Karl Flau, el hijo"
En el interior del despacho de equipajes reinaba una agitación desmedida. Incluso en ese luminoso día de verano estaba en penumbra, unas lámparas eléctricas de pantallas verdes alumbraban a los hombres y las montañas de maletas. Como siempre que se presentaba allí, Karl Siebrecht meneó la cabeza.
—¡Aquí hace un calor de mil demonios! —dijo disgustado—. ¿Qué temperatura tenemos, Kiesow?
—Veintinueve grados a la sombra, señor director —contestó el interpelado—. La verdad es que deberían darnos vacaciones por el calor, como a los colegiales. —Miró a su antiguo enemigo y actual patrono con una sonrisa tranquila.
—Hoy parece muy satisfecho, Kiesow. ¿Qué es lo que le pasa? —preguntó.
—Que mañana me voy de vacaciones, señor director, y me importa un bledo este calor. Me iré a la playa con toda mi familia durante tres semanas.
—¿Está dentro el señor Kunze? —preguntó Siebrecht señalando con la cabeza el interior del despacho.
—Sí, señor director, ya lleva media hora despotricando. ¡Él también está achicharrado!
Karl Siebrecht entró en el cuarto interior donde, también con luz eléctrica, dos contables en mangas de camisa escribían. El señor Kunze, que estaba sentado a la mesa haciendo las cuentas, levantó la vista:
—¡Veintinueve grados, Siebrecht! —le reprochó.
—Yo también lo he notado —contestó riendo Karl colgando su guardapolvo de un gancho—. ¡La verdad es que a uno le apetecería colgar también la ropa! Pero eso cambiará. Tenemos autorización para abrir un boquete por detrás y conseguiremos otra habitación más, ventanas y ventilación.
—¡Gracias a Dios! —dijo Kunze—. Así no se podía seguir.
—Por lo demás, ¿cómo va todo? He querido venir a echar un vistazo por aquí, antes de irme de vacaciones… Pero ¿esto qué es? —Se interrumpió y miró asombrado a un hombre moreno vestido de azul marino que estaba en la puerta.
Durante un momento, los dos antiguos amigos se contemplaron en silencio.
Después, Karl Siebrecht hizo un movimiento con la mano.
—¡Entra aquí conmigo, Kalli! —exclamó.
—Mi mujer y mi hijo esperan ahí detrás —contestó Kalli.
—Entonces iré con vosotros —replicó Karl—. Es decir, si os parece bien.
—Claro que nos parece bien, Karl. En realidad hemos venido a Berlín únicamente para verte. La primera vez, después de todos estos años.
—Bueno, pues encontrarás Berlín un poco cambiado. Un momento, Kalli, voy por mi abrigo y mi sombrero.
—Está bien, Karl, te espero.
Pero la espera fue corta, Siebrecht regresó en el acto.
—¡Me alegro mucho de verte, Kalli! Sigues teniendo la misma expresión de siempre, de bondad y lealtad. ¡Cómo resucitan los tiempos de entonces al mirarte! ¿Recuerdas todavía los viejos tiempos, Kalli?
—Sí, todavía nos acordamos mucho de ellos, Rieke y yo.
—¿Dónde la has dejado? Tengo que saludarla ahora mismo. ¿Y tenéis un hijo? Por desgracia, yo todavía no tengo hijos. ¿Dónde están?
—Ahí detrás, en alguna parte.
—Pues vamos a verlos. ¿Por qué seguimos aquí parados? Me muero de impaciencia…
—Un momento, Karl. —Kalli rozó su hombro—. Cuando veas ahora a Rieke y al chico…
—¡Ya lo sé, Kalli! Todo está perdonado y olvidado, faltaría más, es decir, yo no tengo nada que perdonar, más bien Rieke.
—Ah, no. No me refiero a eso. Todo va bien, por supuesto. Pero cuando veas ahora a Rieke y al chico, me refiero sobre todo a nuestro hijo… Yo estoy muy apegado a él precisamente… Tenemos más hijos… Pero ese chico…
—Bueno, ¿qué pasa, Kalli? Me pareces un desconocido, estás casi turbado. Pues claro que estás muy apegado al chico, es vuestro hijo mayor, ¿no? ¿Qué es lo que quieres decirme?
—Sí, es el mayor, pero prefiero no decirte nada. —Kalli Flau se había decidido, su turbación había desaparecido, volvía a mostrarse tranquilo y seguro—. Ven, Karl, ya lo verás con tus propios ojos…
Karl Siebrecht lo siguió un poco asombrado, sin tener ni idea de lo que le esperaba. Rieke y su hijo estaban detrás del quiosco de prensa.
—Me alegro muchísimo, Rieke —dijo Karl estrechándole la mano—. ¡Ha sido una buena idea venir a visitarme! ¡Estás igual que siempre, Rieke, completamente igual! ¡Solo que más lozana y morena! Entonces siempre estabas pálida. ¡Ay, Rieke, por favor, di algo de una vez! Tengo que escuchar si todavía hablas como antes.
—Sí, Karl —contestó ella, riendo—. Sigo con mi berlinés de pura cepa, no s’a desteñío na. Tú no pudiste quitármelo, y los del campo tampoco podrán. Eso no s’olvía. Pero no has echao na de carne, Karl. ¿Tanto trabajo ties? Y toavía con los equipajes, ojalá no sea demasiao pa ti.
—No, no lo será. Aumentan y aumentan, dentro de poco trabajaremos con cien vehículos. —Se volvió hacia el niño que estaba medio oculto detrás de su madre—. Así que este es el mayor. Buenos días, hijo… —De pronto se detuvo asustado—. ¡Dios mío! —dijo a media voz, y después enmudeció por completo mientras contemplaba al niño.
Porque el que tenía ante él era él mismo, su vivo retrato a los diez u once años. El mismo cabello rubio, la misma cabeza larga de rostro afilado y los ojos azules algo fríos, la boca obstinada de labios abultados… «¡Dios mío!», se le había escapado antes de enmudecer, sumido por entero en la contemplación del niño.
Rieke y Kalli lo observaban en silencio. El niño lo miraba atenta y fríamente, y luego desprendió su mano de la del hombre desconocido que no quería volver a soltarla.
—Kalli —dijo Rieke—, hazme el favor y vete con Karl a recoger el equipaje, y de paso reserva una habitación en el hotel qu’está justo enfrente. Yo m’iré ahora con Karl, es decir, con Karl Siebrecht, a dar un paseo, por Eichendorffstrasse por ejemplo. Me gustaría volver a ver la vieja tienda… es decir, si te paíce bien, Karl.
—Pues claro que me parece bien, Rieke…
—Bueno, pues hasta luego, Kalli. Ayuda a tu padre, Karl, y procura que le den una habitación grande. Así podrás dormir con nosotros en el sofá y no te dará miedo estar tan solo en Berlín.
—¡Yo no tengo miedo a Berlín, madre! Quiero ver todos los coches… ¿Conoce usted todas las marcas, hasta las extranjeras? —preguntó el niño a Karl Siebrecht.
—Sí, Karl, las conozco todas, y te las enseñaré —contestó Karl, que se sentía como si estuviese soñando.
—¿T’as fijao? —preguntó Rieke cuando se fueron los dos—. Habla perfetamente, y no como su madre, Kalli siempre se ocupó de eso. —Y bajando la voz, añadió—: Y también tie tu misma voz, Karl.
—¿Cuándo nació el niño, Rieke? —preguntó Karl.
Habían salido de la estación y se dirigían a Eichendorffstrasse. Karl no podía mirar a Rieke, iba con la mirada perdida. Estaba tan agitado que apenas podía dominar su tono de voz. ¡Tenía un hijo! ¡Tenía un hijo desde hacía años, y no lo había sabido hasta entonces! ¡Tenía que ser suyo, lo intuía!
—Nació unos tres meses después del divorcio, Karl —le informó Rieke—. Ya estábamos en casa de la tía Bertha.
—¿Y por qué no me dijisteis ni una palabra, Rieke? —preguntó Karl en voz muy baja—. Toda mi vida habría sido diferente si hubiera sabido…
—Sí, ahora quizá estés enfadao con nosotros, Karl —le dijo Rieke Flau—, por haberte apartao así. Pero te pues imaginar, yo estaba enfurecía contra ti, no quería ni oír ni saber na de ti. Y luego, cuando recuperé la tranquilidá, ya era demasiao tarde.
—Os comprendo, de veras, Rieke —contestó Siebrecht, que ante el estilo claro y razonable de ella también se había serenado—. Seguramente lo habéis hecho todo muy bien. Pero lo de antes ha sido un verdadero susto para mí.
—Pero ha sío un susto bueno, Karl, ¿verdá?
—Sí, muy bueno, Rieke, sí. Se me parece tanto…
—Y es que además lo es, Karl, por dentro, quiero decir. No se parece na a nuestros otros críos. Tenemos tres más, dos niñas y un niño. Pero Karl es mucho más difícil, le gusta estar solo y tampoco es mu hablaor, y siempre está liao con los libros. ¡No vale pa una granja, Karl!
—¿Y por eso…?
—Sí, Karl, por eso hemos venío por fin a traértelo. Kalli también pensaba que tenías que conocerlo. Por lo que toca al maistro, dice que tie que ir a una escuela superior. Tie talento.
—¿Así que ahora queréis dejármelo a mí? ¡Ay, Rieke, ya veo que seguís siendo unos buenos amigos!
—¿Y por qué no íbamos a serlo? Lo pasao, pasao y olvidao, eso fue un error tuyo y sobre to, mío. Ahora vuelve a ser to como antes, cuando vivíamos toavía en Wiesenstrasse y no éramos más que buenos amigos. Fue una época mu bonita, ¿no es verdá, Karl?
—¡Vaya si lo fue! ¿Te acuerdas de nuestra lucha por la inglesa? ¿Vive todavía? ¿Sigue cosiendo?
—¡Vaya si cose, de eso pues estar seguro! Pero, Karl, cuéntame: ¿qu’a sío de tu vida? ¿T’as vuelto a casar? ¡Llevas anillo!
—Sí, me volví a casar.
—¿La conozco?
—Sí, la viste una vez. La chica joven, sabes, que llevé por la noche en el taxi y que vino a visitarme…
—Ah, ¿la pequeña morena? —Rieke se quedó muy asombrada—. ¡Qué raro! Entonces os eché a los dos porque creí que estabais liaos, pero después me dije que habían sío unos celos imaginarios. ¡Y mía por dónde no lo eran!
—Por aquel entonces no había nada todavía, Rieke. Entonces ni siquiera nos conocíamos. Pero todo esto son viejas historias que es mejor olvidar.
—Ties razón. Pero, Karl, ahora lo principal, ¿qué dirá tu mujer del niño? ¿Vosotros no tenéis hijos?
—No, Rieke, no los tenemos. Y eso facilita las cosas, aunque quizá también las haga más difíciles… No tengo ni idea de cómo reaccionará mi mujer.
—Lo entiendo, Karl, eso también pue ser muy doloroso pa ella. De tos modos, ties que hablar primero con ella. No se t’ocurra sorprenderla como t’emos sorprendío nosotros.