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Tina, muchacha, ¿a que no sabes cómo llaman los hombres de mar a esta embarcación?

Valentina dio un respingo. Con disimulo se limpió la niebla de los ojos antes de alzar la vista. El marinero con el que había estado conversando Gervasio se había ido y su marido la contemplaba desde arriba. En su rostro, marcado por el cansancio, se abría una inmensa sonrisa que mostraba sus dientes grandes y blancos. Dientes de hombre sincero al que no asusta trabajar, recordó Valentina que había pensado cuando lo vio por primera vez en la cocina de los amos. Dientes de un hombre capaz de comerse la vida a bocados vehementes, como si fuera una zanahoria recién sacada de la tierra.

Gervasio se dejó caer a su lado, sobre el murete, y le tomó las manos, cuya fina piel de doncella al servicio exclusivo de una dama noble se había agrietado durante el viaje.

—¿Cómo vas a saber eso? —se mofó; le retiró de la cara un mechón escapado del pañuelo que le cubría el cabello—. Mi tontuela…

Valentina sintió una punzada de irritación en las tripas hambrientas. A veces le molestaba que la tratara como si fuera una niña ignorante, cuando ella escribía mejor que él y era capaz de leer de carrerilla, en lugar de atascarse cada dos palabras como le ocurría a Gervasio. También poseía una asombrosa habilidad para las cuentas, pero se veía obligada a ocultarla para no provocar el enojo de su marido, que no toleraba verse aventajado por una mujer. Desde que partieron de Madrid, algunas noches, cuando se acurrucaba junto a él sobre la paja del granero cedido por algún campesino de buen corazón, había llegado a preguntarse por qué la vida sonreía a los hombres, incluso a los más brutos, y sin embargo se mostraba tan desdeñosa con las mujeres. Y siempre se dormía sin haber logrado hallar una explicación.

Tragó saliva para sofocar la rabia y negó con la cabeza en señal de sumisión. La sonrisa de Gervasio se ensanchó.

—¡Se llama bergantín! —exclamó, mascando cada sílaba con orgullo de sabihondo. Alzó la mano que había apartado el cabello del rostro de Valentina y señaló hacia el buque—. ¿Ves esos dos palos gordotes que parecen troncos de árbol?

Ella asintió con la cabeza. Le imponía esa mole de madera de la que brotaba un bosque de árboles sin hojas.

—Eso son los mástiles. Y a las telas que cuelgan las llaman velas. Igual que las de ver por las noches. —La mirada de Gervasio se iluminó como si dentro de cada ojo luciera un candil—. Me ha dicho el marinero que cuando salgamos a la mar las abrirán, como los abanicos de la marquesa, y recogerán dentro todo el viento que quepa para que nos ayude a cruzar al otro lado.

El miedo culebreó en las tripas de Valentina. No le inspiraba confianza la idea de atravesar una llanura de agua que no parecía tener fin y que había visto por primera vez la mañana anterior, cuando arribaron a esa villa donde la gente hablaba de la mar como de un ser vivo que inspira veneración y temor a partes iguales. Un animal amenazante y a la vez tierno, cuya respiración era una brisa densa que dejaba en los labios el sabor de una comida condimentada con mucha sal.

—En un ratico nos dejarán subir —continuó Gervasio—. Y de madrugada partiremos para la isla de Cuba.

Valentina esbozó media sonrisa de resignación. Había perdido la cuenta de las veces que había oído hablar a Gervasio de ese lugar misterioso y cercado por el agua. Al mencionarlo, su marido extraviaba la mirada en el infinito, sus labios sonreían con expresión de enamorado, y ella sentía celos de la isla que se interponía entre ellos con la perfidia de una mala mujer.

—¡Vamos a ser muy ricos, Valentina!

Ella ocultó la cara entre las manos durante unos segundos y se frotó los ojos. Estaba agotada de recorrer planicies polvorientas bajo un sol de justicia o empapada por la lluvia, de atravesar montañas cuyos picos se clavaban en la panza de nubes tan negras como ala de cuervo y de pasar las noches en establos hediondos, si es que algún campesino les permitía resguardarse del relente entre las mulas. En el palacio de los amos había sido una joven de hermoso cabello, recogido bajo una cofia blanca, que se deslizaba con pies ligeros por las estancias haciendo sisear su delantal almidonado. En cambio ahora se sentía como una anciana bajo el pañuelo raído que ocultaba su moño crespo y apresurado. Y sólo tenía diecinueve años.

—Y a la vuelta —prosiguió Gervasio—, cuando regresemos muy ricos y seamos gente importante, nos recibirán en el puerto con un gran baile y canciones como las que oímos ayer…

Valentina recordó las melodías que la brisa vertió en sus oídos la noche anterior, mientras intentaban conciliar el sueño en un rincón del muelle, arrebujados los dos bajo una vieja manta y rodeados por cientos de pasajeros a los que tampoco quedaba dinero para pagarse el alojamiento en las casas de la villa. Alguien detrás de ellos comentó que la gente del pueblo celebraba una verbena para despedir a sus muchachos antes de que embarcaran para ultramar. Valentina se giró entonces, espoleada por la curiosidad de ver a quién pertenecía ese timbre masculino y profundo. Distinguió en la oscuridad, iluminada malamente por la luna llena y alguna antorcha casi consumida, a dos hombres ataviados con recios chaquetones y gorras caladas hasta la frente. Uno de ellos decía en ese instante que muchos mozos se embarcaban para el Nuevo Mundo por escapar de una tierra cicatera que escatimaba el pan a sus familias, o para evitar la dureza de un servicio militar interminable y plagado de peligros del que muchos no regresaban jamás.

La voz de Gervasio la arrancó de la meditación.

—Te compraré un palacio más grande que el de la marquesa… en pleno centro de Madrid… y te besaré siempre que se me antoje…

Valentina olvidó su enfado y también el miedo. Cuando Gervasio dejaba asomar la ternura, de la que solía avergonzarse por parecerle propia de viejas bigotudas y sin dientes, era amoroso como un cachorrito de perro. Se le escapó una risilla de tórtola y se apretó contra el tórax fuerte y cálido de su marido.

—Tendremos más alcobas que la tonta de la marquesa y los pasillos serán más largos que un día sin pan —se regodeó él mientras le acariciaba los pómulos con sus grandes manos—. Y te comeré a besos donde quiera y después te levantaré las faldas y…

—No hables así —musitó Valentina, abochornada por lo que se le antojaba una indecencia—. Si alguien te oye, ¿qué pensará de nosotros?

—¡Me es igual! Ahora soy tu marido y puedo levantarte las faldas cuando me dé la gana —repuso Gervasio con tozudez—. Y además, voy a ser mucho más rico que los marqueses. Cuando volvamos de Cuba, yo seré un caballero y tú mi dama. Llevarás vestidos de señora y tendremos un cochero que nos paseará en landó por Madrid… Y cuando nos crucemos con los marqueses, tendrán que apartarse a nuestro paso porque nuestro carruaje será más grande que el de ellos.

Valentina miró a su alrededor. El barullo de personas que esperaban para embarcar se había intensificado y el muelle semejaba ahora un enjambre de abejas alborotadas. Vio que los marineros acomodaban en botes de remo a damas y caballeros cuyos atuendos lucían tan elegantes como los de los marqueses de Tormes y los nobles que los visitaban. Sintió un nudo en el estómago. Los pasajeros de primera clase, que viajaban en cámara, ya tenían permiso para subir a bordo y los estaban conduciendo hasta el navío, fondeado a cierta distancia del muelle. Después, les correspondería el turno a los menos pudientes, que navegarían en antecámara, y por último a los que sólo podían sufragarse una travesía en sollado. Valentina tragó saliva para deshacer el desasosiego. Le costaba creerse los sueños de fortuna de Gervasio. Ellos habían nacido sin posibles; su sino, al igual que el de sus padres y sus abuelos, era arrancar frutos escuálidos a una tierra mísera o servir a los ricos. ¿Cómo iban a poseer algún día un palacio y pasearse por Madrid en landó? Ella había aprendido que los pobres permanecían pobres hasta que exhalaban el último suspiro. ¿Cómo iba a ser de otro modo en el Nuevo Mundo?

—Mira ése —le susurró Gervasio al oído; apuntaba con el dedo índice a un hombre que, a escasa distancia de ellos, sentado en el suelo, con la espalda recostada sobre un zurrón abultado que había apoyado contra un barril de madera, leía un grueso tomo—. Se le va a secar la vista de tanto mirar el libro, te lo digo yo…

—¿Quién? —preguntó Valentina en voz baja, avergonzada por la incorrección de Gervasio al señalar así a un desconocido. Si hubiera hecho ese gesto delante de la marquesa, seguro que se habría ganado una dura reprimenda.

—Ése, mujer —respondió Gervasio con impaciencia, y alzó de nuevo el dedo impertinente.

Valentina reconoció en el hombre del libro a uno de los que estuvieron conversando cerca de ellos por la noche. Le escrutó con la sutileza que le había inculcado la marquesa de Tormes. A la luz del día parecía mayor que ellos, aunque todavía podía considerársele joven. Su cuerpo se debatía, como indeciso, entre la robustez del hombre de campo y la delicadeza de un aristócrata. El cabello que asomaba por debajo de su gorra, informe y castigada por la intemperie, era muy oscuro. De pronto, el lector reparó en que estaba siendo observado. Alzó la mirada del libro que sujetaba en el regazo y la posó sobre Valentina. Media sonrisa quiso iluminar su rostro de facciones armoniosas. A continuación, miró a Gervasio e inclinó la cabeza, llevándose la mano a la gorra a modo de saludo. Gervasio le respondió haciendo el mismo gesto.

—¡Ya nos queda menos para zarpar! —exclamó el hombre en tono jovial.

—Al amanecer, me han dicho —le respondió Gervasio a grandes voces.

El otro amplió la sonrisa. A Valentina se le antojó guapo. Tenía una mirada llena de franqueza y ojos sonrientes que quedaban oscurecidos bajo sus cejas negras y densas, aunque no tan espesas como para darle aspecto de bruto. Más bien todo lo contrario. El desconocido transmitía un aire soñador que inspiraba ternura y que despertó en el corazón de Valentina un leve aleteo que la hizo sentirse deshonesta sin saber por qué.

—Rumbo al Nuevo Mundo —rubricó el lector, volvió a tocar la gorra con los dedos y se abismó de nuevo entre las páginas de su libro.

Aunque apenas le había oído unas pocas palabras, Valentina pensó que el hombre las había pronunciado como los nobles a los que recibían sus antiguos amos en palacio. Por lo tanto, debía de ser alguien educado y pudiente. Pero entonces, ¿qué hacía sentado en el suelo entre los que sólo podían pagarse un billete de tercera clase?

—Un listo, lo que yo te diga —machacó Gervasio, por suerte en voz muy baja, por lo que Valentina no tuvo que abochornarse una vez más por su indiscreción—. A ése se le van a secar los ojos de tanto leer, como que me llamo Gervasio Morales. Menudos son los sabihondos…