, su cuerpo castigado se fuera llenando de vitalidad. Un milagro que no se había obrado en su marido, Emilio, un hombre enjuto, de rostro colérico y parco en palabras, que apenas participaba en las conversaciones de cubierta.

Otra pasajera con la que Valentina hacía buenas migas era Rosa, de la que las demás mujeres murmuraron al principio por haber embarcado sola, aunque después de haber compartido el miedo a morir durante el primer temporal en la asfixiante bodega reservada a las féminas, a todas dejó de importarles un hecho tan indecoroso. Rosa era alegre y de descarada lozanía. Parecía igual de joven que Valentina, pero su belleza era más temperamental y transmitía una sensualidad de la que la otra carecía. A las dos semanas de travesía, ni la comadre más chismosa había podido arrebatar a Rosa la menor confidencia sobre cómo había sido su vida antes de subir a bordo, pues ella guardaba celosamente ese misterio. Las tres mujeres se ayudaban a peinarse y lavar la ropa, tarea que debía realizarse utilizando el líquido salado que subían del mar en grandes cubos de estaño, ya que el Antillano no permitía que se empleara el agua potable para otra finalidad que no fuera la de saciar la sed.

Gervasio no levantaba cabeza. A los quince días de viaje, su cuerpo seguía empecinado en no habituarse al incesante balanceo del barco. Las náuseas continuas le arrebataban el hambre, apenas probaba el rancho que los pasajeros de sollado tomaban en cubierta, mientras los ricos compartían mesa con el temible Antillano en el comedor, donde camareros vestidos de punta en blanco servían la comida con la etiqueta que merecían los que podían costearse un pasaje de primera clase. Gervasio nunca había sido un hombre melindroso, pero desde que el bergantín abandonó el puerto enquistándole ese espantoso malestar en el estómago, le repugnaba la mera visión del pan en galleta, cada día más duro y reseco, le producía arcadas el olor de la sopa aguada del desayuno y vomitaba en cuanto se obligaba a sí mismo a probar la olla de legumbres de mediodía, que proporcionaba a los viajeros una de las pocas distracciones cuando subían a cubierta para el almuerzo: adivinar si el parco acompañamiento de los garbanzos o las habichuelas iba a consistir en carne o pescado conservados en sal, o bien si sería de patatas y tocino rancio. Subsistía tomando únicamente el café con aguardiente de la mañana y un poco de sopa de pasta cuando su estómago no la rechazaba.

A veces Tomás, que pese a las reticencias iniciales de Gervasio se había convertido en su amigo y cuidador, conseguía sacar al capitán, a cambio de ayudar al médico de a bordo cuando atendía a los que enfermaban o sufrían algún accidente, un cuenco de arroz apelmazado, que era lo único que admitía el estómago del enfermo. Gervasio adelgazaba a ojos vista, se había convertido en una sombra ojerosa del joven saludable y guapo que inició el viaje. Cuando Valentina se sentaba a su lado en cubierta, le tomaba una de las manos exangües, le miraba a los ojos y un ente negro y viscoso le reptaba hasta la garganta para advertirle que si la mala fortuna hacía que la travesía se alargara más de la cuenta, tal vez el sueño de su marido no se cumpliera.

—¡Que me aspen si vuelvo a comer habichuelas o garbanzos cuando esté en Cuba! —exclamó al vigésimo segundo día Perico, a la par que devoraba los garbanzos con bacalao seco de la cena, sentado entre Gervasio y Tomás sobre un rudimentario asiento de madera.

Perico era un carpintero de veinticuatro años, de elevada estatura, cuerpo de buey y negro entrecejo, que galanteaba a Rosa desde la primera vez que coincidió con ella en cubierta, pero la muchacha lo esquivaba con un sensual gracejo que denotaba mucha maestría en el arte de manejar a los hombres.

—En Cuba la fruta es fresca y jugosa todo el año porque no conocen el invierno —recitó Tomás con su voz de rapsoda—. Las naranjas pueden comerse recién arrancadas de los árboles. En los cocoteros crecen unos frutos de cáscara dura; cuando se logra agujerearla, sale un sabroso líquido del color de la leche de vaca, y la pulpa, también blanca, es un manjar.

—¿Eso cómo lo sabes? —quiso saber Perico, con la boca llena de rancho—. ¿Has estado ya allí?

—Lo he leído…

—Claro —murmuró Gervasio con voz débil, arrebujado en una manta, como una vieja, y con la cabeza apoyada sobre el regazo de Valentina—. En el libro ese de sabihondo que abres todos los días. Se te van a secar los ojos de tanto gastarlos.

Tomás no hizo caso a la pulla.

—Hay otro fruto al que llaman «guayaba» —prosiguió, con los ojos brillantes y una sonrisa que le hizo parecer muy apuesto a los ojos de las mujeres que estaban cerca—. Por fuera se parece al limón, y la pulpa es de color rosado, muy jugosa, y desprende un aroma especial. Mi primo Sebastián, que embarcó para Cuba hace diez años, me escribe en sus cartas que el sabor de la guayaba no se parece a nada de lo que conocemos en España.

Perico paró de masticar y se lo quedó mirando con expresión meditabunda. Al cabo de unos segundos, preguntó:

—¿Tienes carta de reclamación?

Tomás apoyó su plato vacío sobre las rodillas y asintió con la cabeza.

—Claro. Me la envió mi primo Sebastián. Desde que llegó a la isla, se ha convertido en un comerciante rico y respetado. En su última carta me decía que hay trabajo para mí en un ingenio de azúcar.

—¿De matasanos? —se mofó Perico.

Tomás afirmó con la cabeza, algo molesto por la falta de respeto de ese bruto, mitad buey y mitad ser humano. Curar al prójimo había sido su vocación desde que de niño acompañaba a su padre cuando éste, un médico muy querido en la pequeña ciudad donde ejercía, visitaba a sus pacientes; le dolía que se burlaran de su oficio.

—Yo voy reclamado por mi tío Bautista —dijo Perico—. Me quiere para atender la bodega que tiene en La Habana.

—¡Pues a nosotros no nos reclama nadie! —intervino Gervasio, sacando toda la voz que le permitía esa terrible debilidad que le hacía sentirse como un anciano—. Valentina y yo somos gente honrada.

Valentina apartó la mirada y se mordió el labio inferior para no mostrar lo mucho que le avergonzaba la observación del pobre y debilitado Gervasio, que no había entendido nada de lo que se había dicho ese atardecer. Dejó que su vista se perdiera en la lejanía. La mar estaba tranquila y el navío se bamboleaba con suavidad bajo la luz moribunda del crepúsculo. Por encima de sus cabezas, las velas crujían y recogían el viento que propulsaba el bergantín hacia la tierra de promisión de Gervasio. Le miró de reojo y se le encogió el corazón. Su marido tenía las mejillas pálidas y hundidas, enormes cercos negruzcos alrededor de los ojos, y las orejas, que nunca le habían sobresalido del cráneo, se despegaban ahora como las de un ratón famélico. Valentina apretó su mano gélida y rogó a Dios que siguiera enviándoles vientos favorables para no alargar ese viaje más de lo que pudiera soportar su marido.

—Para poder entrar en Cuba hay que poseer una carta de reclamación —trató de explicarle Tomás con tacto—. Un familiar o conocido debe escribir que tiene trabajo para nosotros y nos necesita allí. Cuando lleguemos a puerto, deberá ir a avalarnos. De lo contrario, las autoridades podrían devolvernos a España.

—Nosotros no tenemos de eso —murmuró Gervasio, compungido.

—¿Nadie os reclama? —se asombró Tomás.

—No…

—¿Cómo os han dejado subir al barco sin esa documentación?

Gervasio se encogió de hombros.

—El que me vendió los pasajes dijo que no hacían falta papeles si le pagaba cien reales más.

—¡Menudo bribón! —se indignó Tomás, al que arrebataban la calma las injusticias y los engaños.

Perico había terminado sus garbanzos y se hurgaba entre los dientes con la navaja que solía guardar en un bolsillo de su chaqueta. Sofía y Emilio miraron a Gervasio y después a Valentina sin disimular la pena que les inspiraban esos dos jóvenes irreflexivos. Sólo Rosa se estudiaba con indiferencia las finas manos que apoyaba sobre la falda, cuya tela se había vuelto dura y rasposa tras varias coladas con agua de mar.

—No es fácil abrirse camino en Cuba si no dispones de alguien que te avale cuando desembarques —observó Tomás—. Tal vez mi primo…

—El que es fuerte y trabajador siempre sale adelante —le interrumpió Gervasio haciendo gala de un orgullo tozudo que desafiaba la evidente debilidad de su cuerpo.

En silencio Tomás posó la vista sobre el rostro enjuto y ojeroso de Gervasio. Hacía días que le preocupaba lo mucho que había adelgazado su compañero de coy desde que iniciaron la travesía. Si seguía perdiendo peso de esa manera, no conservaría fuerzas para trabajar una vez llegasen a la isla. ¿Y quién iba a contratar a un espectro que no tenía quien le avalara y que parecía surgido de ultratumba? En las deplorables condiciones a las que le habían llevado los mareos, Gervasio tampoco lograría adaptarse al clima de la isla. Su primo le había advertido por carta de la fiebre amarilla, que diezmaba a los recién llegados cuya naturaleza fuera delicada o que llegaran ya enfermos tras el largo viaje por mar. Si a Gervasio le ocurría algo malo, ¿quién cuidaría de Valentina? Miró de soslayo a la joven y tuvo que dominarse para no sonreírle delante de su marido y de todos los demás. Desde que la vio por primera vez en el puerto, la noche anterior a la partida, el corazón se le aceleraba en cuanto se hallaba cerca de ella y le invadía un sentimiento de inoportuna dulzura que jamás había conocido. Durante sus años de estudiante había buscado con fruición, al igual que todos sus amigos, la compañía de chicas de vida alegre para aliviar sus necesidades fisiológicas, pero ninguna mujer, ya fuera decente ya de naturaleza disipada, había logrado prender en él ni siquiera una diminuta llama. Su obsesión por entonces había sido convertirse en un buen médico, como lo fue su padre, y luchar por la igualdad entre los hombres, una utopía por la que participó en conspiraciones políticas que le valieron cuatro años en un penal. Ahora, sus grandes ideales se le antojaban nimios cuando miraba los ojos castaños de Valentina, que a la luz del sol brillaban como si fueran de miel líquida.

De pronto, sonó la campana que ordenaba despejar la cubierta al último turno de sollado. Tomás se puso en pie para ayudar a Gervasio a levantarse. Entre él y Valentina le sujetaron por debajo de los hombros y lograron enderezar su cuerpo laxo. Gervasio sufrió un fuerte vahído al verse derecho y acabó colgado como un trapo de los brazos de su mujer y el médico. Las miradas de Valentina y Tomás se cruzaron tan deprisa que a ninguno de los dos le dio tiempo a disimular su preocupación. En la boca del estómago de la joven se revolvió la viscosa serpiente del miedo, que en los últimos días había engordado hasta tornarse grande y amenazante.

La cubierta quedó despejada en un santiamén. Cuando la negrura de la noche comenzaba a envolver el navío, el Antillano no permitía que en el exterior quedara nadie que no formara parte de la tripulación. Por eso el rancho de la cena era repartido temprano entre los pasajeros de tercera, para que pudieran recogerse antes de caer la oscuridad. La gente mataba el aburrimiento durante el encierro en la bodega dormitando, cantando o hablando de sus planes para el Nuevo Mundo, sin dejar de anhelar ni por un segundo que llegara la hora de volver a subir a cubierta para engañar un poco el hambre con las parcas raciones que les correspondían y respirar la brisa fresca del mar.

Mientras, Gervasio seguía ayunando y enflaqueciendo cada día un poquito más.