Capítulo 111

En el Ratón Blanco

—Te encuentro sencillamente fascinante, tío Bodo —reconoció Ilse Gollmer, dejando claro desde un principio su punto de vista en ese asunto.

Karl Siebrecht se quedó solo, y mientras conducía hacia el centro su coche, que desde hacía tiempo había dejado de ser una rana verde, mientras oía charlar y reír satisfechos a los dos en el asiento trasero…, mientras sucedía todo eso, sentía una opresión en el pecho. A través de la tela y del cuero notaba esa fina hoja de papel con la cifra de sesenta mil, que portaba en su cartera, y pensaba: ojalá se lo hubiera dado al capitán de caballería cuando estábamos juntos en la sala de mi casa! Ahora he dejado pasar el momento adecuado. Y acto seguido, con cierta testarudez: Primero deseo ver a la chica. No apoyaré una completa locura. Además, antes ha de firmarme el recibí en Lange & Messerschmidt. ¡No hagamos las cosas de un modo tan informal!

—Ahora veréis —dijo, orgulloso, el señor Von Senden.

Tras aparcar el coche y situar a Ilse Gollmer entre ellos, comenzaron a avanzar entre el gentío.

—¡Me muero de curiosidad, tío Bodo! —exclamó Ilse Gollmer—. Venga, Siebrecht, cuélguese también de mi brazo o lo perderemos.

—¿Adónde vamos? —preguntó Siebrecht al capitán de caballería.

—A El Ratón Blanco.

—¿Cómo? ¿El Ratón Blanco? —exclamó, atónito, Karl Siebrecht.

—¿Lo conoces? —preguntó el señor Von Senden.

—No. Sí. Sí, lo conozco, pero solo por fuera. Nunca he estado en su interior. Con todo, para mí es un local muy memorable.

—¿Por qué, Siebrecht? —Ilse Gollmer apretó el brazo de su acompañante, animándolo a hablar—. ¡Cuente, cuente!

—Poco hay que contar. Cuando era taxista, llevé una vez a Hertha a su casa desde El Ratón Blanco. Nos conocimos en ese trayecto.

—¡Nunca habría imaginado que Hertha frecuentase esos locales de mala nota! —exclamó Ilse Gollmer, enmudeciendo de repente.

Pero el capitán de caballería no pareció haber oído ese pequeño desliz.

—Es verdaderamente curioso, Karl, hijito. Gracias a El Ratón Blanco conociste a tu mujer, y yo, a Maria. Lo considero un buen augurio.

—Seguramente carece de importancia —dijo Karl, algo seco; lo molestaba la casualidad, no quería establecer el menor paralelismo entre Hertha y esa chica—. En cualquier caso, no conocí a mi esposa en El Ratón Blanco.

Era una pequeña sala con estuco blanco y dorado, entre rococó y barroca. Sobre las mesitas, cubiertas con manteles blancos, lucían lámparas con pantallas amarillas.

—Estamos sentados un poco atrás —explicó el señor Von Senden—, pero a cambio tenemos este palco para nosotros solos. Seguimos disfrutando de muy buena vista y condiciones acústicas. No, la verdad es que no tenéis que preocuparos por el programa. El número de Maria es el segundo. Esa gorda de ahí dice que es una cantante con voz de coloratura, ¡qué espanto! ¿Qué tomamos? —Y sin esperar respuesta, agregó—: Maria solo bebe champán, su paladar aún no está desarrollado. Perdonad, lo dejo a vuestro criterio, pero me gustaría empezar con un whisky puro y abundante, me encuentro un poco nervioso…

—No tienes por qué estarlo, tío Bodo —replicó Ilse Gollmer, colocando la mano encima de su hombro en un ademán tranquilizador—. Miedo escénico, ¿eh? Pero seguro que tu Maria nos parecerá encantadora y aplaudiremos el buen gusto de nuestro Frauenlob[5].

El señor Von Senden sonrió, agradecido.

—¡Eres maravillosa, Ilse! En efecto, este chico —dijo haciendo un gesto en dirección a Karl— me pone nervioso con esa cara tan seria. Tiene pinta de acompañar a la tumba a su amada, ¿no os parece? ¡Perdón, Karl! Me harías un gran favor si te apuntases al whisky. Ya sé que no te gustan las bebidas fuertes, pero me agradaría verte de mejor humor. ¿Quieres? ¡Muchas gracias! ¿Y qué tomarás tú, Ilse?

—Pídeme media botella de vino del Rin, tío Bodo. ¡No, una entera! Así no tendré que beber champán, que aborrezco, y tendré mi botellita para mí sola. Porque hoy vamos a divertirnos, ¿no es cierto, Siebrecht?

—¡Por supuesto! —respondió Karl, observando al prestidigitador que había relevado en el pequeño escenario a la gorda cantante de coloratura—. ¡En verdad, excelente! —alabó Karl aplaudiendo enfervorizado.

—¡La primera palabra satisfactoria que te escucho esta noche, Karl! —exclamó el capitán de caballería—. Y ahora tu whisky. ¡A la salud de tu mujer! Es una lástima que no esté aquí. Otro whisky, ¿verdad? Ahora, tras este número musical, viene Maria.

—Bien —dijo Karl Siebrecht al estilo Eich—. Muy bien.

De pronto le gustó estar allí. Fuera obra del prestidigitador o del whisky, con su horrible sabor a creosota, la verdad era que se sentía a gusto. Allí sentado, reclinado, inundado por un agradable calor, asintió al capitán de caballería y dijo de nuevo:

—Era de veras un excelente prestidigitador. ¡Si al menos no hubiera tenido un aspecto tan vanidoso!

—¡Ay, Siebrecht! —Ilse Gollmer rio—. Si supiera el aspecto que tiene usted a veces, cuando está con mi padre tomando borgoña, y yo, jovencita imprudente, molesto a unos hombres tan serios con mis bromas… Antes era usted mucho más simpático.

—¿A qué se refiere? Yo no sé nada de antes.

—¿Ya no se acuerda usted de cierto bolso?

—¡Ni idea! ¿Qué pasó con el bolso?

—¡Lo pisaron! ¿Y también ha olvidado la foto?

—¿Qué foto? ¿Qué ocurrió con la foto?

—¡La rompieron! ¡Pero está mintiendo, se acuerda perfectamente!

—Ni la menor idea. ¡Cuéntelo usted!

—Fue en el Tiergarten… Pero no, ni se me pasa por la cabeza contarle algo que usted conoce de sobra. Mejor cuénteme usted cómo conoció a su mujer.

—No hay nada que contar.

—¡Claro que sí! A mí me han llevado a casa muchos taxistas, pero nunca he tenido ocasión de conocer a uno con el que me apeteciera casarme. ¡Es algo infrecuente, reconózcalo!

—No lo es —replicó Karl, divertido—. Hertha olvidó su bolso en el taxi, yo se lo llevé al día siguiente, comenzamos a hablar, etcétera, etcétera, etcétera.

—¡Por lo visto, siente predilección por los bolsos! —Ilse Gollmer rio.

—¡No siempre surten ese efecto milagroso! Con usted no me casé.

—¡Por desgracia! —se le escapó a Ilse Gollmer. Se puso colorada, pero no tardó en reír de nuevo—. Solo quería verle la cara mientras lo decía. ¡Vanidoso es poco decir!

—Bueno, ahora nuestro segundo whisky —dijo el señor Von Senden, que había seguido con la expresión de un padre benévolo la charla de los jóvenes—. ¡Y después viene Maria!

—¡Por favor, pida otro whisky! —rogó Karl al acabar la copa—. Hoy es la primera vez en mi vida que me gusta este brebaje.

—Encantado —dijo el señor Von Senden—. Pero no bebas demasiado deprisa, o no aguantarás mucho.

—¡Yo lo aguanto todo! —se jactó, mirando desafiante a Ilse Gollmer—. Como es natural, no le he contado la verdadera historia de cómo conocí a mi mujer.

—¡Y como es natural, yo ya lo sabía!

—¡Chissst! Ahí está Maria —susurró el señor Von Senden, y los tres dirigieron la vista al escenario.

La música tocaba deprisa y con energía una especie de tango. Sobre el escenario apareció una chica alta y rubia: Mucha, demasiada carne a la vista, pensó Karl. Esa chica alta iba vestida como un bebé, llevaba calcetines, una faldita muy corta y encima del pecho algo ligero parecido a un velo, y en el pelo un lazo grande como de escolar. Llevaba un osito de peluche en brazos, que parecía mirar al público con sus estúpidos ojos de vidrio, y mientras estrechaba contra ella ese oso, cantó con una voz un poco chillona unos versos disparatados diciendo que ese osito era lo que más quería, su hombrecito, que se acostaba y se despertaba con él.

—Mi pequeño osito me gusta tantísimo… —Y empezó a bailar.

—¡Lástima! —dijo el capitán de caballería, de nuevo muy nervioso—. Precisamente en este baile no es tan buena.

—Parece atractiva, tío Bodo —comentó Ilse Gollmer.

—Evidentemente —coincidió Karl Siebrecht un poco imprudente.

¡Es atractiva! —exclamó el señor Von Senden, algo molesto por esa alabanza imprudente—. Y baila de maravilla.

—¡Evidentemente! —repitió Ilse Gollmer, con no menos imprudencia que su acompañante.

Karl Siebrecht, cómodamente sentado en una butaca, contemplaba los brincos de una ingenuidad infantil.

Justo como esperaba, pensó. Qué pena, ojalá se hubiera quedado el prestidigitador un rato más en el escenario, era realmente bueno. Y estábamos de tan buen humor…

Entonces la chica se detuvo en el escenario, se arrimó el oso a la mejilla, sosteniéndolo con una mano, mientras con la otra se levantaba la falda. El público aplaudía, aunque no precisamente con entusiasmo.

—¡Preciosa! —exclamó Ilse Gollmer—. Es encantadora, tío Bodo, en serio.

—La verdad es que parece una niña —añadió Karl, sintiéndose un perfecto idiota.

—Os lo agradezco mucho —dijo el capitán de caballería—. Sois muy amables, pero he de reconocer que nunca había visto a Maria tan floja. Seguramente ha notado que tengo invitados y eso la ha intimidado. ¿Queréis disculparme? Me gustaría ir detrás del escenario y tranquilizarla.

—Claro, claro —dijeron ambos—. ¡Es completamente evidente!

Durante un momento siguieron en silencio con la vista la salida algo precipitada del señor Von Senden. Después Ilse Gollmer miró a Karl Siebrecht. Sonreía.

—¡Pobre tío Bodo! —exclamó—. No va a tener una vida fácil.

—Si al menos no quisiera casarse con ella —suspiró Karl.

—Bah, casarse —comentó Ilse Gollmer—. ¿Y por qué no iba a casarse con ella si eso lo divierte? ¡Casarse no cambia nada!

—¿Lo cree usted, Ilse? —le preguntó.

Ella rio.

—Ahora tómese un vaso de mi vino del Rin, ya ha bebido bastante whisky. ¡Está poniéndose otra vez muy pesado y ofuscado! ¿Cómo fue la historia con su mujer?

—¡Jamás se la contaré! A su salud, Ilse.

—Venga, seamos muy vulgares y choquemos los vasos. Ha sonado bien, ¿eh? Y ahora, ¡la historia!

—¡Jamás!

—¿Apostamos algo a que terminará por contármela? ¡Y esta misma noche!

—Apuesto lo que usted quiera.

—¡Yo también! ¿Qué nos jugamos?

—¡Una caja de bombones! —propuso Karl.

—¡Qué ocurrencia tan original! —se burló ella—. A cambio yo tendré que regalarle una caja de puros, igual que cuando apuesto algo con mi padre. Una propuesta digna de un caballero serio y de edad madura.

—¡Proponga usted otra cosa!

—¡Eso es lo que le gustaría! ¡Proponga otra cosa usted!

—No se me ocurre nada…

—Sí, claro que se le ocurre. Noto que sí se le ocurre algo.

—¡Nada!

—¡Sí! Pero es usted un cobarde. ¿Qué le parece, apostamos un beso?

—¡Sí! ¡No! Ilse, creo que estamos jugando con fuego. Apenas llevamos aquí media hora.

—Y la noche es todavía muy larga. ¡Oh, además de verdad! Le propongo otra apuesta más, mi maduro y cauteloso caballero.

—¿A saber…?

—Que antes de transcurrir una hora, usted mismo me propondrá esa apuesta por un beso.

—No pienso aceptar esa apuesta. Creo que puedo perderla.

—Entonces recibiría un beso mío… ¿Tanto lo asusta?

—Sí.

Callaron ambos, también ella se había puesto seria.

—¿De qué tiene miedo? —preguntó—. A veces también se puede jugar.

—Yo nunca he podido jugar, Ilse. —Alzó la vista como si despertase—. ¡Me iría en este mismo momento —dijo casi furioso— si no llevara ese maldito cheque en el bolsillo!

Volvió a reír, enfadado.

—El señor Von Senden reúne su fortuna para ponerla a los pies de esa joven; quiere hacerla llover sobre ella, Dánae, ya sabe… Yo quise impedirlo, podía hacerlo, porque no tenemos dinero en la empresa para liquidar al señor Von Senden, pero mi mujer defendió otra opinión: cree que no se debe impedir al señor Von Senden que tire su dinero por la ventana. ¡Al contrario, incluso hay que animarlo! —Miraba a Ilse indignado, pero no la veía—. Por eso sigo aquí, porque no sé qué hacer. Tengo que entregarle el cheque, y sin embargo no soy capaz.

—Enséñeme el cheque —dijo ella.

Él se lo dio.

—Sesenta mil —exclamó ella—. También a mí me parece algo excesivo para esa pequeña adoradora de ositos de peluche. Ya veremos… —dijo pensativa.

—Se ha guardado el cheque, señorita Ilse —reclamó Siebrecht.

—Sí, me lo he guardado. Lo tomo en custodia, solo por esta noche. Esta noche no tiene el ánimo adecuado para adoptar una decisión semejante, Siebrecht. Ya hablaremos de ello más tarde.

—Bien —accedió él—. Pero solo por esta noche. Es un cheque de mi mujer, ¿entiende?

—Oh, claro que lo he entendido. Y ahora mire al escenario, mientras hablábamos nos hemos perdido el baile de los marineros. Tendremos que hacer al tío Bodo unos cumplidos algo más calurosos que los que hemos hecho hasta ahora, o esta velada fracasará, y no debe fracasar.

—No, de ninguna manera. Me alegro de que me haya quitado ese papel, Ilse, durante las próximas horas quiero olvidarlo.

—¡Pues piense —dijo ella sonriendo— que quiere olvidarse de él!