Entretanto han pasado quince meses, según me dicen, y de momento vivo con un relativo equilibrio. Es decir, las cosas han sido peores y volverán a serlo, pero por ahora Claire viene a visitarme todos los días, sin faltar uno solo, y durante la primera media hora, sin quejarse y sin repugnancia, se ocupa de proporcionarme placer. Convierte una perversión asquerosa en un amable acto de amor. Y entonces hablamos. Me está ayudando en mis estudios sobre Shakespeare. Últimamente he escuchado los discos de las tragedias. Empecé con el regalo de los Schonbrunn, Olivier en Hamlet. El álbum estuvo meses aquí, en la habitación, antes de que una mañana le pidiera al señor Brooks que rompiera el envoltorio de celofán y pusiera un disco en el fonógrafo. (Resulta que el señor Brooks es negro, así que, en el ojo de mi mente —en el ojo de la mente del pecho—, lo imagino como ese guapo senador negro de Massachusetts. ¿Por qué no, si me hace más llevadera esta situación?) Como tantas otras personas, desde que finalicé los estudios universitarios siempre he deseado tomarme tiempo algún día para releer a Shakespeare. Supongo que en una u otra ocasión así se lo dije a Debbie Schonbrunn, y ella compró el álbum al darse cuenta de que ahora yo disponía de tiempo. Sin duda no tuvo la menor intención satírica, por mucho que yo creyera otra cosa cuando llegó el Hamlet una semana después de la fugaz visita de Arthur. Debo recordar que, aparte de las dificultades más obvias ocasionadas por mi transformación, ya no soy persona a la que resulta más fácil en el mundo hacerle un regalo.
Todas las mañanas, durante varias horas, y de nuevo en ocasiones por las tardes, cuando no hay nada mejor que hacer, escucho mis discos de Shakespeare: Olivier interpreta a Hamlet y Otelo, Paul Scofield en el papel de Lear, Macbeth representada por la compañía del Old Vic. Incapaz de seguir con el texto mientras los actores declaman sus papeles, siempre me pierdo el significado de una palabra con la que no estoy familiarizado o me desoriento en la sintaxis enrevesada. Entonces mi mente empieza a divagar, y cuando sintonizo de nuevo, escucho líneas y más líneas que apenas tienen sentido. A pesar del esfuerzo —¡oh, el esfuerzo, este esfuerzo un minuto tras otro!— por mantener la atención fijada en las dificultades por las que atraviesan los sufrientes personajes de Shakespeare, sigo considerando mi propio sufrimiento por encima de lo tolerable.
La edición de Shakespeare que utilizaba en la universidad —Obras teatrales completas y poemas de William Shakespeare, de Neilson y Hill, encuadernada en tela azul, con el lomo desgastado por mi manoseo estudiantil, y con el texto muy subrayado en aquella época en que aspiraba a la sabiduría— está sobre la mesa al lado de la hamaca. Es uno de los varios libros que le he pedido a Claire que traiga del piso. Recuerdo con exactitud el aspecto que tiene, el motivo por el que deseaba tenerlo aquí. Por las tardes, durante la segunda media hora de su visita, Claire busca para mí en las notas al pie las palabras cuyo significado aprendí mucho tiempo atrás y luego olvidé; o bien ella me lee lentamente algún pasaje que se me pasó por alto aquella mañana en que mi mente se alejó del castillo de Elsinor y fue al hospital Lenox Hill. Me parece importante grabar con claridad esos pasajes en mi cerebro antes de dormirme. De lo contrario podría parecer que escucho Hamlet por la misma razón por la que mi padre atiende al teléfono en el servicio de catering de tío Larry, para matar el tiempo.
Olivier es un gran hombre, ¿sabes? Me he enamorado un poco de él, como una colegiala de un astro de la pantalla. Jamás hasta ahora me había entregado de una manera tan completa a un genio, ni siquiera al leer. Cuando era estudiante y luego profesor, experimentaba la literatura como algo inevitablemente contaminado por mi timidez o por las responsabilidades del discurso serio; o bien aprendía o bien enseñaba. Pero ahora las responsabilidades han quedado atrás; por fin puedo limitarme a escuchar.
Al principio, cuando me quedaba solo por la noche, trataba de divertirme imitando a Olivier. Durante el día escuchaba los discos para memorizar los famosos soliloquios, y de noche actuaba, tratando de aproximarme a su manera tan personal de declamar. Tras unas semanas de práctica, me pareció que realmente había dominado su Otelo, y una noche, después de que Claire se hubiera marchado, declamé el texto de la escena de la muerte con una pasión tan quejumbrosa que podría haber hecho llorar al público, si lo hubiera habido. Entonces me di cuenta de que había un público. Era alrededor de medianoche, pero nadie me ha dado todavía un buen motivo por el que la cámara de televisión debiera estar desconectada a alguna hora del día o de la noche, de modo que seguí con mi actuación. Nada más fácil que exagerar el patetismo. «Vamos, David —me dije—, todo esto es demasiado conmovedor y descorazonador, un pecho recitando “Y agregad que una vez en Alepo…”. Harás que el personal del turno de noche vuelva a casa lloroso.» Sí, amargura, querido lector, y de la clase más superficial, pero permite que mi pobre dignidad de profesor tenga un respiro, ¿quieres? Esto no tiene más de tragedia que de farsa. No es más que vida, y yo solo soy humano.
—¿Me ha causado esto la literatura?
—¿Cómo podría ocurrir tal cosa? —replica el doctor Klinger—. No, las hormonas son hormonas y el arte es arte. No sufre usted una sobredosis de las grandes imaginaciones.
—¿De veras? Pues me extraña. Esta bien podría constituir mi manera de ser un Kafka, un Gogol, un Swift. Ellos podían imaginar lo increíble, dominaban el lenguaje y tenían aquel implacable talento creador. Pero yo no contaba con ninguna de esas cosas… añoranzas literarias, eso era todo. En literatura, me encantaba lo extremo, idolatraba a los autores que lo cultivaban, su imaginación y su poderío casi me hipnotizaban…
—¿Y qué?
—¿Cómo?
—El mundo está lleno de amantes del arte. ¿Qué tiene de especial…?
—Entonces di el salto. Convertí la carne en palabra. ¿No lo ve? He sido más kafkiano que Kafka. —Klinger se echó a reír, como si solo lo hubiera dicho en broma—. Al fin y al cabo, ¿quién es el artista más grande, el que imagina la maravillosa transformación o el que se transforma maravillosamente a sí mismo? ¿Por qué David Kepesh, entre todos los seres humanos, se ve dotado de tales poderes? Es sencillo. ¿Por qué Kafka? ¿Por qué Gogol? ¿Por qué Swift? ¿Por qué cualquiera? El gran arte, como todo lo demás, es algo que le sucede a la gente. ¡Y esta es mi gran obra de arte! —Pero me apresuré a añadir—: He de mantener mi perspectiva cuerda y razonable. No quiero volver a inquietarle. Nada de delirios, y sobre todo delirios de grandeza.
Pero si no grandeza, ¿qué te parece humillación? ¿Qué te parece depravación y vicio? Podría ser rico, ¿sabes?, podría ser rico, célebre y delirar de placer el día entero. Cada vez pienso más en ello. Podría pedirle a mi amigo que me visitara, el joven y audaz colega del que antes te he hablado. Si todavía no me he atrevido a invitarle, no es porque me asuste que se ría de mí y huya como lo hizo Arthur Schonbrunn, sino porque echará un vistazo a lo que soy (y lo que podría ser) y estará demasiado deseoso de ayudar; porque cuando le diga que me he hartado de afrontar esta situación como un individuo heroicamente civilizado, me he hartado de escuchar a Olivier, de hablar con mi analista y gozar a diario durante media hora con la idea del sexo ardiente que tiene un maestro de escuela virtuoso, él no discutirá como lo harían los otros.
—Quiero salir de aquí —le diré—, y necesito un cómplice. Podemos llevarnos todas las bombas y tubos que me mantienen vivo. Y para cuidar de mi salud, por así decirlo, podemos contratar a médicos y enfermeras. El dinero no será ningún problema. Pero estoy harto y cansado de preocuparme por la posibilidad de perder a Claire. Que se busque otro amante cuyo semen no engullirá y lleve con él una vida normal y productiva. Estoy cansado de protegerme contra la pérdida de la bondad angélica. Y, entre tú y yo, también estoy un tanto cansado de mi padre, que me aburre. Y en cuanto a Shakespeare, ¿cuánto más puedo seguir encajando? No sé si eres consciente de la cantidad de grandes obras de la literatura occidental que ahora están disponibles en excelentes discos de larga duración. Cuando termine con Shakespeare, podré seguir con magníficas representaciones de Sófocles, Sheridan, Aristófanes, Shaw, Racine… pero ¿con qué finalidad? ¿Para qué? Eso sí que es matar el tiempo. Para un pecho eso es el puñetero asesino del tiempo. Voy a ganar un montón de dinero, amigo. Tampoco creo que sea difícil. Si los Beatles son capaces de llenar el estadio Shea, ¿por qué no puedo hacerlo yo? Tenemos que pensar en ello a fondo, tú y yo, claro que ¿para qué ha servido toda aquella educación si no fue para aprender a pensar las cosas a fondo? ¿Para escribir más libros? ¿Para escribir más ensayos críticos? ¿Para contemplar más las cosas superiores? ¿Y qué me dices de la contemplación de las inferiores? Ganaré cientos de miles de dólares, y entonces tendré chicas, de doce y trece años, tres, cuatro, cinco a la vez, desnudas y soltando risitas, y todas al mismo tiempo sobre mi pezón. Quiero que estén ahí días seguidos, codiciosas y traviesas chiquillas, lamiéndome y chupándome a discreción. Y podemos encontrarlas, ya lo sabes. Si los Rolling Stones pueden encontrarlas, si Charles Manson puede encontrarlas, también nosotros, con la educación que tenemos, probablemente podremos encontrar unas cuantas. Y mujeres. También habrá mujeres deseosas de abrirse de piernas sobre una polla tan nueva y emocionante como mi pezón. Creo que será una agradable sorpresa el número de respetables mujeres que llamarán a la puerta del camerino vestidas con sus respetables pieles de chinchilla solo para tener un atisbo del tono de mi suave piel hermafrodita. Bueno, tendremos que ser exigentes, ¿no crees?, tendremos que seleccionarlas de acuerdo con su belleza, buena crianza y deseo lascivo. Y mi felicidad será delirante. Repito: mi felicidad será delirante. ¿Recuerdas a Gulliver entre los brobdingnags? ¿Cómo las sirvientas le hacían pasear sobre sus pezones por pura diversión? Él no consideraba que aquello fuera divertido, pobre y perdido hombrecillo. Claro que era humano, un médico inglés, un hijo de la Era de la Razón, un fiel seguidor del Sentido de la Proporción atrapado en un continente de extravagantes gigantes; pero aquí, mi amigo y cómplice, estamos en la Tierra de la Oportunidad, esta es la Era de la Realización de Sí Mismo, y yo soy el Pecho, ¡y viviré mediante mis propias luces!
—¿Vivir o morir por medio de ellas?
—Eso está por ver, doctor Klinger.
Permítanme ahora que finalice mi conferencia citando al poeta Rilke. Cuando era un profesor de literatura apasionadamente bienintencionado, siempre me gustaba finalizar la clase con algo conmovedor para que los alumnos se lo llevaran del aula sin contaminar al mundo caído de la comida basura, las estrellas pop y la droga. Es cierto que la ocupación de Kepesh ha desaparecido (Otelo, acto III, escena 3), pero no he perdido del todo mis buenas intenciones de profesor. Tal vez ni siquiera he perdido a mis alumnos. Debido a mi fama, incluso es posible que haya adquirido nuevos y grandes rebaños de ovejas estudiantiles, tan desconocedoras de la calamidad como de la poesía. Es posible que ahora incluso sea una estrella pop y tenga lo que hace falta para poner la gran poesía al alcance de la gente.
(—¿Su fama? —dice el doctor Klinger.
—Seguramente ahora el mundo entero está enterado —dijo—, excepto tal vez los chinos y los rusos.
—De acuerdo con sus propios deseos, el caso se ha llevado con la mayor discreción.
—Pero mis amigos lo saben. El personal sanitario lo sabe. Eso basta para empezar cuando se trata de semejante fenómeno.
—Es cierto, pero cuando la noticia se filtra desde quienes lo saben al hombre de la calle, este, en general, tiende a no creérselo.
—Piensa que es una broma.
—Si es que puede apartar la mente de sus propios problemas el tiempo suficiente para pensar en cualquier cosa.
—¿Y los medios de comunicación? ¿Me está diciendo que tampoco ellos se han ocupado de esto?
—No han dicho ni palabra.
—Eso no me lo creo, doctor Klinger.
—Mire, no voy a discutir. Se lo dije hace mucho tiempo. Por supuesto al principio hubo indagaciones. Pero no se prestó a nadie la menor ayuda, y como esa gente ha de ganarse la vida igual que todo el mundo, al cabo de un tiempo se marcharon hacia la siguiente desgracia prometedora.
—Entonces nadie sabe todo lo que ha ocurrido.
—¿Todo? Nadie más que usted lo sabe todo, señor Kepesh.
—Bien, tal vez debería ser yo quien se lo contara todo.
—Entonces será famoso, ¿no es cierto?
—Es mejor la verdad que la fantasía de los periódicos sensacionalistas. Es mejor que lo cuente yo que los locos charlatanes y los imbéciles.
—Naturalmente, ¿sabe?, los locos charlatanes y los imbéciles hablarán de todos modos. Debe comprender que nunca aceptarán su punto de vista, al margen de lo que les diga.
—Seguiré siendo una broma.
—Una broma. Un bicho raro. Y también, si insiste en ser usted quien se lo diga, un charlatán.
—Me aconseja que deje las cosas tal como están. Me aconseja que no le diga nada a nadie.
—No le aconsejo nada, solo le recuerdo a su amigo barbudo que se sienta en el trono.
—El señor Realidad.
—Y su principio —dice Klinger.)
Y ahora concluiré la clase con el poema de Rainer Maria Rilke titulado «Torso arcaico de Apolo», escrito en París en 1908. Tal vez mi relato, contado aquí en su totalidad por primera vez, y con toda la veracidad de que soy capaz, ilustrará como mínimo esos grandes versos para aquellos de ustedes que no conocían el poema, en particular la admonición final del poeta, que tal vez no sea un sentimiento tan elevado como parece a primera vista. Imbéciles y locos, tipos duros y escépticos, amigos, alumnos, parientes, colegas y todos ustedes desconocidos trastornados, con sus mil millones de huellas dactilares y caras distintas, mis congéneres mamíferos, sigamos todos y cada uno con nuestra educación.
Su inaudita cabeza no hemos visto,
donde los ojos maduraban. Pero
su torso aún fulge como un candelabro,
con su mirar, tan solo atornillado
más atrás. Si no, no te cegaría
el álabe del pecho, y en el giro
silencioso del muslo, una sonrisa
no iría al centro donde estuvo el sexo;
la piedra fuera corta y deformada
bajo los hombros de caer translúcido;
no brillaría como piel de fiera,
ni irrumpiría por todo contorno
como una estrella; porque no hay un sitio
que no te mire: Has de cambiar tu vida[2].