Empezó de una manera rara. Pero ¿habría podido empezar de otra manera, al margen de cómo empezara? Se ha dicho, claro está, que todo cuanto existe bajo el sol empieza de una manera rara y acaba de una manera rara, y que es raro. Una rosa perfecta es «rara», lo mismo que una rosa imperfecta y la bella rosa de común color rosado que crece en el jardín del vecino. Conozco la perspectiva según la cual todo lo que existe parece formidable y misterioso. Reflexiona sobre la eternidad, considera, si tienes valor, el olvido, y todo se transforma en un prodigio. De todos modos te diría, con toda humildad, que ciertas cosas son más prodigiosas que otras, y que yo soy una de tales cosas.
Empezó de una manera rara… una comezón suave y esporádica en la ingle. Durante aquella primera semana, iba varias veces al día al lavabo contiguo a mi despacho en el edificio de la facultad de letras para bajarme los pantalones, pero al examinarme, y por minuciosa que fuese la búsqueda, no veía nada fuera de lo corriente. Aunque sin entusiasmo, decidí hacer caso omiso del picor. Siempre he sido un hipocondríaco tan impenitente, he estado tan atento a cualquier cambio en la temperatura corporal y la regularidad orgánica, que al hombre razonable que también era le resultaba imposible tomarse en serio mis reveladores síntomas. Pese a las sombrías premoniciones de extinción o parálisis o sufrimiento insoportable que acompañaban a cada nuevo dolor o acceso de fiebre, a los treinta y ocho años era un hombre vigoroso y de buen apetito, de metro ochenta, con buena postura y un físico esbelto, casi todo el pelo y la totalidad de los dientes, y sin haber padecido ninguna enfermedad grave. Aunque podría precipitarme a identificar la comezón en la ingle con algún trastorno neurológico como el herpes —o algo peor—, al mismo tiempo comprendía que indudablemente, como siempre, no era nada.
Me equivocaba. Era algo. Transcurrió otra semana antes de que distinguiera una coloración rosada apenas perceptible de la piel bajo el vello púbico, pero una mancha tan tenue que finalmente me obligué a no seguir mirando, diciéndome que no era más que una pequeña irritación y, desde luego, nada preocupante. Al cabo de otra semana —lo cual, por cierto, constituía un período de incubación de veintiún días— bajé la vista al entrar en la ducha y descubrí que durante la agotadora jornada, con las clases, las reuniones, los viajes de ida al trabajo y vuelta y las comidas fuera de casa, la piel en la base de mi pene había adquirido una tonalidad rojo pálido. De inmediato concluí que se trataba del tinte de mis calzoncillos. (Que los calzoncillos que me había bajado a los tobillos fuesen de color azul claro no significaba nada en aquel momento de incredulidad y pánico.) Parecía manchado, como si me hubieran aplastado algo —algún tipo de baya— en el pubis y el jugo, tras deslizarse hasta el miembro, hubiera coloreado irregularmente la raíz.
En la ducha me enjaboné y aclaré el pene y el vello púbico tres veces, y entonces me recubrí cuidadosamente desde los muslos al ombligo con una gruesa capa de burbujeante jabón, masajeándome mientras contaba hasta sesenta. Cuando me aclaré con agua caliente —esta vez tanto que quemaba— la mancha seguía allí. No un sarpullido ni una costra ni una magulladura ni una llaga, sino un intenso cambio de pigmentación que enseguida asocié con el cáncer.
Eran las doce, la hora en que tradicionalmente se producen las transformaciones en los relatos de horror, y una hora en la que era difícil conseguir un médico en Nueva York. Sin embargo, telefoneé de inmediato a mi médico, el doctor Gordon, y, pese al esfuerzo por ocultar mi alarma, él percibió claramente el temor y se ofreció a vestirse y cruzar la ciudad para examinarme. Tal vez si Claire hubiera estado conmigo aquella noche, en lugar de haberse quedado en su piso preparando un informe para el comité sobre planes de estudio, el mismo terror me habría impulsado a pedirle al médico que viniera corriendo. Por supuesto, dada la naturaleza de mis síntomas a aquella hora, es improbable que el doctor Gordon me hubiera enviado sin dilación al hospital, y tampoco parece, por lo que ahora sabemos —o seguimos sin saber—, que en el hospital pudieran haber hecho cualquier cosa para impedir o detener lo que estaba en marcha. El sufrimiento de las cuatro horas siguientes que hube de pasar a solas tal vez podría haber sido aliviado con morfina, pero nada indica que cualquier procedimiento médico, aparte de la eutanasia, pudiera haber invertido el rumbo del desastre.
Con Claire a mi lado podría haberme derrumbado por completo, pero, en mi soledad, de repente me avergonzaba perder el dominio de mí mismo; no habían pasado más de cinco minutos desde el descubrimiento de la mancha, y allí estaba yo, mojado y desnudo en el sofá de piel, tratando en vano de superar el trémolo de mi voz mientras bajaba los ojos y describía por teléfono lo que veía. «Tranquilízate», me dije, así que me tranquilicé, como puedo hacerlo cuando me lo propongo. Si era lo que me temía, podía esperar hasta el día siguiente, y si no lo era, también podía esperar. Le dije al doctor que me pondría bien. Exhausto tras una dura jornada de trabajo, me había… sobresaltado. Iría a su consultorio (pensé que esto era una prueba de valor por mi parte) hacia mediodía. Él me dijo que fuese a las nueve. Accedí y, tan serenamente como pude, le di las buenas noches.
Hasta que hube colgado el aparato y volví a examinarme bajo una luz intensa, no recordé que había un tercer síntoma, aparte del picor en la ingle y la decoloración del pene, que no le había mencionado al doctor. Hasta aquel momento lo había tomado por una señal de salud más que de enfermedad. Se trataba de la intensidad de la sensación local que había experimentado al hacer el amor con Claire durante las tres semanas anteriores. Para mí había significado el resurgimiento del deseo que antes sentía por ella; ni siquiera me molestaba en preguntarme de dónde o por qué, tan encantado —y tan aliviado— me sentía por su retorno. Lo cierto era que la intensa lujuria que su belleza física había despertado en mí durante los dos primeros años de nuestra relación se había ido reduciendo desde hacía casi un año. Hasta fecha reciente, le hacía el amor no más de dos o tres veces al mes, y lo más frecuente era que fuese ella la incitadora.
Mi enfriamiento —mi frialdad— era penoso para los dos, pero como ambos habíamos padecido no pocos trastornos emocionales (ella de niña con sus padres, yo de adulto con mi mujer), éramos igualmente reacios a dar cualquier paso hacia la ruptura de nuestra unión. Por descorazonador que fuese para una encantadora y voluptuosa joven de veinticinco años verse rechazada una noche tras otra, Claire no mostraba externamente ni un ápice de la suspicacia, la frustración o la cólera que incluso a mí me habrían parecido justificadas, el origen de su desdicha. Sí, ella paga un precio por su ecuanimidad (no es la mujer más expresiva que jamás he conocido, pese a su pasión sexual), pero he llegado a la etapa de la vida —es decir, había llegado— en la que el puerto sereno y sus plácidas aguas me gustaban más que el espumeante dramatismo de alta mar. Por supuesto, había ocasiones —cuando estábamos en compañía o a veces solos después de cenar— en que podría haber deseado que ella fuese más animada y más receptiva, pero estaba demasiado satisfecho de aquella sensatez suya en la que podía confiar para que me decepcionara su falta de viveza. Ya había tenido suficiente viveza con mi mujer.
Lo cierto es que, a lo largo de tres años, Claire y yo habíamos encontrado una manera de vivir juntos (que en parte suponía vivir separados) que nos proporcionaba la calidez y la seguridad de nuestro mutuo afecto, sin la dependencia acompañante, ni el agotador aburrimiento, ni el ansia desenfrenada y descentrada, ni las estrategias, durante las veinticuatro horas del día, del engaño y el apaciguamiento que parecían haber amargado a todos menos unos pocos de los matrimonios que conocíamos. Un año atrás había puesto fin a cinco años de psicoanálisis convencido de que las heridas sufridas en el Gran Guiñol de mi matrimonio habían cicatrizado tan bien como era posible que lo hicieran, y en gran parte gracias a mi vida en común con Claire. Tal vez no fuese yo el hombre que había sido, pero tampoco era un soldado raso herido, lleno de vendajes y tocando el tambor de la compasión de sí mismo, procedente de ese campo de batalla conocido como Hogar. La vida se había vuelto ordenada y estable, la primera vez que podía decir tal cosa en más de una década. La verdad es que nos llevábamos bien con tal facilidad y tan pocas tensiones, nos gustábamos tanto el uno al otro que cuando, inesperadamente, dejé de experimentar por completo placer cuando hacíamos el amor, lo consideré un desastre (poco sabía entonces de desastres). Fue un acontecimiento deprimente y desconcertante, y, por mucho que me empeñara, parecía incapaz de alterarlo. Lo cierto es que tenía concertada una cita con mi ex analista para hablarle de cómo me estaba afectando aquella situación cuando, también inesperadamente, de repente era más apasionado con ella de lo que había sido jamás con cualquier otra.
Pero «pasión» no es la palabra apropiada: un bebé en la cuna no siente pasión cuando le divierten haciéndole cosquillas bajo la barbilla. Me refiero a un placer del todo táctil: ni sexo en la cabeza ni en el corazón, sino, delicioso tormento, en la epidermis del pene, limitado a la superficie y generador de éxtasis. Era una clase de placer que me llevaba a contorsionarme y aferrar las sábanas, hacía que me retorciera y diese vueltas en la cama con un irreprimible abandono que anteriormente había considerado más propio de las mujeres que de los hombres y, en el caso de las mujeres, más imaginario que real. Durante la última semana de mi período de incubación, a punto estuve de llorar tan solo debido al tortuoso placer de la fricción. Al correrme, le lamía a Claire la oreja como un perro. Le lamía el pelo. Jadeante, me lamía mi propio hombro. ¡Me había salvado! ¡Mi vida en común con Claire no corría peligro! Tras haber yacido indiferente a su lado durante casi un año, tras haber empezado a temer lo peor acerca de nuestro futuro, de alguna manera —¡bendita y misteriosa manera!— había encontrado el camino hacia un terreno de pura y primitiva sensibilidad erótica, donde el vínculo entre nosotros solo podía reforzarse.
—¿Es esto lo que se considera disipación? —le pregunté a mi feliz amiga, cuya pálida piel tenía las marcas de mis dientes—. Nunca había experimentado una cosa igual.
Ella se limitó a sonreír y cerró los ojos para sentirse un poco más en el séptimo cielo. Tenía el cabello empapado en sudor, como el de una niña que hubiera jugado demasiado tiempo al aire libre un día muy caluroso. Claire satisfecha, donante de satisfacción. Afortunado David. No podríamos haber sido más felices.
Por desgracia, lo que me ha sucedido es algo que nadie ha experimentado jamás, algo que se encuentra más allá de la comprensión, más allá de la solidaridad, más allá de la comedia. Desde luego, no faltan quienes afirman estar al borde de una explicación científica concluyente; los hay, mis fieles visitantes, cuya compasión no parece tener límites; y luego, ahí fuera, en el mundo, aquellos —¿por qué no habrían de hacerlo?— que no pueden evitar reírse. Y, mira, hay ocasiones en las que incluso soy uno de ellos: comprendo, siento compasión y también veo la broma. Gozar de ella es otra cuestión. Si pudiera sostener la risa más de unos pocos segundos… si no fuese tan breve y tan amarga. Claro que tal vez deba esperar aún más regocijo, si los médicos son capaces de mantenerme vivo en semejante estado, y si yo sigo deseando que lo hagan.