Que yo sepa, mis únicos visitantes, aparte de los científicos, los médicos y el personal del hospital, han sido Claire, mi padre y Arthur Schonbrunn, el ex presidente de mi departamento y ahora decano de Artes y Ciencias. El comportamiento de mi padre ha sido asombroso. No sé cómo explicarlo, y tan solo puedo decir que hasta ahora no había sabido qué clase de hombre es en realidad. Nadie lo sabía. Agresivo, astuto, tiránico en su trabajo, pero con nosotros, su pequeña familia, inocente, protector, tierno y profundamente afectuoso. Pero ese dominio de sí mismo cuando se enfrenta al horror… ¿Quién habría esperado tal cosa del propietario de un hotel de segunda clase en South Fallsburg? Empezó como cocinero de comidas rápidas y llegó a ser el propietario del establecimiento. Ahora está jubilado y «mata el tiempo» por las mañanas respondiendo a las llamadas telefónicas en el servicio de catering, un negocio boyante, que su hermano posee en Bayside. Una vez a la semana viene a visitarme, se sienta en una silla colocada al lado de mi pezón y me cuenta todas las noticias acerca de las personas invitadas a nuestra casa en el pasado. ¿Te acuerdas de Abrams, el sombrerero? ¿De Cohen, el pedicuro? ¿Te acuerdas de Rosenheim, con sus trucos de naipes y el Cadillac? Sí, sí, creo que sí. Pues bien, uno se está muriendo, el otro se ha mudado, el hijo de aquel se ha casado con una egipcia.

—¿Qué te parece eso?

—Ni siquiera sabía que allí estuviera permitida tal cosa.

Es una actuación impresionante. Pero ¿se trata realmente de una actuación? ¿Es el actor más brillante del mundo o tan solo un bobalicón, o acaso se ha vuelto por completo insensible? ¿O no tiene más alternativa que seguir comportándose como siempre? «Pero ¿no ve lo que ha sucedido? ¿No comprende que ciertas cosas son todavía más extraordinarias que el hecho de que un judío se case con una egipcia?»

Está conmigo una hora, y entonces regresa a casa, sin darme un beso. Eso de que mi padre se marche sin darme un beso es una novedad. Y entonces es cuando me doy cuenta de que no es un bobalicón y lo que hace en realidad es actuar, y pienso que mi padre es un gran hombre, valiente y noble.

¿Y mi nerviosa madre? Por suerte para ella está muerta; de lo contrario, esto la habría matado. ¿O también me equivoco con respecto a ella? Soportó a panaderos alcohólicos, confeccionadores de ensaladas homicidas y ayudantes de camarero que todavía se orinaban en la cama, de modo que, quién sabe, tal vez también podría haberme soportado. Bestias, los llamaba, animales de establo, pero siempre volvía a los pucheros, a los productos de limpieza, las fregonas y la ropa blanca, pese a la angustia que la embargaba desde la semana del Memorial Day hasta el Yom Kippur debido a la radical imperfección de la ayuda que le prestábamos. Para empezar, ¿no fue de mi madre de quien adquirí la cualidad de tener resolución? ¿No aprendí de su ejemplo la manera en que uno pasa del verano al invierno y de nuevo al verano, a pesar de todo? Así pues, más trivialidad todavía: estoy dispuesto a soportar mi condición de glándula mamaria debido a mi crianza en un típico hotel de Catskill donde ocurría una crisis tras otra.

Claire, cuya ecuanimidad desde el principio ha sido tan tonificante para mí, un antídoto relajante contra el carácter impulsivo de mi ex mujer, e incluso supongo que contra las palpitaciones de mi madre y las crisis en la cocina del hotel, Claire, curiosamente, no mostraba ni mucho menos la capacidad de mi padre para reprimir su angustia desde el primer momento. Pero lo sorprendente no eran sus lágrimas, sino el peso de su cabeza sobre mi zona central cuando no pudo contenerse y empezó a sollozar. «¿Su cara sobre esta carne? ¿Cómo puede tocarme?» Había esperado que no volviera a tocarme nadie más aparte del personal médico. «Si Claire se hubiera convertido en un pene…», me dije. Pero esa idea era demasiado ridícula, en la medida en que tal cosa no había sucedido, por supuesto. Además, lo ocurrido me había ocurrido a mí y a nadie más que a mí, porque no le podía ocurrir a nadie más, y aunque no supiera por qué era así, lo cierto es que era así, y debía de haber razones para que lo fuera, tanto si alguna vez iba a conocerlas como si no. Tal vez, como observaba el doctor Klinger, ponerme en el lugar de Claire rebasaba con creces el cumplimiento del deber. Tal vez; pero si Claire se hubiera convertido en un miembro viril de metro ochenta de longitud, dudo de que yo hubiera sido capaz de semejante lealtad.

Tan solo unos pocos días después de su primera visita, Claire consintió en masajearme el pezón. Si se hubiera puesto a llorar a cierta distancia de mí, nunca habría podido sugerirle que lo hiciera, pero en cuanto noté el peso de su cabeza sobre mí, todas las posibilidades se abrieron en mi mente, y solo fue cuestión de tiempo (y no demasiado, por cierto) antes de que me atreviera a pedirle el supremo acto de esperpento sexual, dadas las circunstancias.

Antes de seguir adelante, debo aclarar que Claire no es precisamente una zorra; a pesar de que durante nuestra relación amorosa las prácticas sexuales corrientes la habían excitado de maravilla, no le gustaba nada, por ejemplo, el coito per anum, e incluso le daba asco recibir mi semen en la boca. Si llevaba a cabo la felación, era solo como un breve antecedente del acto, y jamás con la intención de prolongarla hasta que me corriera. No me quejaba agriamente de esta actitud, pero de vez en cuando, como acostumbran a hacer los hombres que aún no se han convertido en pechos, expresaba mi insatisfacción. Veréis, no estaba obteniendo de la vida todo lo que deseaba.

Sin embargo, fue Claire quien propuso jugar con mi pezón si eso era lo que más deseaba.

Sucedió durante su cuarta visita en cuatro días. Le había contado por primera vez cómo me atendía la enfermera por la mañana, con la intención de no decirle más que eso, por lo menos de momento, pero Claire me lo planteó.

—¿Te gustaría que te hiciera lo mismo que ella?

—¿Me harías… eso?

—Pues claro, si quieres que te lo haga.

Pues claro. ¡Una chica fría e imperturbable!

—¡Quiero que lo hagas! —grité—. Hazlo, por favor.

—Entonces dime qué es lo que te gusta —dijo ella—. Dime qué es lo que resulta más agradable.

—Oye, Claire, ¿hay alguien más en la habitación?

—No, no, solo tú y yo.

—¿Nos están televisando?

—Pero qué dices, cariño, claro que no.

—Entonces apriétame, ¡apriétame fuerte!

Al cabo de unos días, después de que le hubiera hablado de un modo incoherente acerca de mi enfermera durante casi una hora, Claire volvió a preguntarme:

¿Qué ocurre, David, vida mía? ¿Quieres que te chupe?

¡Sí! ¡Sí!

¿Cómo es capaz de hacerlo? ¿Por qué lo hace? ¿Lo haría yo?

Es demasiado pedir —le digo al doctor Klinger—. Es demasiado terrible. Es preciso que ponga fin a esto. Quiero que ella lo haga continuamente, durante todo el tiempo de la visita. Ya no quiero hablar, no quiero que me lea, ni siquiera la escucho. Solo deseo que me apriete, me chupe y me lama. Nunca me canso de eso. Cuando ella se detiene, es insoportable. «¡Sigue! ¡Más! ¡Sigue!», le grito. Pero si no pongo fin a esto, dejará de venir a verme, lo sé. Y entonces no tendré a nadie. Entonces tendré a la enfermera por la mañana, y eso será todo. Vendrá mi padre y me hablará de quién se ha muerto y quién se ha casado. Y usted vendrá y me hablará de la fortaleza de mi carácter y mi voluntad de vivir. ¡Pero no tendré una mujer! ¡No estará Claire ni habrá sexo ni amor nunca más! Quiero que se desnude, doctor, pero ¿cómo puedo pedírselo? No quiero alejarla de mí, las cosas ya son bastante extrañas tal como están, pero quiero que se desnude, quiero que su ropa esté en el suelo, alrededor de sus pies. Quiero que se ponga encima de mí y se mueva. ¡Quiero tirármela, doctor! ¡Con el pezón! ¡Pero si le digo eso, se marchará! ¡Se irá corriendo y nunca volverá!

Claire me visita todas las noches, después de la cena. Durante el día da clases a los alumnos de cuarto curso en la escuela de la calle Bank, aquí, en Nueva York. Es graduada por Cornell y miembro de la Phi Beta Kappa, su madre es directora de escuela en Schenectady y está divorciada de su padre, ingeniero de la Western Electric. Su hermana mayor está casada con un economista del Departamento de Comercio, y vive con él y cuatro hijos en Alexandria, Virginia. Tienen una casa en South Beach, en Martha's Vineyard, donde Claire y yo les visitamos el verano pasado cuando íbamos camino de Nantucket para pasar una semana de vacaciones. Discutimos de política… la guerra de Vietnam. Entonces jugamos a lanzar y recoger pelotas de béisbol con los niños, tras lo cual fuimos a comer langosta hervida a Edgartown; luego fuimos al cine y, allí sentados, éramos unos carnívoros voluminosos, robustos y peludos, reducidos en la cómoda oscuridad a tan solo unas caras curtidas por el viento y unos dedos pringados de mantequilla. Delicioso. Lo pasamos muy bien, de veras, «convencionales» como lo eran nuestros anfitriones; sé que eran convencionales porque me lo decían una y otra vez. Pero lo pasamos muy bien. A ella vale la pena verla en la playa, una rubia de ojos verdes, alta, esbelta y con grandes pechos. Incluso cuando el deseo menguaba, nada me gustaba más que echarme en la cama y mirarla mientras se vestía por la mañana y se desnudaba por la noche. Allá, en el hueco de las dunas, le desato la parte superior del biquini y las veo caer. «Imagina dónde estarán a los cincuenta si a los veinticinco caen así», me dice. «No puedo imaginar eso, no quiero», replico y, poniéndola de rodillas, me recuesto en la arena caliente, hinco los talones, cierro los ojos y aguardo con los labios abiertos a que su pecho me llene la boca. ¡Qué sensación, con el mar resonando allá abajo! ¡Como si fuese el mismo globo, un globo blando y succionable! ¡Y yo Poseidón o Zeus! Ah, nada supera a los placeres del dios antropomórfico. «Pasemos todo el verano próximo junto al mar», le digo, como lo hace la gente el primer día feliz de las vacaciones. Claire susurra: «Primero vayamos a casa y hagamos el amor». Ha pasado cierto tiempo desde la última vez, tiene razón. «Oh, quedémonos aquí tendidos —le digo—. ¿Dónde está esa cosa tan extraña? Sí, otra vez, otra vez.» «No quiero que te quedes sin respiración. Te estabas poniendo verde.» «De envidia», replico.

Sí, admito sinceramente que eso es lo que decía. Y si se tratara de un cuento de hadas en lugar de mi vida, ahora vendría la moraleja: «Ten cuidado con los deseos ridículos, pues es posible que tengas suerte». Pero como no hay duda de que esto no es un cuento de hadas (por lo menos no lo es para mí, querido lector), ¿por qué semejante deseo habría de ser el que se hiciera realidad? Te aseguro que he deseado en mi vida cosas mucho más caprichosas que succionar un pecho en aquella playa. ¿Por qué unas palabras juguetonas y amorosas, pronunciadas aquel primer día de nuestras idílicas vacaciones, habrían de encarnarse, mientras que todo cuanto he deseado vivamente solo he podido conseguirlo, si es que lo he conseguido, poniendo un pie delante del otro en el transcurso de treinta y ocho años? No, me niego a supeditar mi desconcierto a la teoría de la satisfacción de los deseos. Por pulcra, moderna y deliciosamente punitiva que sea, me niego a creer que esto sea algo que deseaba ser. ¡No! La realidad es más imponente que eso, la realidad tiene cierta distinción.

Ahí lo tienes. Para los que prefieran un cuento de hadas a la vida, una moraleja: «La realidad —concluye el amargado profesor que, por razones que desconoce, se ha convertido en un pecho femenino— tiene distinción». ¡Andad, elegantes houyhnhnms satisfechos de vosotros mismos a los que nada repugnante ha sucedido todavía, andad a moralizar sobre eso!

No fue a Claire a quien le hice entonces mi «grotesca» propuesta, sino a mi enfermera.

—¿Sabe lo que me gustaría hacer cuando me lava así? —le pregunté—. ¿Puedo decirle en qué estoy pensando ahora mismo?

—¿En qué, profesor Kepesh?

—Me gustaría tirármela con mi pezón.

—No le oigo, profesor.

—¡Me excito tanto que quiero tirármela! ¡Quiero que se siente sobre mi pezón… que me ponga ahí el coño!

—Solo un poco más y ya estará…

—¿Me has oído, puta? ¿Has oído lo que quiero?

—Ahora lo estoy secando…

Cuando el doctor Klinger llegó a las cuatro, me carcomía el remordimiento. Incluso empecé a sollozar un poco cuando le dije lo que había hecho a pesar de mis recelos y de su advertencia. Le dije que ahora todo estaba registrado en cinta magnetofónica, y muy bien podría salir en los periódicos sensacionalistas del día siguiente. Un momento de diversión para los pasajeros apretujados en el metro camino del trabajo. Y es que, ciertamente, mi situación tenía un aspecto cómico. ¿Qué es una catástrofe sin su lado cómico? La señorita Clark, como la conozco desde el principio, es una solterona de baja estatura, rechoncha, y tiene cincuenta y seis años.

Al contrario que el doctor Gordon, Claire y mi padre, quien continuamente me asegura que solo me observan quienes anuncian su presencia, el doctor Klinger nunca se ha molestado en llevarme la contraria sobre ese particular.

—¿Y qué más da que salga en la primera plana?

—¡No es asunto de nadie! —replico, todavía sollozando.

—Pero le gustaría hacerlo, ¿no es cierto?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Pero ella no me ha hecho caso! ¡Ha fingido que le pedía que se diera prisa a terminar! No quiero que vuelva. ¡Quiero una nueva enfermera!

—¿Ha pensado en alguien concretamente?

—Una mujer joven… ¡y guapa! ¿Por qué no?

—Alguien que le escuche y acepte lo que le pide.

—¡Sí! ¿Por qué no? ¡De lo contrario es demencial! ¡Debo conseguir lo que quiero! ¡Esta no es una clase de vida ordinaria y no estoy dispuesto a fingir que lo es! Usted pretende que sea normal, espera de mí que sea normal, ¡en estas condiciones! He de ser un hombre juicioso… ¡en estas condiciones! ¡Pero esa es una pretensión absurda por su parte, doctor! ¡Quiero que ella se siente encima de mí y me ponga ahí el coño! ¿Por qué no? ¡Quiero que Claire haga lo que deseo! ¿Qué tiene eso de grotesco? Que se me niegue el placer en esta situación… ¡eso sí que es grotesco! ¡Quiero que me follen! ¿Por qué no habrían de follarme? ¡Dígame qué motivos hay para no hacerlo! ¡En cambio usted me tortura! ¡En cambio me impide que consiga lo que deseo! ¡En cambio estoy aquí tendido y soy juicioso! Y en eso radica la locura, doctor… ¡en ser juicioso!

No sé hasta qué punto el doctor Klinger entendía siquiera lo que le estaba diciendo; es bastante difícil seguirme cuando hablo con parsimonia, concentrado, y ahora sollozaba y gritaba sin pensar para nada en las cámaras de televisión ni en los espectadores sentados en la tribuna… ¿O acaso ese era el motivo de que me expresara así? ¿Tan atormentado estaba por la proposición que le había hecho a la señorita Clark aquella mañana? ¿O daba aquel espectáculo sobre todo en beneficio de mi gran público, para convencerle, dejando de lado las apariencias, de que sigo siendo un hombre, pues, quién sino un hombre tiene conciencia, razón, deseo y remordimiento?

Esta crisis se prolongó durante meses. Cada vez me mostraba más lascivo con la robusta e implacable señorita Clark, hasta que, finalmente, una mañana le ofrecí dinero.

—¡Agáchate… tómalo por detrás! ¡Te daré lo que quieras!

Durante mis largos y vacíos días había intentado imaginar cómo le pondría el dinero en las manos y cómo obtendría un préstamo si ella me pedía más de lo que tenía ahorrado en mi cuenta. ¿Quién me ayudaría? No podía solicitar semejante cosa a mi padre o a Claire, y eran las dos únicas personas cuyas visitas aceptaba de buen grado. Ridículo, tal vez, dado lo seguro que estaba de que las cámaras de televisión recogían continuamente mi imagen y que el Daily News publicaba a diario mis progresos, pero téngase en cuenta que no estoy arguyendo que desde mi transformación haya sido un modelo de «conducta responsable de adulto maduro». Tan solo trato de expresar, lo mejor que puedo, las etapas por las que he tenido que pasar camino de la actual base de equilibrio melancólico… Cierto que en lo que se refiere a la ayuda —para hacerme con el dinero, para llevar a cabo los arreglos financieros, con la señorita Clark o, si fuese necesario, con alguna mujer cuya profesión no se circunscriba a la actitud ética de una enfermera— podría haber recurrido fácilmente a un joven y barbudo colega, un inteligente poeta de Brooklyn que no es gazmoño y cuya audacia sexual le ha valido cierta notoriedad en nuestro departamento de lengua y literatura inglesas. Pero tampoco yo era gazmoño, y de vez en cuando me había apetecido una aventura sexual no menos desarrollada que la de mi joven amigo. Has de comprender que no era un hombre de escasa experiencia y sofocantes inhibiciones quien se veía atormentado por sus deseos en aquella hamaca. No había tenido ninguna dificultad para experimentar con prostitutas cuando era veinteañero, y durante el año que pasé estudiando en Londres, con una beca Fulbright, durante varios meses tuve una emocionante y agitada aventura con dos mujeres jóvenes, estudiantes de mi edad, procedentes de una universidad sueca, que compartían conmigo un dormitorio en un sótano, hasta que la menos estable de las dos intentó, con bastante desgana, arrojarse bajo las ruedas de un camión. Lo que me alarmaba no era la rareza de mis deseos en aquella hamaca, sino el grado en que rompería con mi pasado (y mi especie) si cedía a ellos. Temía que, cuanto más lejos fuese, más lejos estaría dispuesto a ir, hasta que llegase a un extremo de frenesí en el que mi existencia ya no tendría nada que ver con el hombre que había sido. Ni siquiera se trataba de que ya no sería yo mismo: ya no sería nadie. Me habría convertido en carne anhelante Y nada más.

Así pues, con la ayuda del doctor Klinger, me dispuse a extinguir —y, si no a extinguir, por lo menos, por emplear la palabra predilecta del doctor, a tolerar— el deseo de insertar mi pezón en una vagina. Pero, con toda mi fuerza de voluntad, que, como la de mi madre, puede ser considerable cuando me empeño, me resultaba imposible dominarme cuando empezaba el lavado. Finalmente decidieron rociar con un anestésico suave el pezón y la areola antes de que la señorita Clark se pusiera manos a la obra. Y lo cierto es que esta medida redujo la sensación en grado suficiente para darme ventaja en la batalla contra unos impulsos tan poco prácticos; una batalla que, sin embargo, solo gané cuando los médicos decidieron, con mi consentimiento, someterme a los cuidados de un enfermero.

Eso fue lo que surtió efecto. Insertar mi pezón en la boca o el ano del señor Brooks, el enfermero, es algo que no puedo imaginar en el estado de excitación con que lo imaginaría en Claire o incluso en la señorita Clark, aunque soy consciente de que la conjunción de boca masculina y pezón femenino difícilmente podría considerarse un acto homosexual. Pero tal es la fuerza de mi pasado y sus tabúes, y el poder que ejercen sobre mi imaginación las mujeres y sus aberturas, que ahora, temporalmente anestesiado y en manos de un hombre, puedo recibir las abluciones matinales más o menos como cualquier otro inválido.

Y aún está ahí Claire, la angélica e imperturbable Claire, para «hacerme el amor», con la boca si no con la vagina. ¿Y no basta con eso? ¿No es tal cosa lo bastante increíble? Claro que sueño con más, sueño con ello durante todo el día, pero ¿de qué me sirve más, de todos modos, cuando mi excitación carece de un final orgásmico y no tengo más que esa sensación sostenida de que estoy a punto de eyacular, un estado en el que me contorsiono desde el primero al último momento? La verdad es que, a estas alturas, he llegado a conformarme con menos en vez de más. Creo que sería mejor evitar que Claire llegara a verse tan solo como la máquina femenina solicitada cada noche para que monte al ridículo organismo que en el pasado fue David Kepesh. Sin duda cuanto menos tiempo pase sobre mi pezón, tanto mayores serán mis posibilidades de seguir siendo para ella (y para mí) algo distinto de ese pezón. En consecuencia, ahora solo durante la mitad de la hora que dura su visita tenemos relación sexual, y el resto del tiempo lo pasamos conversando. A ser posible, incluso me gustaría reducir a la mitad esa media hora. Si la excitación se produce siempre al mismo nivel, sin aumentar ni disminuir de intensidad una vez que ha comenzado, ¿qué diferencia hay en que la experimente durante quince minutos en lugar de treinta? ¿Qué diferencia hay si dura tan solo un minuto?

De todos modos, todavía no me siento capaz de semejante renuncia, como tampoco estoy convencido de que sea deseable desde el punto de vista de Claire. Pero créeme si te digo que el mero hecho de tener tal idea después del tormento que he conocido, es admirable. Incluso ahora hay todavía momentos, infrecuentes pero penosos, cuando sus labios me están palpando rítmicamente el pezón, en los que apenas puedo contener el impulso de gritar: «¡Fóllatelo, Ovington! ¡Métetelo en el coño!». Pero no lo hago, no. Si Claire estuviera dispuesta a hacerlo, ella misma ya me lo habría sugerido. Al fin y al cabo, sigue siendo solo una maestra de cuarto curso en la escuela de la calle Bank, una muchacha criada en Schenectady, Nueva York, miembro de la asociación Phi Beta Kappa de Cornell. No tiene sentido que le haga considerar con demasiado detenimiento las cosas grotescas en las que, milagrosamente, ya se ha manifestado dispuesta a participar con seres como yo.