Dos aldeanos en la estación de Stettin"
Pocos años después, un día de julio, casi a mediodía. Acaba de llegar un tren de pasajeros de la Marca, el flujo de viajeros se amontona en la barrera.
—¡Oiga usted, joven —dice un hombre gordo—, eso era mi pie! ¡Tómese tiempo: Berlín no se le va a escapar!
—¡Tiene usted razón! —El «joven», un hombre moreno, cuarentón, ríe—. Berlín no se nos escapará, ya no. Es que yo —prosigue mientras hunde las manos en los bolsillos de su chaqueta azul marino— llevo unos diez años sin visitar Berlín, y ¡sabe Dios que a uno le entran de repente las prisas! —Y volviéndose—: ¿Tenéis vuestros billetes? ¡Karl, tú quédate siempre detrás de tu madre! ¡Fíjate en eso, Rieke! —dice el de azul marino cuando ha cruzado la barrera con los suyos—. ¡Qué trajín! ¡Y lo que tienen que cargar los mozos! Hoy sería rentable transportar equipajes. —Y mira casi con envidia a un hombre bajo y corpulento de rostro melancólico que jadea por la carga de maletas.
—¡Anda, pero si es el señor Beese! —exclama Rieke—. Señor Beese, ¿es que ya no nos conoce? Somos nosotros, hombre… Nooo, nosotros estábamos con Siebrecht y transportábamos maletas. ¡Los canarios, tie usté que acordarse d’eso!
El señor Beese deposita su cargamento de maletas y se seca la frente sudorosa con el dorso de la mano. A continuación saca un pañuelo, se limpia la mano en él, y la tiende primero a la mujer, luego al hombre, y por último al niño de unos diez años.
—Sí —responde melancólico—, claro que los conozco, no me olvido tan fácilmente de nadie. Usté es la señora Siebrecht, y este es Kalli, que iba siempre con el viejo Kürass. Y este es su crío, que entonces toavía no existía.
—¡Nooo, señor Beese! —Rieke rio—. ¡Este toavía no estaba ni podía estar! Y yo tampoco soy ya la mujer de Siebrecht, ahora soy la señora Flau. Flau es el apellido de Kalli, ¿entiende usté?
—Entiendo —respondió el mozo Beese—. ¡Ya veo que está usté asombrao, Kalli! ¿Es mucho trajín, eh, comparao con el de entonces? Tendría que haber seguío en el negocio, le habría merecío la pena. ¡Siebrecht es ahora un pez gordo!
—Vaya —dijo Kalli, dirigiendo una rápida ojeada a su mujer—. ¿Así que Siebrecht sigue transportando equipajes? ¿Y le va bien?
—¿Bien? —respondió, desdeñoso, el señor Beese—. Bien no es la palabra adecuá. ¿Sabe usté cuántos camiones tie en servicio solo desde la estación de Stettin? ¡Seis! S’a quedao de piedra, ¿eh? —Y, tras despedirse, partió con su equipaje.
Los tres se quedaron inmóviles unos instantes mirando hacia la ventanilla de enfrente, ante la que esperaba con paciencia una fila de viajeros.
—Ahora se llama «Servicio Urgente Ferroviario de Berlín» —dijo Kalli Flau pensativo—. Y mira, Rieke, lo que pone debajo. Siebrecht, Nadie y Cía. ¡Es el Karl genuino! ¡Nadie! A mí todavía me metió en la empresa, Siebrecht y Flau, ¿te acuerdas? Pero ahora nadie más…, ahora se encarga él solo del negocio. ¿Seguirá también solo en todo lo demás?
Pero Rieke no escuchaba las palabras de su marido. Agarrándolo con fuerza del brazo, susurró excitada:
—¡Kalli, mira quién viene por ahí!
Y en efecto, muy cerca de ellos pasó un hombre alto, delgado, con un guardapolvo claro, de rostro firme, enérgico y ojos azules y fríos. Pasó a su lado sin verlos y se dirigió hacia la ventanilla, se agachó, pasó por debajo del mostrador y desapareció…
—¡Era él…! —exclamó Rieke excitada, sujetando con fuerza el brazo de su marido.
—Sí, era él, Rieke —confirmó Kalli Flau—. Si lo deseas, hablaremos ahora mismo con él. Karl, ese era el señor por el que te pusimos tu nombre.
—Pero tú también te llamas Karl, ¿verdad, padre?
—¡Qué va, no me llamo Karl, sino Kalli! Karl solo me lo pusieron en el bautizo. ¡Cuando tu madre te llama Karl y no Kalli, sabe muy bien lo que hace! Bueno, Rieke, ¿qué me dices? ¿Hablamos con él? ¡Al fin y al cabo para eso hemos venido a Berlín!