Comprimida entre los brazos de Gervasio, Valentina contemplaba cautivada cómo el muelle donde tantas horas habían esperado se hacía más y más pequeño bajo la tímida luz del amanecer. Su marido se había abierto paso a codazos entre los pasajeros de tercera, apretujados sobre el pedazo de cubierta desde el que se les permitía despedirse del mundo que habían conocido antes de que el bergantín Gran Antilla se deslizara por la bocana con rumbo a la incertidumbre. Sin verter una sola lágrima mientras algunas mujeres sollozaban desconsoladas a su alrededor, Valentina había observado con interés cómo desde tierra firme varias parejas de bueyes remolcaban el buque con sirgas para trasladarlo hasta donde aguardaba una trainera del Gremio de Mareantes que debía arrastrarlo hacia mar abierto. Le habían llamado la atención la febril actividad de los marineros y las melodías que cantaban a todo pulmón mientras desempeñaban sus tareas. Pero cuando el puerto se desdibujó en la lejanía y los tripulantes desplegaron las velas de las que le había hablado Gervasio por la tarde, pensó que vistas desde abajo eran mucho más grandes y majestuosas que los abanicos de la marquesa. El viento que debían atrapar le azotaba el rostro sin misericordia, y de pronto el bergantín comenzó a deslizarse sobre el agua tan deprisa que Valentina se sintió como si alguien estuviera retirando el suelo que sostenía sus pies. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que sus gastadas alpargatas ya no pisaban tierra firme, ni lo iban a hacer durante muchos días. Un terrible mareo le trepó hasta la garganta al mismo tiempo que las lágrimas que había conseguido contener hasta entonces. Se limpió los ojos con una mano y se colocó la otra a la altura del estómago. Por nada en el mundo pensaba vomitar delante de Gervasio ni llorar como las gallinas temerosas que sollozaban a su alrededor. Estaban navegando en pos del sueño acariciado durante años por su marido. Pero sólo de pensar que a partir de ese instante iban a ser prisioneros de un buque y quedarían a merced de los vientos durante más de treinta días, su precario dominio de sí misma se resquebrajó. Logró contener las náuseas, pero no los lagrimones que le impidieron ver los últimos trazos del país donde había vivido sólo para trabajar hasta que Gervasio le enseñó a soñar.
Advirtió que los brazos de Gervasio ya no le rodeaban los hombros con la fuerza de antes. Se pasó los dedos por los ojos para arrancar hasta la última huella de llanto y miró a su marido. La tristeza se trocó al instante en un grandísimo sobresalto. Gervasio, pálido y desmejorado como no le había visto jamás, se abrazaba a sí mismo como si quisiera evitar caer hacia delante.
—Estoy muy malo, Tina —susurró con un hilo de voz—. ¡Tengo un mareo muy grande!
Ella le sujetó, no sabía qué más podía hacer por él. Gervasio era un hombre alto y fuerte, rebosaba salud por los cuatro costados. Jamás había ofrecido un aspecto tan enfermo y desvalido. ¿Y si el largo viaje desde Madrid le había debilitado hasta hacerle contraer algún terrible mal?
—Es el mareo provocado por la mar —intervino un hombre a su lado—. Dicen que al cabo de un tiempo el cuerpo se acostumbra al vaivén del barco.
Valentina alzó la vista. El desconocido al que habían visto la tarde anterior leyendo en el muelle la miraba con una sonrisa bailando en los labios. De cerca le resultó aún más apuesto que en el puerto. Y eso que llevaba una chaqueta raída necesitada de unos buenos remiendos en los codos y unos pantalones que estaban muy gastados en los bajos, aunque, eso sí, la ropa parecía bastante limpia. Se reafirmó en su impresión de que era mayor que Gervasio y ella. Calculó que debía de tener la edad de Bernabé, el ayuda de cámara del marqués de Tormes, que ya andaba camino de los treinta años. De repente, Valentina se dio cuenta de que se estaba ruborizando. Bajó el rostro para ocultar la extraña conmoción que la había sacudido.
De un salto ágil, el desconocido se aproximó a Gervasio. Con gesto suave le obligó a sentarse sobre un gran arcón de madera reseca que cerraban dos candados consumidos por el óxido. Con el pulgar de la mano derecha le apartó el párpado inferior para examinarle el interior del ojo y le pidió que sacara la lengua. Gervasio se dejó hacer con reticencia. No le gustaba que lo manoseara un sabihondo que hurgaba en los ojos de la gente y les inspeccionaba la boca como si fueran caballerías expuestas para la venta, pero la debilidad y las náuseas le impedían protestar.
—No veo nada preocupante, caballero. Sin duda, el culpable de su malestar es el vaivén del mar. Nada más.
—¿Cómo sabe que no me estoy muriendo? —gimió Gervasio.
—Soy médico, he visto agonizar a más de uno. Descuide que de ésta no se va al otro mundo… —replicó el hombre sin disimular su guasa. Se llevó la mano a la visera de la gorra y la elevó un poco a modo de saludo—. Tomás Mendoza, para servirles.
—Gervasio Morales —fue la agónica respuesta—. Y esa de ahí —la mano temblorosa de Gervasio trazó un gesto impreciso— es mi mujer, Valentina.
Valentina sintió una nueva oleada de rubor cuando el hombre esbozó una sonrisa destinada sólo a ella antes de dirigirse de nuevo a Gervasio.
—Creo que sus náuseas mejorarán si se acuesta. Le acompañaré abajo. He observado que su coy está muy cerca del mío. Le daré un poco de láudano de mi botiquín y verá cómo se siente mejor.
—¡En menuda pocilga nos han metido! —se desahogó Gervasio con voz moribunda—. Hemos gastado todos nuestros ahorros para pasarnos treinta días en un agujero, como los topos de mi pueblo, y colgados en esas hamacas, igual que los murciélagos. Si hasta los caballos de mis patrones vivían mejor en las cuadras.
Mendoza se rió. Sus carcajadas cayeron como un rayo de luz sobre el desaliento de los pasajeros que habían observado cómo examinaba a Gervasio.
—¡Ánimo, hombre! Al otro lado del mar nos espera una tierra de palmeras altas como torres de iglesia, pájaros de colorido plumaje y una vegetación verde y frondosa como en el paraíso. Una isla que sobrepasa a cualquier otro lugar en belleza… ¡La tierra más hermosa que ojos humanos vieron!
El pálido rostro de Gervasio se iluminó fugazmente.
—¿Ha estado ya en el Nuevo Mundo?
Mendoza negó con la cabeza. De sus carcajadas había quedado en los labios el poso de una sonrisa.
—Aún no, amigo.
—¿Quién le ha hablado así de esa tierra?
Con toda la energía de su vigoroso cuerpo, Mendoza alzó a Gervasio, se colgó uno de sus brazos exangües sobre el hombro y le rodeó la cintura.
—Cristóbal Colón.
Valentina recordó haber oído hablar de Cristóbal Colón durante su breve paso por el soleado cuarto de estudio de la marquesita. El recuerdo de aquellos meses de felicidad, plenos de nuevos conocimientos y de las bonitas historias que contaba mademoiselle Renée, la sacó de la apatía. Dirigió la vista hacia su pálido esposo, que colgaba cual trapo viejo del hombro de ese médico que hablaba como un rapsoda, y se dijo que su deber era ayudarle en lugar de preocuparse por su propio malestar. Inspiró bocanadas del aire que inflaba las velas sobre sus cabezas y que olía igual que la sal cuando se humedecía. Se tragó las náuseas, e irguió la espalda para aparentar vigor.
—Yo bajo con él.
Tomás Mendoza agitó la mano libre como si deseara espantar esa estúpida idea.
—Es mejor que aproveche la brisa fresca hasta que nos obliguen a encerrarnos ahí abajo. No padezca por su marido. En cuanto le acomode, subiré y le diré cómo está. Además, no sería decoroso que una señora entrara en la bodega donde duermen los hombres, ¿no cree?
Ella le dio la razón con un movimiento de cabeza que la hizo de nuevo ser consciente de esas terribles náuseas.
Tomás se llevó casi a rastras a Gervasio, cuya piel se había puesto tan blanca como la leche de cabra. Valentina sintió en el corazón un augurio negro y viscoso que le arrebató las últimas fuerzas. Se dejo caer sobre el arcón donde antes había descansado Gervasio e intentó divisar el puerto entre las espaldas de los pasajeros a los que no había vencido el mareo. Pero la tierra había desaparecido y sólo vio la inmensa llanura de agua que se fundía con el cielo en la lejanía. Tuvo que sofocar otra arcada.
—No sé cómo podré aguantar tanto tiempo durmiendo ahí abajo —dijo una voz femenina muy cerca de ella—. Me ha pasado de todo en esta vida y nunca me he arrugado, pero ahí abajo me falta el aire…
Valentina se giró. A su lado se había sentado una mujer de recias carnes y rostro redondo, con la cabeza cubierta por un pañolón de tela basta y las manos entrelazadas sobre su falda gastada aunque muy limpia. La piel de sus gordezuelos dedos estaba cuarteada y llena de rojeces.
—He sido pobre toda la vida —murmuró la desconocida—. Mi marido bajó a la mina porque la tierra no nos daba para alimentar a nuestros hijos, pero el hambre nos los mató igual. A uno detrás del otro. El hambre y las calenturas. —La mujer posó sus tristes ojos castaños en Valentina, que no logró reprimir un estremecimiento—. En casa no teníamos nada siquiera, pero jamás hubo un olor tan malo como la que se respira ahí dentro.
Valentina pensó en Gervasio, al que ese médico desconocido ya habría acostado en su hamaca. Seguro que el pobre estaba llenándose los pulmones con el aire putrefacto que invadía el sollado. ¿Por qué tardaba tanto en regresar el entrometido galeno?
La monótona letanía de la mujer de al lado interrumpió sus reflexiones.
—Cuatro criaturas como cuatro soles… y ahora, mi marido y yo vamos solos al Nuevo Mundo. ¿Usted es madre?
Valentina negó con la cabeza y tragó saliva. La preocupación por Gervasio y la tristeza que desprendía esa mujer empezaban a revolverle el estómago otra vez.
—¿Cómo se llama? —preguntó por decir algo.
—Sofía me llaman —fue la respuesta.
—Yo soy… Valentina. —Intentó sonreír para alejar de sí tanta melancolía. ¿Por qué había tenido que empeñarse Gervasio en perseguir una quimera que jamás podría acabar bien?
Sofía le puso una mano sobre el brazo y trazó una apresurada caricia.
—Es usted muy buena moza. Y guapa como la Virgen de Covadonga. —Exhibió una sonrisa triste que dejó al descubierto su castigada dentadura—. Yo también era así…
Valentina bajó la vista. No sabía qué decir. Un único pensamiento ocupaba su cabeza: escapar de ese bergantín que no paraba de balancearse como una mecedora vieja. Aunque sabía que eso era imposible.
Cuando volvió a alzar los párpados, su corazón se aceleró, pero no debido a la angustia. Tomás Mendoza estaba de pie delante de ella y la contemplaba en silencio. En la mano derecha llevaba un maletín de cuero muy gastado que en tiempos debió de haber sido negro. Valentina abrió la boca para preguntarle por Gervasio, pero la turbación le selló los labios antes de haber logrado pronunciar una sola palabra.
—¿Cómo se encuentra, señora?
—Bien —musitó ella—. ¿Y mi marido?
—Le he suministrado un poco de agua con láudano y le he dejado acostado en su coy. No padezca por él. El mareo se le pasará en cuanto llevemos un tiempo navegando.
—Nunca lo había visto así. Es un hombre muy fuerte, jamás había estado enfermo.
—Lo que le ocurre a su marido no es una enfermedad, señora. Sólo es que el cuerpo necesita habituarse al vaivén del barco. No es nada grave y nos pasa a todos.
—¿Y por qué usted parece una rosa? —preguntó ella con un punto de agresividad.
Mendoza sonrió, condescendiente.
—No sabría explicárselo. Hay quien sufre en la mar y hay quien no. Si se siente mareada, puedo darle algo de láudano también.
Valentina inspiró hondo para sofocar una nueva arcada. De buena gana habría tomado láudano, o lo que fuera, con tal de matar tan horrible malestar, pero era demasiado orgullosa para aceptar algo de ese hombre.
—No será necesario, gracias, señor…
—Llámeme Tomás. Vamos a pasar mucho tiempo viéndonos las caras en esta parte del navío, creo que podemos prescindir de formalidades innecesarias.
Ella enrojeció violentamente. No le parecía correcto que ese hombre se empeñara en hacerla conversar con él mientras su esposo sufría acostado en la infecta barriga del barco. Miró de reojo a Sofía, que seguía sentada a su lado con expresión absorta y ajena a lo que ella hablaba con Mendoza. Algo más tranquila, Valentina se preguntó si ese entrometido no sería un charlatán de feria que engañaba a la gente haciéndose pasar por lo que no era. Jamás había visto a un médico que viajara en tercera clase y anduviera por ahí vestido como un menesteroso. Ni siquiera los que ejercían su oficio en un pueblo pobre.
—¿Es cierto que es usted médico? —se le escapó.
—Tan cierto como que ahora mismo navegamos con rumbo a la isla de Cuba —respondió él sin disimular su sorna.
Valentina se sintió abochornada por su comportamiento grosero. Seguro que la marquesa la habría reprendido por una incorrección tan grande.
—Perdóneme, don Tomás —dijo con la mirada baja—. Estoy muy preocupada por mi marido y…
Mendoza se inclinó y le rozó fugazmente el antebrazo con la mano que no sujetaba el maletín.
—Nada de don, se lo ruego. Sólo Tomás.
—Usted es médico y yo sólo soy…
—Una señora que habla como una persona cultivada —la interrumpió él al tiempo que se enderezaba—. En este rincón del navío no debe haber diferencias entre unos y otros. Todos somos pasajeros de tercera y debemos ayudarnos los unos a los otros.
Ella no supo qué responder a un hombre que sin duda poseía unas ideas muy raras, de lo contrario no hablaría como hablaba.
—Y no padezca por su marido —añadió él ofrendándole una cálida sonrisa—. Pronto estará tan a gusto en este barco como si fuera su propia casa.
—Nosotros nunca hemos tenido casa propia —murmuró Valentina.
En ese momento sonó la campana que iba a regir sus vidas en las próximas semanas y que ahora les instaba a abandonar la cubierta para ser encerrados en la bodega del barco.