Maria Molina
—Maria —dijo el capitán de caballería, de nuevo muy seguro—, estos son mis amigos: la señorita Ilse Gollmer y el señor Siebrecht. Y esta, queridos —exclamó haciendo un gesto como si presentase a una reina—, es Maria Molina —sonrió—, en el mundo sencillamente Maria Kusch. ¿No ha estado hace un momento magnífica de marinero?
—¡Magnífica! —repitieron como un eco ambos, saludando a Maria Kusch, llamada Maria Molina.
—¡Dejaos de ceremonias! —pidió el señor Von Senden—. O asustaréis a mi niña. Estaba nerviosa de verdad. No apartaba el ojo de vosotros y eso, claro, la ha intimidado.
—Hace mucho que nadie me observaba con ojos tan críticos. —Maria Molina sonrió—. Nada ha molestado a tus amigos, ¿verdad?
—Claro que no —afirmó el desprevenido señor Von Senden—. Has estado magnífica.
—¡Sencillamente magnífica! —remacharon los otros dos, pero Ilse Gollmer sonreía a la vez.
—Cuando una está en el escenario como artista —explicó la señorita Maria Kusch—, ve muchísimo. El público piensa que una solo se consagra a su trabajo, y así es, pero al mismo tiempo se ven muchas cosas.
—¡La señorita Kusch nos ha pillado, tío Bodo! —Ilse Gollmer rio—. Siebrecht y yo hemos mantenido una conversación muy animada, y me temo que no hemos prestado al escenario la atención que requiere una artista de la categoría de la señorita Molina. ¿Está muy enfadada con nosotros, señorita Kusch?
—¡Oh, no! —replicó, ofendida—. ¿Por qué iba a estarlo? Cada uno se divierte como quiere. En el escenario se pierden deprisa todas las ilusiones. —Maria Kusch hablaba despacio y con afectación, como si leyera, y no sin esfuerzo, frases de un libro. Sus demás cualidades artísticas podían ser deplorables, pero imitaba de manera soberbia a una estrella de cine ofendida, tal como se la imagina un alemanote de pura cepa.
Von Senden se dio cuenta de que el encuentro adoptaba un rumbo desfavorable.
—Pero ahora viene lo principal, las bebidas —dijo deprisa—. Tú, Maria, champán como siempre, que tomaré muy complacido. ¿Tú también champán, Ilse?
—Prefiero seguir con el vino del Rin, tío Bodo.
—Y yo me sumaré a la señorita Ilse —comentó Karl.
—Excelente —dijo el capitán de caballería antes de pedir las bebidas.
—No vuelvas a olvidarte de pedir mi cena, Bodo —advirtió la princesa Molina—. Como es lógico, me es imposible probar bocado antes de bailar —añadió a guisa de explicación.
—Lógicamente, debe de tener un hambre atroz —dijo compasiva Ilse Gollmer.
—Hambre no, pero sí un poco de apetito…
—¡Dios mío! —exclamó Ilse Gollmer riendo, y rodeó con su brazo el cuello del señor Von Senden—, te encuentro sencillamente irresistible, tío Bodo, tengo que darte un beso.
—Me temo —dijo el capitán de caballería, liberándose con cuidado del abrazo— que ese beso no ha sido un cumplido. Maria, no tienes que impresionar a mis amigos, sino gustarles. ¡Habla con total naturalidad! Ella exagera, como todas las principiantes —explicó—, algún mentecato la ha convencido de que las personas elegantes hablan así. Pero, por lo demás, es una chica maravillosa.
—Me alegra que al menos lo reconozcas, Bodo —dijo Maria Molina fríamente, como si «chica maravillosa» fuera una obviedad—. Ojalá traigan pronto algo de beber.
—Tiene usted toda la razón, señorita Molina —dijo Ilse Gollmer—. Entonces nos pondremos en marcha, ¿eh? ¡Hola, Siebrecht, no se quede ahí sentado como un palo, o volverá a dormirse! Creo, tío Bodo, que debemos pedirle otro whisky.
—¡Ni hablar! —denegó Karl Siebrecht—. No necesito whisky, ahora beberé vino. Me siento muy a gusto.
No, no parecía como si estuvieran a punto de ponerse en marcha. Trajeron el vino, brindaron por la señorita Maria, bebieron varias veces, volvieron a pedir, pero el ambiente continuó decaído. La conversación se interrumpía una y otra vez. La Molina no dejaba de descender de su pedestal y hablar como un mortal. Al capitán de caballería lo habían abandonado todos sus buenos espíritus, su talento de conversador había desaparecido, se le notaba nervioso y se volvía cada vez más irritable. Karl mantuvo su laconismo. Había bebido muy deprisa y ahora tenía ganas de mandar al diablo a Von Senden y a su beldad. Le daban completamente igual, habría preferido mucho más estar allí solo con Ilse Gollmer. Esta, que al principio había dado muestras de un excelente humor y había encontrado tan irresistible a su tío Bodo con su pequeña y estúpida bailarina, también comenzaba a decaer. Después de haber intentado diez veces obtener una respuesta humana de la señorita Kusch, y obtener otras tantas unas respuestas de mal manual de gramática, comenzó a encontrar esa velada sencillamente aburrida. Propinándole una patada a Karl por debajo de la mesa, susurró:
—Ahora tiene usted que abrir brecha, Siebrecht, o empezaré a bostezar.
—La señorita se aburre —se chivó la Molina.
—Como siempre, tiene razón, señorita Kusch —repuso Ilse Gollmer.
El capitán de caballería vio peligrar su velada, el debut de Maria Molina.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió—. ¡No podemos irnos a casa! Propongo cambiar de sitio. ¡La culpa de todo la tiene este horrible local!
—No siempre te ha parecido horrible —dijo la Molina, de nuevo ofendida.
—No —contestó el señor Von Senden, lacónico—, pero tú tampoco estás hoy a la altura, Maria. Conozco una taberna realmente agradable cerca de aquí, con excelentes vinos, ¿qué os parece?
—Yo propongo otra cosa —dijo Karl.
—¡Silencio, el durmiente ha despertado!
—Propongo que nos separemos durante una hora, por parejas. Al cabo de una hora volveremos a reunirnos, digamos que en la tabernita del tío Bodo. —Karl sonrió—. Apuesto a que tras esa separación nos reencontraremos mucho más animados.
—Ahora ya sé quién está jugando con fuego —le susurró Ilse Gollmer. Y en voz alta—: Me sumo a la propuesta de Siebrecht.
—Pero ¿qué vamos a hacer en una hora? —preguntó, dudoso, el señor Von Senden.
—Lo que usted quiera: ir a otro local, a un bar, a cinco bares, pasear por la ciudad, escalar la columna de la Victoria. Por mí, dar un paseo a pie o en coche por el Tiergarten, yo pongo el mío a su disposición…
—Tal vez tu propuesta no esté nada mal, Karl —dijo el capitán de caballería—. Entonces nos encontraremos a la una en… —Y mencionó la taberna.
—Hecho —dijeron ellos, y el capitán de caballería hacía una seña al camarero para pagar cuando Maria dijo, muy mordaz:
—¿Y a mí no se me pide mi opinión, Bodo?
El señor Von Senden se quedó de veras muy consternado por su descortesía.
—Te pido mil disculpas, Maria. ¡No sé cómo ha podido sucederme algo así! ¿No estás de acuerdo? Pues lo dejamos.
—Sí, claro que estoy de acuerdo, pero con una condición…
—¡Concedida! ¡Concedida!
—¡Que haya cambio de parejas! A mí me gustaría acompañar al señor Siebrecht… —Sus ojos centelleaban de malicia.
—Este es el castigo —volvió a susurrar Ilse Gollmer—. ¡Siebrecht, no ponga esa cara tan furiosa! ¡Se va a delatar! —Y a Maria Molina le dijo—: ¡Es una propuesta realmente atractiva! Tío Bodo, ya sé dónde me tienes que llevar.
—¿De veras, Ilse? —inquirió Von Senden, distraído. ¿Tú también estás de acuerdo, Maria?
—Claro que sí —contestó ella—. Si ahora pasásemos una hora juntos, no me harías más que reproches, Bodo. Supongo que el señor Siebrecht será muy amable conmigo, ¿verdad?
—Seré tan amable con usted —respondió Karl Siebrecht, a quien le habría gustado rechinar los dientes de furia— que se asombrará, señorita.
—Como todos parecen estar de acuerdo —comentó el capitán de caballería algo confundido—, me resignaré.
Pagaron y se fueron.
Junto al guardarropa, Ilse Gollmer encontró todavía ocasión de susurrar a Siebrecht:
—Si me parece bien, ¿debo entregar el cheque al tío Bodo? ¿Sí o no?
—Me da completamente igual —susurró Karl.
Mientras tanto el capitán de caballería dijo con la misma vehemencia mientras colocaba a su Maria la capa:
—¡No te entiendo, Maria! ¿A qué viene este cambio? Tienes que haberte dado cuenta de que ese crío ridículo siente antipatía hacia ti.
—Precisamente por eso, Bodo. Supongo que en una hora su antipatía se habrá desvanecido. ¿No lo prefieres así?
—¿Pretendes flirtear con él?
—No quiero, debo. Pero no tengas miedo, Bodo, solo lo justo para encenderlo un poco.