¿Qué queda del sueño?"
—Siempre seguirá siendo su hijo —había dicho la señora Hertha Siebrecht a la señora Friederike Flau—. ¡De eso me encargo yo! Y además lo tendrá usted todas las vacaciones, desde el primer día hasta el último.
Había transcurrido el primer día que Karl Flau pasaba con sus nuevos padres adoptivos. Ya había oscurecido cuando Hertha hizo bajar a «los dos hombres» del tejado plano de la casa, desde donde habían observado las luces de la enorme ciudad, la Torre de la Radio había alargado hacia ellos sus brazos luminosos, y al final del todo había surcado el cielo por encima de ellos un colosal y atronador avión de línea.
Ahora Karl dormía, y los dos Siebrecht dieron un paseo por el jardín nocturno.
—Escucha, amigo mío —dijo Hertha de pronto—, ¿acaso has olvidado que queríamos estar en Göhren hace cinco días? ¿Que allí nos esperan unas habitaciones reservadas? ¿Y que estas son las únicas vacaciones que te permites al año?
—¡Es cierto! —exclamó Karl Siebrecht, sorprendido—. ¡Se me había olvidado!
—Ya se han marchado los Flau, y podemos salir de viaje. ¿Qué te parece mañana a mediodía, Karl? Nos llevaremos al chico.
—¿Mañana a mediodía? ¿No te parece un poco precipitado, Hertha? Por el momento hay mucho que hacer en el negocio.
—En el negocio siempre habrá mucho que hacer. Así que ¿por qué no quieres salir de viaje? ¡Dime la verdadera razón, Karl!
—Ay, Hertha…, es que estamos tan bien aquí…
—¡La verdadera razón, Karl!
—Y al chico le gusta tanto Berlín. Aquí tiene los coches y los aviones, siempre ha vivido en el campo.
—Querido Karl —dijo Hertha con voz decidida—, en ese caso saldremos con toda seguridad mañana a mediodía, al menos el chico y yo. ¿Quieres organizar ahora nuestra vida de acuerdo con los deseos del niño? Eso no sería nada bueno para él.
—Pero… —comenzó Karl.
—Y además —continuó Hertha, inflexible—, en Göhren seguro que habrá también tres o cuatro coches lastimosos para nuestro hijo adoptivo. Y además está el muelle, con sus barcos de vapor.
—¡Es verdad, los vapores! —exclamó Karl satisfecho—. No había pensado en ellos. Le gustarán. Entonces partiremos mañana, Hertha, estoy de acuerdo.
—¿Y la empresa que llama a gritos a su director?
—Ay, Hertha, tienes razón en reírte de mí. ¡Siempre metido de hoz y coz en cada nuevo asunto! ¿Cambiaré alguna vez?
—No hay muchas perspectivas de eso, amigo mío. Pero sigue así, y deja que te aconseje de vez en cuando, así acaso funcione…
Él tomó su mano y dijo:
—También quiero darte las gracias, Hertha.
Caminaron un rato en silencio por el jardín, después Karl dijo:
—Antes, cuando el avión pasó rugiendo por encima de nosotros, el niño dijo que él también querría volar ahí arriba, teniendo Berlín a sus pies. ¿No es en realidad igual que yo antaño, cuando ansiaba conquistar Berlín?
—Es posible —contestó Hertha con frialdad—. Pero si el niño comienza a soñar con eso, te garantizo que yo, y su madre, y Kalli Flau, y sus maestros, velaremos para que viva en este mundo y no en un país imaginario. Y confío en que tú velarás con nosotros, Karl. Me parece que tu sueño ha sido muy costoso para ti y para otros. ¿Y qué ha quedado de él?
—Eso, ¿qué ha quedado de él? —repitió Karl Siebrecht.