En algún momento entre la primera y la segunda de las dos grandes «crisis» a las que he sobrevivido hasta ahora en el hospital (si de un hospital se trata), recibí la visita de Arthur Schonbrunn, decano del departamento de Artes y Ciencias en Stony Brook, a quien conozco desde mi estancia en Palo Alto, cuando él era el joven y célebre profesor de Stanford y yo estudiaba allí para obtener el doctorado en filosofía y letras. Hace ocho años, Arthur, como presidente del recién creado departamento de literatura comparada, me llevó desde Stanford a Stony Brook. Ahora tiene cerca de cincuenta años y es un caballero irónico y encantador, un hombre que, pese a que se dedica a la docencia, tiene una elegancia, tanto de maneras como de indumentaria, que resulta excepcional y casi alarmante. La competencia social de Arthur y el hecho de que nos conocemos desde hace tanto tiempo fue lo que me decidió (así como al doctor Klinger) a elegirlo como la persona idónea para realizar mi presentación en sociedad tras la victoria sobre los anhelos fálicos de mi pezón. También deseaba que Arthur viniera para poder hablarle —si no durante la primera visita, entonces en la siguiente— sobre el modo de enfocar mi continuidad como profesor universitario. En Stanford yo había sido profesor adjunto de una de sus muy concurridas clases de segundo curso, la de «Obras maestras de la literatura universal», y empezaba a preguntarme si cabría la posibilidad de desempeñar nuevamente esa actividad. Claire podría leerme en voz alta los trabajos de los alumnos, y yo le dictaría mis comentarios y las calificaciones… ¿O era una idea del todo imposible? El doctor Klinger necesitó varias semanas para convencerme de que no había nada malo en preguntarlo.
No tenía la menor posibilidad. Incluso mientras le estaba diciendo, inevitablemente un poco «lloroso», hasta qué punto me conmovía que fuese el primero de mis colegas que me visitaba, me pareció que le oía reír.
—¿Estamos solos, Arthur? —le pregunté.
—Sí —respondió él, y percibí con toda claridad su risa.
Carecía de visión, pero podía imaginar a mi antiguo mentor: el blazer con forro de un color vivo que le había confeccionado la sastrería Kilgore and French de Londres; los pantalones de franela suaves y los relucientes zapatos de Gucci… ¡el diplomático decano, con su hermosa mata de pelo negro entreverado de blanco, riéndose de mí! Y ni siquiera le había planteado mi deseo de ser profesor adjunto del departamento. Riéndose no debido a alguna ridiculez que le hubiera propuesto, sino porque constataba que era cierto, que realmente me había convertido en un pecho. Mi asesor del curso de posgrado, mi superior universitario, el profesor más distinguido que hubiera conocido jamás, y, sin embargo, a juzgar por los sonidos que emitía, no podía reprimir la risa tan solo con verme.
Lo… lo siento, David…
Pero ahora se reía tanto que ni siquiera podía hablar. Arthur Schonbrunn incapaz de hablar. Nada podría ser más increíble. Veinte, treinta segundos más de carcajadas, y entonces se marchó. La visita había durado unos tres minutos.
Al cabo de dos días llegaron las disculpas, expresadas con tanta elegancia como todo lo que Arthur había escrito desde su librito sobre Robert Musil. Y a la semana siguiente llegó un paquete enviado por Sam Goody's, con una tarjeta firmada por «Debbie y Arthur S.». Un álbum de discos de Hamlet interpretado por Laurence Olivier.
Arthur había escrito: «No debería haber aumentado tu desgracia con mi pusilánime e imperdonable actuación. No sé cómo explicar lo que me ocurrió. Si lo intentara, a los dos nos parecería pura hipocresía».
Trabajé en mi respuesta durante una semana. Debí de dictar unas cincuenta cartas: corteses, elocuentes, comprensivas, desenfadadas, maliciosas, disparatadas, serias, avergonzadas, literarias y algunas incluso más bobas que la que le envié. «¿Pusilánime? —le escribí a Arthur—. Hombre, en todo caso, que te hayas desternillado de risa es una prueba de tu campechana vitalidad. El pusilánime soy yo, y de no ser así me habría reído contigo. Si no llego a apreciar la enorme comedia de todo esto, se debe tan solo a que en realidad tengo más de Arthur Schonbrunn que tú mismo, ¡gilipollas vano, ególatra y alechuguinado!» Pero la que elegí finalmente tan solo decía: «Queridos Debbie y Arthur S.: Muchas grasias por los discos. Dave “el Pecho” K.». Me aseguré de que Claire había escrito «gracias» con ese antes de que enviara por correo mi pequeño mensaje. Si lo enviaba. Si se molestaba en anotarlo.
La segunda crisis que amenazó con destruirme y que, por el momento, parezco haber sorteado podría considerarse una crisis de fe. Como sucedió pasado un mes desde la visita de Arthur, no resulta fácil saber si la precipitó aquella humillación. Hace mucho que he dejado de aborrecer a Arthur Schonbrunn por lo que hizo aquel día (por lo menos sigo empeñándome en no aborrecerlo) y por ello ahora tiendo a estar de acuerdo con el doctor Klinger, quien cree que aquello con lo que hube de habérmelas a continuación era inevitable y no se puede achacar la culpa a los tres minutos que el decano pasó conmigo. Es evidente que no puedo culpar a nadie de nada de lo que ha sucedido, ni siquiera a mí mismo.
Lo que sucedió a continuación fue que me negué a creer que me había convertido en un pecho. Tras haber conseguido renunciar (más o menos) a mis sueños de acoplamiento por medio del pezón con Claire, con la señorita Clark, con cualquier mujer que estuviese dispuesta, me di cuenta de que aquello era imposible. Un hombre solo puede convertirse en pecho en su propia imaginación.
Había tardado seis meses en comprenderlo.
—Mire, esto no puede ocurrir… ¡de ninguna manera!
—¿Por qué no? —replicó el doctor Klinger.
—¡Usted sabe por qué! ¡Cualquier niño sabe por qué! ¡Porque es una imposibilidad fisiológica, biológica y anatómica!
—¿Cómo explica entonces el aprieto en que se encuentra?
—¡Es un sueño! No han pasado seis meses… eso también es una ilusión. ¡Estoy soñando! ¡Solo se trata de despertar!
—Pero está usted despierto, señor Kepesh. Sabe muy bien que lo está.
—¡Deje de decir eso! ¡No me torture así! ¡Deje que me levante! ¡Basta! ¡Quiero levantarme!
Durante días y más días, o lo que pasa por días en una pesadilla, luché por despertarme. Claire venía todas las tardes para chuparme el pezón y hablar, mi padre venía el domingo para contarme las últimas noticias, el señor Brooks se presentaba todas las mañanas y me hacía salir del sueño con unos suaves golpecitos en el borde de la areola. Por lo menos imaginaba que me había despertado al tocarme el borde de la areola. Entonces comprendía que no me había despertado de un sueño real, sino del sueño que soñaba dentro de la pesadilla. No era un pecho que se despertara, sino yo mismo, y seguía soñando.
¡Ah, cómo maldecía a mis captores!, aunque, desde luego, si se trataba de un sueño solo maldecía a unos captores de mi propia invención. «¡Dejad de torturarme, todos vosotros! ¡Que alguien me ayude a levantarme!» Maldecía a los espectadores del anfiteatro que había construido, maldecía a los técnicos del circuito de televisión que había imaginado («¡Mirones! —gritaba—, ¡crueles y sádicos mirones que me coméis con los ojos!»), hasta que finalmente, temerosos de que mi deteriorado organismo cediera bajo la tensión emocional (sí, tales eran las palabras de preocupación que ponía en sus bocas mentirosas), decidieron someterme a una profunda sedación. ¡Cómo aullé entonces! «¡Jodida e insensible Claire! ¡Padre idiota e ignorante! ¡Eres un matasanos, Klinger, eres un fraude!», gritaba incluso mientras la droga me iba debilitando, una droga sedante que de alguna manera yo mismo había administrado al soñador.
Cuando volví en mí, por fin me di cuenta de que había enloquecido. No estaba soñando. Estaba loco. No habría ningún despertar mágico, no abandonaría la cama, me cepillaría los dientes e iría a dar clases como si nada más que una pesadilla hubiera interrumpido mi vida corriente y predecible; en caso de que pudiera esperar algo, sería el largo camino de retorno a la cordura. Y, por supuesto, el primer paso hacia la recuperación de la cordura era comprender que la sensación de que me había convertido en un pecho era el delirio de un lunático. En vez de estar colgado en una hamaca tras una catástrofe endocrinopática como ningún endocrinólogo había conocido hasta entonces, era más que probable que me encontrara sentado, delirante, en una habitación de un manicomio. Y no hay duda de que eso es algo que puede suceder y les sucede a muchas personas, continuamente. Que no pudiera ver ni saborear ni oler, que solo pudiera oír débilmente, que no pudiera establecer contacto con mi propia anatomía, que al hablar con otros tuviera la sensación de estar enterrado y casi estrangulado por mi propio tejido adiposo… ¿eran estos síntomas tan insólitos en el estado de estupor de la psicosis?
Sin embargo, me resultaba difícil comprender por qué motivo había perdido la cordura. ¿Qué podía haber desencadenado un desplome esquizofrénico tan absoluto en un hombre que aparentemente se encontraba tan bien? Pero, por otro lado, lo que podría haber causado semejante crisis era sin duda tan aterrador que me habría visto obligado a borrar por completo su recuerdo… Pero entonces, ¿por qué el doctor Klinger (y estaba seguro de que la persona con la que hablaba era el doctor Klinger; tenía que estar seguro de algo para empezar, así que me aferraba a su inglés con un suave acento, su franqueza y su humor vulgar como prueba de que eso por lo menos era real en mi experiencia), por qué, pues, el doctor Klinger me pedía que aceptara mi destino, cuando era evidente que el camino de retorno a la cordura suponía plantar cara a aquella concepción de mí mismo absolutamente demencial? La respuesta era obvia, debería haberlo sido desde el principio. Eso no era lo que Klinger estaba diciendo. Debido a mi enfermedad, tomaba sus palabras y, a pesar de lo sencillas y claras que eran, les daba exactamente el sentido contrario al que tenían.
Aquella tarde, cuando llegó Klinger, tuve que hacer acopio de toda mi famosa fuerza de carácter a fin de explicarle, tan sencilla y claramente como yo podía hacerlo, el increíble descubrimiento que había hecho. Al terminar sollozaba, pero por lo demás había estado tan inspirado como siempre al hablar. Cuando uno da clase, a veces se oye a sí mismo hablar con unas cadencias perfectas, desarrollando ideas con frases precisas y combinándolas en párrafos llenos a rebosar, y entonces resulta difícil creer que el individuo que se dirige a sus silenciosos alumnos con su pico de oro y su gran decisión pueda haberse hecho tal lío con sus notas solo una hora antes. Pues bien, todavía es más difícil de creer que el tono comedido en el que le había dado la noticia al doctor Klinger procedía del loco injurioso al que sus guardianes habían sedado. Si aún era un lunático —y puesto que continuaba siendo un pecho, seguía siendo un lunático—, ahora por lo menos era uno de los más lúcidos y elocuentes de la planta del hospital donde me hallaba.
—Curiosamente, la visita de Arthur Schonbrunn es lo que me convence de que estoy en el camino correcto —le dije—. ¿Cómo podría haber creído jamás que Arthur vendría aquí y se echaría a reír? ¿Cómo podría confundir con la verdad un engaño tan ostensiblemente paranoico? Hace un mes que le maldigo, y a Debbie también, por enviarme esos discos idiotas, y nada de esto tiene el menor sentido. Porque si hay una persona en el mundo que nunca pierde el dominio de sí mismo, es Arthur.
—¿Acaso ese decano está por encima de los riesgos de la naturaleza humana?
—¿Sabe una cosa? La respuesta a esa pregunta es afirmativa. Está por encima de los riesgos de la naturaleza humana.
—Un astuto vivales, ¿eh?
—No es que sea tan astuto, esa es una manera errónea de considerarlo. Lo que ocurre es que me he vuelto muy loco. ¡Pensar que me he inventado todo esto…!
—¿Y su nota, a la que usted respondió con tanta amabilidad? ¿La nota que le puso tan furioso?
—Más paranoia.
—¿Y la grabación de Hamlet?
—Ah, eso sí que es real. Es real y muy propio de Debbie. Oh, sí, ahora veo la diferencia, incluso mientras hablo percibo la diferencia entre lo demencial y lo que ha sucedido realmente. Percibo la diferencia, debe usted creerme. ¡Me he vuelto loco, pero ahora lo sé!
—¿Y qué cree que le ha hecho, como dice usted, «volverse loco»? —inquirió el doctor Klinger.
—No lo recuerdo.
—¿No tiene ninguna idea? ¿Qué podría haber motivado que una persona como usted sufra un delirio tan completo e impenetrable?
—Le estoy diciendo la verdad, doctor. No tengo la menor idea. Todavía no, por lo menos.
—¿No se le ocurre nada? ¿Nada en absoluto?
—Verá, lo que se me ocurre… lo que se me ha pasado por la cabeza esta mañana…
—¿Qué es?
—Me estoy aferrando a un clavo ardiendo, y sé lo caprichoso que eso parece en estas circunstancias, pero he pensado que esto procede de la literatura. Los libros sobre los que he dado clases… ellos me han metido la idea en la cabeza. Pienso en mi curso de literatura europea. Ocuparme de Gogol y Kafka un año tras otro, explicar La nariz y La metamorfosis.
—Sin embargo, muchos otros profesores de literatura centran también sus clases en esas obras.
—Pero tal vez sin tanta convicción —repliqué, con un rasgo de humor intencionado.
Él se echó a reír.
—La cuestión es que estoy loco, ¿verdad?
—No.
Solo me sentí contrariado un momento. Me di cuenta de que había invertido el sentido de su negativa tan fácil e inconscientemente como enderezamos las imágenes que se proyectan al revés en la retina.
—Debo decirle —le expliqué con calma— que aunque usted ha dicho que sí cuando le he preguntado si estaba loco, le he oído decir que no.
—Le he dicho que no. Usted no está loco. No sufre ningún delirio, ni desde luego lo ha sufrido hasta ahora. Es un pecho, si se le puede llamar así. Sus esfuerzos por adaptarse a una misteriosa desgracia han sido heroicos. Uno comprende la tentación, desde luego: todo esto no es más que un sueño, una alucinación, un delirio, incluso un estado mental inducido por drogas. Pero lo cierto es que no se trata de nada de eso. Es algo que le ha ocurrido a usted. Y la mejor manera de enloquecer, ¿me escucha, señor Kepesh?, es fingir otra cosa. El consuelo que eso puede procurarle durará poco, se lo aseguro. Quiero que deje de engañarse y abandone ahora mismo la idea de que está loco. No lo está, y fingir otra cosa solo le causará pesar. La locura no es ninguna solución, tanto si es una locura imaginaria como real.
—Una vez más lo oigo todo invertido. He dado por completo la vuelta al sentido de sus palabras.
—No, no lo ha hecho.
—¿Tiene algún sentido para usted que considere mi delirio como algo alimentado por los años dedicados a enseñar esos relatos? Es decir, al margen del trauma que desencadenó la crisis.
—Pero no hubo ningún trauma, ninguno de naturaleza psicológica; y, como le he dicho, le repito y seguiré diciéndoselo: esto no es un delirio.
¿Cómo insistir? ¿Cómo abrirme paso a través de aquella inversión de la realidad?
Con una astucia que me satisfizo, y que me pareció una prueba de buena salud mental, repliqué:
—Pero si lo fuese, doctor Klinger, puesto que una vez más he entendido que decía lo contrario de lo que ha dicho, si fuese un delirio, ¿vería usted entonces alguna relación entre la clase de alucinación que sufro y el poder que ejercen sobre mi imaginación Kafka o Gogol? ¿O Swift? Pienso en Los viajes de Gulliver, otro libro sobre el que he impartido clases durante años. Tal vez si siguiéramos hablando hipotéticamente…
—Basta, señor Kepesh. No engaña usted a nadie más que a sí mismo, si es que en verdad se engaña. Ha sufrido una conmoción, pánico, furor, desesperación, desorientación, profundos sentimientos de impotencia y aislamiento, la depresión y el miedo más oscuros, pero a través de todo ello, de una manera milagrosa, absolutamente maravillosa, no hay ni rastro de delirio. Ni siquiera cuando su viejo amigo, el decano, se presentó aquí y le dio el ataque de risa. Es natural que eso le conmocionara, es natural que le dejara abatido. ¿Por qué no habría de ser así? Pero no ha imaginado la desafortunada conducta de Arthur Schonbrunn. No se ha inventado lo que le ha sucedido a usted, ni tampoco lo que le sucedió a él cuando estuvo aquí. No ha tenido necesidad de inventárselo. Finge usted que es un ingenuo, ¿sabe?, cuando me dice que un hombre con la posición de Arthur Schonbrunn no puede reaccionar en absoluto como él lo ha hecho. Es demasiado buen estudioso de la naturaleza humana para creer tal cosa. Ha leído demasiado a Dostoievski para eso.
—¿Servirá de algo que le repita lo que he creído haberle oído decir?
—No es necesario. Lo que cree haber oído, lo ha oído. Esto se conoce como cordura. Déjese de monsergas lunáticas, señor Kepesh, y cuando antes lo haga, tanto mejor. Gogol, Kafka y compañía… va a tener serios problemas si sigue por ese camino. Antes de que se dé cuenta habrá causado unos delirios auténticos e irreversibles, exactamente como esos de los que ahora afirma que desea librarse. ¿Me sigue? Creo que sí. Es usted un hombre muy inteligente, tiene una notable fuerza de voluntad y quiero que termine con eso ahora mismo.
¡Qué agotador era oírlo todo al revés! ¡Qué ingeniosa es la locura! Pero por lo menos ahora sabía la verdad.
—¡Doctor Klinger! ¡Escúcheme, doctor Klinger! ¡No permitiré que esto siga volviéndome loco! ¡Lucharé por liberarme! ¡Dejaré de oír lo contrario! ¡Empezaré a oír lo que todos ustedes me están diciendo! ¿Me escucha, doctor? ¿Comprende mis palabras? ¡No seguiré participando en este engaño! ¡Me niego a formar parte de él! ¡Entenderé lo que quiere usted decir! ¡Pero no se dé por vencido! Por favor —le supliqué—, ¡no me considere un caso perdido! ¡Superaré todo y seré de nuevo yo mismo! ¡Estoy decidido a hacerlo! ¡Con todas mis fuerzas, con toda mi voluntad de vivir!
Ahora me pasaba los días tratando de desentrañar las palabras que oía decir a los médicos, a Claire y al señor Brooks. El esfuerzo que esto requería era tan absoluto y tan agotador, que cuando llegaba la noche tenía la sensación de que bastaría el soplido de unos labios infantiles para extinguir definitivamente la oscilante llamita de memoria, inteligencia y esperanza que seguía empeñada en afirmar mi identidad.
El domingo, cuando me visitó mi padre, se lo conté todo, aunque estaba seguro de que Claire y Klinger se lo habrían comunicado por teléfono el día que sucedió. Balbucí como un niño que ha ganado un trofeo. Le dije la verdad: ya no creía que era un pecho. Si bien aún no había podido despojarme de la sensación física de irrealidad, a diario me libraba de la ridicula ilusión psíquica; cada día, a cada hora, notaba que volvía lentamente a ser yo mismo, y que incluso podía entrever el momento en que volvería a dar clases sobre Gogol y Kafka en vez de experimentar indirectamente las transformaciones antinaturales que imaginaron en sus famosas obras. Como mi padre no sabe nada de libros, le conté cómo, en el relato de Kafka, Gregorio Samsa se despierta y descubre que se ha convertido en un enorme escarabajo; le resumí La nariz, diciéndole que una mañana el personaje de Gogol se despierta sin nariz, sale a buscarla por San Petersburgo, pone un anuncio en el periódico solicitando que se la devuelvan, la ve «caminando» por la calle, un ridículo encuentro tras otro, hasta que al final la nariz aparece de nuevo en su cara, sin que el retorno tenga motivo alguno, como tampoco lo había tenido la desaparición. (Imaginé a mi padre pensando: «¿Enseña estas cosas en la universidad?».) Le expliqué que seguía sin poder recordar el golpe causante del estado en que me hallaba, que me había vuelto sordo, no oía nada cuando el médico intentaba que me enfrentara a la situación. Pero al margen de cuál hubiera sido el trauma, por terrible, horroroso y repelente que fuese, yo sabía que mi ruta de huida era la fantasía de la transformación física que tenía a mano, los relatos catastróficos de Kafka y Gogol y sobre los que solo una semana antes había dado clase a mis alumnos. Ahora, con la ayuda del doctor Klinger, trataba de averiguar por qué, entre todas las posibilidades, había elegido un pecho femenino. ¿Por qué razón una voluminosa y estúpida bolsa de tejido mudo y deseable, objeto de acciones en vez de actor, desprotegido, pendiente, ahí, como un pecho se limita a pender y estar ahí? ¿Por qué aquella primitiva identificación con el objeto infantil de veneración? ¿Qué apetitos no satisfechos, qué confusiones de la cuna, qué fragmentos de mi remoto pasado podrían haber chocado para provocar un delirio de semejante simplicidad clásica? Seguí parloteando de este modo ante mi padre, y entonces, una vez más, jubilosamente, sollocé. No vertí lágrimas, me limité a sollozar. ¿Dónde estaban mis lágrimas? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a notarlas? ¿Cuándo volvería a notar los dientes, la lengua, los dedos de los pies?
Durante largo rato mi padre no dijo nada. Pensé que tal vez también estaba llorando. Entonces me dio las noticias semanales: la hija de Fulano está embarazada, el hijo de Mengano se ha comprado una casa de ciento cincuenta mil dólares, mi tío suministra la comida y la bebida para el banquete de bodas del hijo del hermano menor de Richard Tucker.
Ni siquiera me había oído. Naturalmente. Tal vez yo había superado la creencia de que era un pecho, pero al parecer aún era casi necesario que recitara, como desde un escenario, si quería que me entendieran. Lo que me parecía un tono de conversación normal daba la impresión de que sonaba como el susurro de alguien que estuviera en el otro extremo de la estancia. Pero esto no se debía a que mi voz estuviera sepultada en una glándula mamaria de setenta kilos. ¡Mi cuerpo seguía siendo un cuerpo! ¡Tan solo tenía que poner fin al susurro! ¿Podría ser eso parte de mi locura? ¿El hecho de que cuando creía que estaba hablando en voz alta, en realidad solo hablaba conmigo mismo? ¡Pues habla más alto!
Y eso fue lo que hice. Con toda la fuerza de mis pulmones (¡mis dos buenos pulmones!) le repetí a mi padre el relato del descubrimiento que había hecho.
Y entonces llegó el momento de dar el paso siguiente. Un pie delante del otro.
—¿Dónde estamos, papá? Dímelo.
—En tu habitación —respondió él.
—Y dime, ¿me he convertido en un pecho de mujer?
—Bueno, eso es lo que dicen.
—Pero no es cierto. Soy un enfermo mental. A ver, vuelve a decírmelo. ¿Qué soy?
—Por favor, Davey.
—¿Qué soy?
—Eres un pecho de mujer.
—¡Eso no es cierto! ¡Lo que te he oído decir no es cierto! ¡Soy un enfermo mental! ¡Estoy en un manicomio! Y tú has venido a visitarme. Si esa es la verdad, papá, quiero que digas que sí. Escúchame, tienes que ayudarme. Soy un enfermo mental. Estoy en un manicomio. He sufrido un grave colapso mental. Sí o no. Dime la verdad.
—Sí, hijo, sí, eres un enfermo mental —respondió mi padre.
Más tarde, cuando llegó Klinger, le grité:
—¡He oído a mi padre! ¡He oído la verdad! ¡Le he oído decir que soy un enfermo mental!
—No debería haberle dicho tal cosa.
—¡Lo he oído! ¡Tampoco lo estoy imaginando! ¡No lo he entendido al revés!
—Claro que lo ha oído. Su padre le quiere. Es un hombre sencillo y le quiere mucho. Ha pensado que decirle eso le sería de ayuda. Ahora sabe que no es así. Y usted también lo sabe.
Pero yo no podría haberme sentido más feliz. Mi padre me había entendido. ¡Era posible entenderme! Muy pronto los demás también lo harían.
—¡Lo he oído! —grité—. ¡No soy un pecho! ¡Estoy loco!
¡Cómo me esfuerzo en los días siguientes por recuperar la cordura! Remuevo el lodo de mis inicios, en busca de lo que explique, y por lo tanto aniquile, este ridículo delirio. Le digo al médico que he regresado al amanecer de mi vida, a mis primeras mil horas tras las infinitas horas de inexistencia, he regresado al momento en que todo es uno mismo y uno mismo es todo, al momento en que lo cóncavo es lo convexo y lo convexo lo cóncavo… ¡ah, cómo hablo! ¡Cómo me afano por burlar a mi locura! ¡Ojalá pudiera recordar mis hambrientas encías en la amorosa espita, mi nariz en el globo nutricio!
—Si ella viviese, si pudiera decirme…
—¿Sí? —inquiere el doctor Klinger—. ¿Decirle qué?
—¿Cómo voy a saberlo? —replico en tono quejumbroso.
Pero ¿por dónde empezar si no es por ahí? Solo que resulta que ahí no hay nada. Todo es demasiado remoto, el regreso al lugar donde estoy ahora. Bucear hasta ese fondo marino donde empecé a ser, ¡descubrir en el limo mi precioso secreto! Pero cuando asciendo a la superficie, ni siquiera tengo cieno bajo las uñas. He ascendido sin nada.
Le digo al médico que tal vez, solamente tal vez, se trate de un desmoronamiento postanalítico que se ha estado incubando durante un año, el medio más desesperado que se me podía ocurrir para aferrarme a Klinger.
—¿Ha pensado alguna vez en las fantasías de dependencia que florecen en las mentes de sus pacientes debido a su apellido?[1] ¿Ha caído en la cuenta, doctor, de que todos nuestros apellidos empiezan por K., el suyo, el mío y el de Kafka? Y sin olvidar a Claire… ¡y a la señorita Clark?
—El alfabeto —me recuerda a mí, un profesor de lengua— solo tiene veintiséis letras. Y somos cuatro mil millones necesitados de iniciales con fines de identificación.
—¡Pero…!
—Pero ¿qué?
—¡Algo, lo que sea! ¡Una pista, por favor! Si yo no puedo… entonces usted. Por favor, alguna pista, una orientación… ¡Tengo que salir de aquí!
Repaso de nuevo con él los momentos destacados de mi desarrollo psicológico, una vez más paso las páginas de la antología de relatos que los dos recopilamos como texto para el curso que impartimos, tres veces por semana, durante cinco años, La historia de David Alan Kepesh. Pero lo cierto es que esos relatos han sido contados y glosados de manera exhaustiva tantas veces que me resultan tan rancios como el viejo cuento preferido del maestro de escuela más retrógrado de Estados Unidos. El drama de mi vida, tan emocionante en los primeros años de terapia como Los hermanos Karamazov, tiene ahora el atractivo de un libro de lectura de décimo curso que empezara con El collar y siguiera hasta La suerte del Campamento Rugiente. Y esto explica el éxito con que terminaron las sesiones de análisis el año anterior.
¡Ahí radica mi trauma!, me dije. ¡El mismo éxito! Allí estaba lo que no podía aceptar: ¡una vida feliz!
—¿De qué se trata? —me pregunta burlonamente el doctor Klinger—. ¿Qué es lo que no puede aceptar?
—¡Recompensas en vez de castigos! ¡Consuelo! ¡Placer! Un estilo de vida gratificante, una vida sin…
—Espere un momento, por favor. ¿Por qué no podría aceptarlo? Son cosas estupendas. Vamos, señor Kepesh, no diga tonterías. Recuerdo que aceptaba la felicidad junto con todas esas cosas buenas.
Pero me niego a escucharle, puesto que de todos modos lo que le oigo decir no es lo que está diciendo. Eso se debe a mi enfermedad, que vuelve las cosas del revés para que siga loco. Sin embargo, sigo adelante, y a continuación hablo de aquello a lo que los pacientes se refieren más tarde o más temprano, de ese amigo imaginario al que llaman «mi culpa». Hablo de Helen, mi ex mujer, cuya vida, según me han dicho, no es mejor ahora de lo que lo era cuando padecimos juntos los cinco años de nuestro matrimonio. Recuerdo mi inevitable deleite cuando un viejo amigo de San Francisco, que había venido a cenar conmigo y mi encantadora e imperturbable Claire, me informó de la continua desdicha de Helen. Me dije que aquella zorra se lo tenía bien merecido…
—¿Y ahora —me pregunta Klinger en un tono de regocijo— cree que se está castigando a sí mismo de esta manera por un rencor tan vulgar y corriente?
—¡Le estoy diciendo que mi nueva vida llena de felicidad era excesiva para mí! —alego—. Eso explica que perdiera el deseo por Claire: ¡aquello era demasiado bueno para que durase! Tanta satisfacción parecía… ¡parecía injusta! ¡Comparada con el destino de Helen parecía de algún modo inicua! ¡Me abrumaba el sentimiento de culpa!
—Esto es análisis de pacotilla, mi querido señor —replica él—, y usted lo sabe tan bien como yo.
—Pues si esa no es la causa, ¿cuál es? ¡Ayúdeme! ¡Dígamelo! ¿Qué lo ha provocado?
—Nadie lo ha «provocado».
—Entonces, por el amor de Dios, ¿por qué estoy loco?
—Pero no está loco, y eso también lo sabe.
El domingo siguiente, cuando mi padre viene a visitarme, vuelvo a preguntarle si soy un enfermo mental, solo para asegurarme.
—No —me responde esta vez.
—¡Pero la semana pasada me dijiste que sí!
—Estaba equivocado.
—¡Pero es la verdad!
—No lo es.
—¡Otra vez invierto el sentido de lo que me dicen! Contigo no me pasaba y ahora ya ves. ¡Vuelvo a estar donde estaba! ¡Entiendo al revés lo que me dice todo el mundo!
—En absoluto —replicó el señor Klinger.
—¿Qué está haciendo aquí? Hoy es domingo. ¡Mi padre está aquí, no usted! ¡No quiero seguir estando loco! ¡Ayúdeme! ¿Me oye? ¡Ayúdeme, por favor! ¡Necesito su ayuda! ¡No puedo hacer esto solo! ¡Ayúdeme! ¡Sáqueme de aquí! ¡Dígame tan solo la verdad! Si soy un pecho, ¿dónde está la leche? Cuando Claire me chupa, ¿dónde está la leche? ¡Dígamelo!
—¡Oh, David! —Era mi padre, ¡su cara sin afeitar en mi areola!—. Hijo mío, mi pobre hijito.
—¿Qué ha pasado, papá? Abrázame, papá, por favor. ¿Qué ha pasado realmente? Dímelo, por favor, ¿por qué me he vuelto loco?
—No te has vuelto loco, cariño —replicó él entre sollozos.
—Entonces, ¿dónde está mi leche? ¡Contéstame! ¡Si soy un pecho debería producir leche! ¡Retener leche! ¡Estar hinchado de leche! ¡Y eso es demasiado absurdo para que cualquiera se lo crea! ¡Incluso yo! ¡eso es sencillamente imposible!
Pero no hay duda de que es posible. De la misma manera que son capaces de incrementar la producción láctea de las vacas con inyecciones del agente lactogénico GH, la hormona del crecimiento, también han formulado la hipótesis de que es muy probable que yo pueda llegar a ser una glándula mamaria mediante una estimulación hormonal apropiada. De ser así, no faltarán científicos que quieran aprovechar la oportunidad de averiguarlo. Y tal vez, cuando no pueda seguir soportando todo eso, les dé esa oportunidad. ¿Y si la experimentación no acaba con mi vida? ¿Si tienen éxito y la leche empieza a brotar? Bueno, entonces sabré que soy un auténtico pecho, o bien que estoy tan loco como el más loco que haya existido jamás.