Búsqueda de dinero
No supo cómo llegó a casa. Ni cuándo. Recordaba haber estado en el dormitorio de Hertha, ya era completamente de día. Vio a Hertha, contemplándolo atentamente con la cabeza apoyada en la mano. Él confiaba en no haber hablado, pero no lo sabía a ciencia cierta. Más tarde despertó en su cama a eso del mediodía. Intentó convencerse de que esa visita a la alcoba de Hertha había sido un sueño, uno de los muchos sueños pesados de aquella noche. Comió un poco, solo en el gran comedor, y habló por teléfono con Körnig: ¿había algo raro? No, nada de importancia… ¿Se pasaría por allí esa tarde el señor director?
—No creo, no me encuentro muy bien. Así que, hasta mañana, señor Körnig.
—Que se mejore, señor director.
¡Sí, mejorarse! Se sentía más lejos que nunca de una mejoría, le costaría recuperar el estado del día anterior.
Fue al garaje y se detuvo asombrado: estaba vacío. Por un momento pensó que Hertha había salido con su coche, luego recordó… ¡Ay, Dios, el maldito barullo que le recordaba aquella noche infausta!
Viajó a la ciudad en el tren de cercanías. Descubrió su coche delante de la puerta de la pequeña taberna. Las mantas yacían desordenadas sobre los asientos, la llave del encendido estaba puesta, pero había tenido suerte: no habían robado nada. Eso lo animó un poco. Se dirigió al oeste en su coche a ver a un gran comerciante de objetos de arte al que, en compañía del señor Zenker, había comprado en su día numerosos y bellos muebles renacentistas. Habló con él. Pero este negó con la cabeza:
—No, no, señor Siebrecht, eso es imposible. Además, pignorar es un asunto bancario, yo no me dedico a esos negocios.
—Si usted me deja las cosas seis u ocho semanas, yo también las venderé. Mientras tanto me las arreglaría de otro modo.
—De eso podemos hablar. ¿En qué ha pensado usted más o menos, señor Siebrecht?
—Invertí en la decoración casi cincuenta mil marcos, usted sabe que no solo le compré a usted.
—Sin duda, sin duda, conozco perfectamente sus enseres. Pero ponga un precio razonable, desde que usted compró, los precios han sufrido unas bajadas catastróficas.
—He pensado en treinta mil marcos…
—¡No, no! —exclamó el comerciante, escandalizado—. ¡Eso es impensable, es completamente inútil hablar de eso siquiera! —Y se volvió disgustado.
—¿Qué propondría usted? —preguntó Siebrecht vacilante.
—¡Yo no propongo nada!
—¡Pero haga una oferta, la que sea!
—Bien… pero lo horrorizará: en el mejor de los casos ofrecería cinco mil marcos.
—¿Cinco mil? ¡Si yo pagué casi cincuenta mil!
—¡Yo no pretendo convencerle de nada, faltaría más! —replicó el comerciante malhumorado—. Únicamente le he hecho una oferta por tratarse de un viejo cliente. ¿Se imagina la cantidad de gente que viene a la tienda? ¡Es mucho peor que cuando la inflación! ¡Podría amueblar palacios enteros! Y todos quieren vender a cambio de dinero contante y sonante! —Estrechó la mano de Karl Siebrecht—. En fin, piénselo. Mantendré mi oferta, digamos, una semana.
—Bien —dijo Karl Siebrecht—. Pero no creo que vuelva…
Subió a su coche, arrancó, y cuando se puso en marcha, pensó: ¿Y ahora, adónde? Mañana es día de paga y Körnig seguro que no tiene dinero suficiente, tengo que conseguir dinero. Recordó al comerciante. ¿Qué pensaría de él ese hombre? Una villa propia…, pero pertenecía a Hertha. Una enorme flota de vehículos…, pero eran de una sociedad que atravesaba dificultades de tesorería. Un coche propio… silbó suavemente. ¡Eso era! Un coche propio…
Se dirigió más deprisa hacia Unter den Linden. No temía encontrar al señor Gollmer en su tienda. Gollmer ya solo acudía allí en contadas ocasiones, cuando ocurría algo fuera de lo común. Ese día seguro que no había nada especial, los vendedores parecían aburridos, no se veía a comprador alguno. El gerente de las patillas tampoco estaba ocupado y lo hizo pasar en el acto.
—¡Caramba, señor Siebrecht, qué desacostumbrado placer! —dijo—. Malos tiempos, ¿verdad? ¿No querrá usted comprar automóviles?
—Me gustaría vender el mío.
El gerente lo miró.
—En general solo aceptamos coches usados cuando nos compran otros nuevos. Pero tratándose de usted… por supuesto. Hablaré inmediatamente con el señor Gollmer —dijo alargando la mano hacia el teléfono.
Karl Siebrecht lo detuvo.
—No, no —advirtió—. Por determinadas razones, me gustaría que esta fuese una sencilla transacción comercial entre nosotros, no un servicio amistoso. ¿Me entiende?
—Oh, claro que lo entiendo. —El gerente reflexionó—. Sí, puedo responsabilizarme de ello —dijo luego—. Como es natural, tendría que notificar la compra al señor Gollmer.
—Por supuesto. Haga que su gente tase el vehículo y págueme el precio que pagaría a cualquier cliente. El coche está a la puerta.
—Bien —contestó el gerente. Tras dar instrucciones por teléfono, colgó y, rascándose despacio su patilla, añadió—: Corren malos tiempos, ¿verdad?
—Espantosos —confirmó Karl Siebrecht—. ¿Y qué nos depara el futuro?
—Me temo que, comparados con los que se avecinan, los que vivimos son paradisíacos.
—He tenido que inmovilizar ya veintisiete camiones —comentó Siebrecht después de largo rato.
—¡Véndalos, véndalos a cualquier precio, pero solo al contado! ¡Hay que costear el alquiler del garaje y el mantenimiento! —susurró—. ¡Vender! ¡Vender inmediatamente… pero, por favor, no a nosotros! Nosotros ya no compramos nada. Su coche es el último que compramos.
—¡Voy a perder un montón de dinero en ese vehículo!
—¡Cielo santo! ¡Usted va a salvar un montón de dinero en la venta, si se deshace de él! ¡Si tiene usted que suspender pagos, lo habrá perdido todo! ¿Y bien? —preguntó a un hombre joven que entraba—. ¿Cuál es la tasación?
Ambos hablaron en susurros largo rato. Hacían cálculos. Después el gerente levantó la cabeza.
—Tres mil doscientos, señor Siebrecht —informó.
—¡De acuerdo! —contestó Karl.
La liquidación había comenzado. No suponía una reducción considerable de su cuenta de anticipos, pero la próxima paga estaba asegurada. Sobre todo no se presentaría con las manos vacías delante de Bremer.
Cuando salió a la calle Karl Siebrecht, vio cómo su coche, su querido coche, desaparecía por la puerta cochera. Lo echaría mucho de menos. Desde el regreso de su cautiverio en la guerra, se había sentado al volante de un coche casi a diario. Ahora se había convertido en un nuevo peatón, como en sus comienzos. Le costaría acostumbrarse. Fue al banco y cobró el cheque.