Riña
—¡Vaya, ya estáis aquí! ¿Así que habéis encontrado el camino? —preguntó el señor Von Senden sonriendo a su Maria—. Pero ¿dónde está Siebrecht? ¿Dónde has dejado a Karl?
—El señor Siebrecht ha tenido una pequeña avería, así que me he adelantado —mintió Maria Molina—. Bueno, Bodo, ¿qué tal ha ido? ¿Os lo habéis pasado bien? ¡Pareces tan satisfecho, joven y radiante!
—Es que he recibido noticias muy gratas, Maria, que te alegrarán —contestó el capitán de caballería—. Y vosotros, ¿qué tal? ¿Habéis disfrutado del paseo en coche? ¿Adónde habéis ido?
—A la Torre de la Radio. No quiero ofenderte, Bodo, pero tu amigo es un poco aburrido, apenas ha abierto la boca. —Ella, al captar la mirada atenta de Ilse, añadió deprisa—: No se enfade conmigo, señorita Gollmer, por haberme comportado antes de un modo tan estúpido, me sentía confusa. Y cuando estoy confusa siempre hago tonterías. ¿Le he parecido muy tonta?
—Bueno —dijo Ilse—, lo que importa es que ahora ya no es la misma. ¿Se debe al paseo?
—¡Quizá! No lo sé. Bueno, Bodo, dame de beber, tengo sed. Ahora quiero beber como es debido, y además tu amado vino tinto.
—¡Es una decisión asombrosa, Maria!
—¡Esta noche pienso asombrarte mucho más! ¡Estoy de muy buen humor! ¡Me han conocido tus amigos, lo he hecho todo mal y ahora ya he superado el trance! Hazme sitio en el banco, Bodo, quiero sentarme a tu lado… ¡Hombre, aquí tenemos al hombre de la avería!
Karl Siebrecht había llegado. Esperaba que Maria hubiera lanzado graves acusaciones contra él, y adoptó de antemano una expresión furiosa y agresiva. Pero ahora lo miraban tres rostros sonrientes, hasta la Molina sonreía con dulzura.
—¿Se ha solucionado su avería o ha tenido que llevar el coche a un taller? —preguntó esta—. Acabo de contar que me he adelantado, la verdad es que hacía un poco de frío…
Todo sucedía de manera distinta a la esperada.
—El coche está perfectamente —contestó, sentándose a la mesa—. ¿Puedo servirme, capitán de caballería? La verdad es que tengo sed.
—¡Igual que Maria! ¡Pero, alto, muchacho, no bebas tan deprisa! ¡Es un viejo borgoña que hay que tomar a pequeños sorbos, y te has bebido dos copas seguidas! —Durante un instante el señor Von Senden se sintió de verdad irritado por ese derroche insensato de aquella bebida de dioses. Pero se rehízo en el acto y añadió con tono amable—: Y ahora llenemos de nuevo nuestras copas para beber a tu salud, Karl Siebrecht.
—¿Cómo? —preguntó Karl, confundido. Esperaba cólera, censura, indignación, y encontraba pura afabilidad.
—Te damos las gracias, Karl —dijo el capitán de caballería casi con solemnidad—. Maria y yo te damos las gracias. Te has comportado como un verdadero amigo, Karl, hijo mío. ¡Brindo por ti!
Pero Karl Siebrecht no brindó, su confusión había aumentado hasta el infinito. Sus ojos pasaban de un rostro a otro.
—No entiendo una palabra —comentó—. ¿De qué amigo habla?
—Ilse Gollmer me lo ha contado todo. Tú todavía no lo sabes, Maria. Karl Siebrecht ha liberado mi fortuna, es un auténtico milagro.
—¿Y el dinero está de verdad? —preguntó Maria Molina.
—Sí —respondió el señor Von Senden—. Aquí, en el bolso de la señorita Gollmer. Él dejó a su criterio que me lo entregase o no. Y a pesar de que mi pequeña Maria se ha comportado antes con cierta imprudencia, ambos han sido muy generosos…
Karl se había quedado de piedra. ¡El cheque en manos de Ilse…, lo había olvidado por completo! No, no lo había olvidado, pero le había parecido imposible que Ilse lo entregara después del comportamiento de la Molina, Karl pensaba pedírselo. Y ahora… Como en sueños, oía decir al capitán de caballería:
—Ilse quiso entregarme el cheque en el acto, pero me negué. No, Karl, has de ser tú mismo quien me lo entregue, y yo deseo darte las gracias. Y Maria también te las dará…
—Por supuesto que sí. Tu amigo Siebrecht es sencillamente fantástico, Bodo, tengo que darle un beso…
El capitán de caballería sonreía. Ilse Gollmer sacó el cheque del bolso y se lo tendió a Karl, sin apartar los ojos atentos de su rostro, confundido e incrédulo. La Molina se le acercó, se inclinó mientras seguía sentado, colocó una mano sobre su hombro, un brazo alrededor de su cuello, y mientras aparentaba besarlo, susurró:
—¿Lo ve, quién es el burlado ahora?
—Todavía puedo romper el cheque —murmuró Karl.
—¡No puede! ¡Cómo quedaría entonces a los ojos del capitán de caballería y de su novia?
¿Y cómo quedaría a los ojos de Hertha?, se preguntó Karl. No, no puedo romperlo.
—Maria, estás exagerando tu gratitud —se quejó el señor Von Senden.
—Entréguele el cheque ahora mismo —le susurró Ilse Gollmer poniendo el papel en su mano—. ¡Deprisa, antes de que cambie de opinión!
Durante un instante, todavía dudando, miró la cifra. Leyó sesenta mil. ¿Y mis anticipos en descubierto?, le pasó por la mente. En ese preciso instante comprendió claramente que desde que tenía el cheque había barajado la idea de cubrir con él su anticipo y comprar barata la participación de Von Senden. Respiró aliviado, como si hubiera escapado de un peligro.
—Muchas gracias, Ilse —susurró. Tendió el cheque al capitán de caballería por encima de la mesa—. Aquí tiene, señor Von Senden, me alegro de haberlo solucionado. La verdad es que los amigos no deberían emprender negocios juntos…
El capitán de caballería lo miraba asombrado y extrañado. Pero Karl ya había levantado su copa.
—¡Y ahora bebo a la salud de Maria Molina! —exclamó—. ¡Por su éxito! ¡Por su felicidad! ¡Por un buen matrimonio! ¡Brindo por Maria Molina!
Entrechocaron las copas, se miraron. Los ojos de la Molina lo contemplaban con frialdad y furia. Pero el enfado de Karl había desaparecido. Me he librado de un grave peligro, pensó.
—Gracias, Ilse —susurró de nuevo—. ¡Me has salvado!
—¡Ahora sí que no lo entiendo, Siebrecht! —contestó ella un poco molesta—. ¿Qué le ha sucedido con la Molina? ¡No me creo ni una palabra de lo de la avería!
—Después —contestó él—. ¡Todo, después! —Tras vaciar su copa, la llenó de nuevo—. Y ahora brindemos solemnemente por nuestro tuteo, Ilse Gollmer —dijo—. ¡Desde ahora, de tú! ¡Por favor, diga que sí, se lo ruego!
—Si me lo cuenta todo…
—¿Todo?
—Sí, todo. Incluyendo la historia de cómo conoció a su mujer.
—Creo que eso no debo hacerlo, Ilse.
—Pues se lo repito: o todo, o nada.
—Pero ¿por qué, Ilse? Es una historia completamente trivial, que solo nos compete a Hertha y a mí.
—¡Pues yo quiero conocerla de cabo a rabo!
—¿Por qué?
Ella lo miró, lo miró claramente, sin el menor disimulo. Karl bajó la vista.
—¿Sí o no? —preguntó Ilse Gollmer.
—Sí —musitó Karl.
—¡Entonces, de acuerdo, por nuestro tuteo! —dijo Ilse Gollmer—. ¡Y por nuestra confraternidad militar en los días buenos y en los malos!
Entrelazaron sus brazos, él bebió de su copa, ella de la de él.
—Ni una gota —dijo él, inclinando su copa hacia el suelo.
—Ni una gota —repitió ella.
—Y ahora tenemos que besarnos. —Él sintió el contacto muy leve de los labios femeninos.
—Bien, bien —dijo el capitán de caballería con tono aprobatorio—. Ahora ya sois viejos amigos. ¡Tenéis que conoceros por lo menos desde hace diez años!
—¡Diecisiete! —exclamó Ilse Gollmer—. Diecisiete exactamente, y el diecisiete ha sido siempre mi número de la suerte. Pero ahora procura que nos sirvan algo de comer, tío Bodo. Es un poco tarde ya, pero tengo hambre, y Siebrecht tiene que comer algo, bebe demasiado y con excesiva rapidez. Eso no puede terminar bien.
Pero de momento todo iba sobre ruedas. Cenaron, y después de cenar continuaron bebiendo. Todos habían aumentado el ritmo, era como si con la bebida quisieran ahuyentar, intimidar algo ominoso. Maria tenía muchas preguntas, pues no sabía nada. Quería enterarse de todo lo relativo a un cheque tan elevado, si era válido en cualquier circunstancia, si podía ser anulado. Y cuando estuvo completamente segura de todos esos extremos, de pronto preguntó a voces:
—¿Crees que tengo miedo? ¡No le tengo miedo a nadie, ni tampoco a tu amigo de ahí! ¿Crees que le voy a tolerar algo? ¡Nada de nada! Le voy a decir exactamente lo que pienso de él, delante de todo el mundo, de su mujer si es necesario, y desde luego delante de su querida amiga…
—Te lo ruego, Maria, ¿qué te pasa? ¿Buscas pelea? ¡Has bebido demasiado, niña! Acabas de ver con cuánta decencia se ha comportado ahora mismo.
—¿Ese? ¿Con decencia ese? ¡Ahora voy a decirle a la cara lo que opino de su decencia! Escuche, señor Siebrecht, si es que puede separarse un momento de su amiga… He de decirle algo. Usted sabe que he mentido, porque lo sabe, ¿eh?
—¡Te lo suplico, Maria…!
—Claro que ha mentido —contestó Karl, que notó que el combate se avecinaba. Su voz tenía el mismo tono furioso y agresivo que la de ella—. Lo único que ignoro es a qué caso especial se refiere usted. ¿Acaso a su mentira al señor Von Senden al decirle que lo amaba?
—¡No tolero ese tono! —dijo con energía el capitán de caballería.
Ellos ni siquiera lo oyeron.
—He mentido cuando dije que tuvo usted una avería. ¡No tuvo usted ninguna avería: me echó del coche!
—¡Ha vuelto a mentir! Me exigió que parase y se apeó por su propio pie.
—Me echó usted de su coche —repitió, obstinada—. ¡Jamás me ha hablado un hombre con tanta brutalidad como usted! Creyó que había acabado conmigo, pero yo sabía que el señor Von Senden me protegería…
—¡Y además lo haré! Explícame qué te dijo, Maria. No entiendo nada, hace solo un momento parecíais buenos amigos. ¿Tú lo entiendes, Ilse?
—Claro que lo entiendo, tío Bodo. Ahora que tiene el cheque, viene la venganza, pero yo también pienso intervenir.
—Dijo que no sabía bailar ni cantar. Dijo que no era más que una chica que exhibe su carne por dinero…
—¡Yo no he dicho eso!
—¡Mentiroso! ¡También dijo que no valía para el cine, que no valía para nada! ¡Eso afirmó usted! Que solo era un trapo en el que todos se frotan las manos. —Ella hablaba en voz cada vez más baja, pero al mismo tiempo su tono se volvía más penetrante y amenazador.
—¡Todo son mentiras! Yo no he dicho nada de eso.
—¡Pero eso no es todo! Luego, Bodo, dijo que yo no te quería, que me aprovecho de ti, que soy fría como el hielo…
—¡Eso lo dijo usted misma!
—¡Qué mentira tan estúpida! ¿Cómo podía hablarle así cuando ha sido mi enemigo desde el primer instante? ¡Sería una estupidez! ¡Dijo que solo me aprovechaba de una debilidad tuya de viejo, Bodo, que te engañaría, que impediría esa boda con todos los medios a su alcance! ¿Dijo eso o no dijo eso, eh?
—Sí, lo dije. Hay que impedir esa boda con todos los medios, y lo repito…
—Ya es suficiente —sentenció el señor Von Senden—. Vamos, Maria, nos marchamos. Supongo, Ilse, que vendrás con nosotros…
—No, tío Bodo, yo me quedo. Pero antes de irte, piensa una cosa: si es verdad todo lo que te ha dicho esa señorita y también lo que acaba de contar Karl, que está borracho, ¿por qué entonces te ha entregado el cheque? ¿Significa eso impedir la boda con todos los medios a su alcance?
El señor Von Senden se detuvo, sorprendido.
—¡Es verdad, el cheque! No me habría dado el cheque si… —Y más vivamente, dirigiéndose a Maria, exclamó—: ¡Sin duda lo has entendido mal, Maria! Seguro que no está tan convencido como yo de tu talento, y acaso te haya dicho cosas desagradables…, pero no se ha comportado de manera poco amistosa. ¿No es verdad, Karl, que no lo has hecho?
Karl Siebrecht, sentado con la cabeza apoyada en la mano, alzó los ojos hacia el señor Von Senden en silencio, limitándose a mirar a su viejo amigo.
—¡Oh, el cheque! —exclamó sarcástica la Molina—. ¡Así que ahora va a demostrar algo el cheque! Como es lógico, usted, señorita, desea ayudar a su amigo. Pero sabe tan bien como yo que no quería entregar el cheque. Quería romperlo, sí, en el último momento quería romperlo, tan enfurecido estaba… —Se volvió hacia el señor Von Senden, preso de la desesperación, y añadió—: ¿Has creído que antes estaba besándolo de verdad, a este tipo que es tu enemigo y el mío? ¡Yo me daba cuenta de que no quería entregarte el cheque! Entonces le dije en voz baja que te perdería, y de paso también a su amiga, si no te lo daba. ¡Por eso lo entregó, lo entregó por miedo, por miedo a la vergüenza! Y ahora, a pesar de todo, ha hecho el ridículo, este caballero tan orgulloso —la Molina se mostraba cada vez más triunfal— ha perdido tu amistad, Bodo, eso lo sé. ¡No lo olvides: ha dicho que eras un infeliz, un viejo chocho, que te haría esperar año y medio antes de recibir tu dinero, eso también lo dijo! ¡Menudo papelón ha hecho este caballero, ya no se atreve a abrir la boca!
—¿Y piensas casarte con esta chica, tío Bodo? —preguntó Ilse Gollmer enfurecida—. Noto perfectamente que está mintiendo. Miente por afán de venganza. Siebrecht jamás te llamaría infeliz y viejo chocho, todo eso se lo ha inventado ella, mezcla continuamente verdad y mentira. Confírmalo tú mismo, Karl Siebrecht…
—No —contestó Karl despacio—, no lo dije. Pero sí que pensé que ese amor es… una debilidad senil. Usted mismo dijo que solo ama en ella la juventud. Pero la juventud no es un valor en sí mismo… —Se detuvo, miró confundido a su alrededor—. No sé de qué estoy hablando —murmuró—. No quiero hablar más de esto. No —dijo sonriendo—, no entregué con gusto el cheque, en eso le doy la razón. Aún me gustaría recuperarlo. ¿O no fue así, Ilse, no deseaba yo recuperar el cheque? ¿Cómo era?
—No querías recuperarlo, Karl. ¡Te alegraste de haberlo entregado!
Pero el capitán de caballería ya había tirado el cheque encima de la mesa. De repente su rabia estalló.
—¡Ahí tiene su cheque! —gritó—. ¡No quiero ningún regalo suyo! Dentro de un año me entregará mi dinero. Yo puedo esperar. ¡Y Maria, también!
Pero Maria Kusch fue más rápida que Ilse Gollmer. De un manotazo presuroso se apoderó del papel.
—De eso ya hablaremos mañana, Bodo —dijo con dulzura—. Si mañana mantienes la misma opinión, recibirá el cheque.
—Dáselo ahora —insistió el capitán de caballería, menos furioso—. No quiero nada suyo.
—No, ahora no puede recibir el cheque —contestó aún más dulce la Molina—. Ya ves que está borracho. ¡Quién sabe lo que haría con él!
—Entonces entregue el cheque al señor Von Senden —dijo enérgica Ilse Gollmer.
—¿Piensa usted, señorita, que voy a cobrar el dinero?
—Sí, señorita, pienso eso exactamente.
—Ya lo ves, Bodo, así son tus amigos. Ahora, vámonos.
Y el señor Von Senden se marchó con ella, viejo y vencido.