Capítulo 110

Hertha Siebrecht contra Karl Siebrecht

A veces uno dice la verdad, aunque crea que está mintiendo. Cuando Karl Siebrecht le dijo al señor Lange que su mujer no se sentía muy bien, a su modo de ver mintió, porque había dejado a su esposa en óptimo estado de salud. Pero al llegar a casa, la criada le comunicó que su mujer se había acostado porque no se sentía bien, por lo que resultó que había dicho la verdad. En general respetaba escrupulosamente este tipo de retiradas de Hertha, pero ese día necesitaba hablar con ella. De todos modos ni siquiera estaba tumbada cuando fue a verla, sino sentada junto a la ventana contemplando el jardín o las ligeras nubes de estío en el cielo. O acaso más que mirando, estuviera enfrascada en sus cavilaciones.

Ella tampoco se mostró disgustada por la molestia y le tendió la mano.

—Vaya, amigo mío, ¿hoy en casa tan temprano? ¿Qué hay de nuevo? Espero que nada malo.

—Para ti y para mí no es malo —contestó Karl, sentándose a su lado. Al sentarse, el contrato de compraventa del ajuar doméstico crujió en el bolsillo interior de la pechera. Se alegró de tener primero otra cosa que tratar con ella—. Pero para uno de nuestros amigos no es bueno. ¡Figúrate, el capitán de caballería quiere casarse!

—¿Y? —preguntó ella mirándolo con serena sorna—. ¿Por qué no va a ser bueno para él? ¿Acaso está triste por eso?

—¡Oh, no! Está entusiasmado. Pero imagínate… —Y Karl Siebrecht contó lo que sabía de esa cabaretera, de esa bailarina de diecinueve años que ansiaba dedicarse al cine a toda costa—. Por supuesto que no quiere nada del cine, solo desplumarlo de su dinero.

—Quizá —dijo Hertha—. ¡O quizá no! A lo mejor ella hasta lo quiere a su manera y se siente orgullosa de él. Me imagino perfectamente que una chica joven sea capaz de enamorarse del señor Von Senden.

—¡Pero Hertha, es una abominación! Él es un hombre viejo, casi un anciano. Creo que a eso lo llaman ser un viejo verde, y ella se aprovecha con absoluta desvergüenza. ¡Tenías que oírlo hablar, parece un cadete!

—Pues a mí me parece muy bonito que a un hombre de sesenta años le entusiasmen todavía las mujeres igual que a un cadete.

—¡Pero ella lo engañará! ¡Hará de él un desgraciado!

—Querido, cualquiera podría decir esas sabias palabras sobre cada matrimonio que se celebra. Creo recordar que tampoco en el nuestro faltaron tales advertencias —dijo tendiéndole la mano con una sonrisa.

Él la estrechó, pero no estaba apaciguado.

—¡Esa chica es totalmente imposible, Hertha! Piénsalo, el capitán de caballería, un hombre de cultura acrisolada, un auténtico caballero, como tú siempre dices, casado con una bailarina de cabaré de mala reputación, que tras su actuación se sienta a la mesa de los clientes animándolos a beber champán…

—Me parece que hoy te volveré a llamar pequeño Karl —contestó Hertha con un suspiro—. Mi querido y pequeño Karl, perdona que te lo recuerde, pero ¿no contrajiste tú mismo en su día un matrimonio imposible? ¿Alguien se inmiscuyó? ¡Bah, déjame en paz con esas cosas! El señor Von Senden ahora es feliz, y eso es mucho. ¡Dejemos de preocuparnos por lo que le deparará el futuro, eso no es asunto nuestro!

Él había levantado la cabeza en gesto altanero cuando ella se refirió a su matrimonio con Rieke. Intentó decirle que fue algo completamente distinto. Pero no era el momento de discutir con ella.

—Vuelve a pasarme lo mismo que antes, Hertha: sé perfectamente que tengo razón, aunque refutes todos mis argumentos. Pero tus refutaciones no me convencen. Tengo la sensación de que mi deber como amigo es apartar al señor Von Senden de esa chica, y actuaré en consecuencia.

—Bien, querido —concedió ella, amable—. Compórtate de acuerdo con esa impresión, temo que al final te quedarás sin amigo, y el capitán de caballería se habrá casado con la chica.

—No habrá boda alguna —la contradijo—. En cuanto ella vea que no puede sacarle dinero…

Y la informó de la presurosa demanda de dinero del capitán de caballería.

—¿De verdad no tenéis dinero para liquidarle su participación? —preguntó ella.

—¡De verdad que no, Hertha! Vamos muy justos, tenemos serias dificultades para pagar los jornales y los sueldos.

—Pero ¿si tuvierais ese dinero? ¿Se lo darías?

—No lo sé —contestó, vacilante—. Demoraría el pago al máximo. Legalmente no puede exigir el dinero hasta dentro de un año.

—¡Bah, legalmente! Digamos, Karl, que tú ahora llevas los sesenta mil en la cartera, ¿se los darías o no?

—¿Por qué tengo que romperme la cabeza con eso? Sí, seguramente se los daría, aunque me quedaría sumido en la desesperación. Ese dinero lo precipitaría en la desgracia. ¡Esa chica haría de él un mendigo en seis semanas!

—¡Déjate de pamplinas! ¿Te imaginas al señor Von Senden convertido en un mendigo?

—¡Pues lo sería!

—¡No digas tonterías! ¡Seguiría disfrutando de su pensión de oficial! Así que, ¿le darías el dinero?

—Primero tendría que ver a la chica —murmuró él.

—¡Pero tu opinión sobre la chica es indiferente! El dueño del dinero es el señor Von Senden, y puede hacer con él lo que le plazca.

—¡Si veo a una persona que va a precipitarse al vacío, la sujeto!

—¡Pequeño! ¡Pequeñín! ¡Ahora esa insignificante bailarina se ha convertido en un precipicio! No puede ser de un refinamiento tan desmesurado, si con diecinueve años sigue metida en un cabaré de mala fama.

—¿De qué estamos hablando en realidad? —preguntó él un tanto confundido—. ¡Yo solo he dicho que como amigo quiero disuadir al señor Von Senden de ese matrimonio demencial!

—Para hacerlo con buena conciencia, tienes que entregarle antes su inversión. Si no, pensará siempre que se lo desaconsejas para conservar su dinero.

—Pero no puedo dárselo, Hertha, ya te lo he dicho.

—Sí, claro que puedes, porque te lo daré yo.

Por un instante, Karl calló, sin aliento. Después dijo aturullado:

—Pero ¿por qué, Hertha? ¿Por qué demonios? Dime: ¿por qué? ¿Por qué pretendes hacerlo? No veo ningún motivo razonable.

—Según tu opinión tampoco hay un motivo razonable, Karl. Yo opino que el capitán de caballería puede hacer lo que se le antoje, nosotros no tenemos ningún derecho a inmiscuirnos. Así que haré cuanto esté en mi mano para hacer posible ese matrimonio.

—Así que solo porque yo…

—¡No, no solo porque tú! ¡Nosotros no somos enemigos, Karl! —De nuevo tomó su mano—. Solo somos a veces dos personas que apenas se comprenden. Entonces cada uno debe dejar que el otro siga su camino. A mi modo, quiero mucho al señor Von Senden, y me gustaría de veras ayudarlo en este asunto. Deja que siga mi camino y no entorpeceré el tuyo.

—Hertha, el capitán de caballería vendrá a recogernos esta noche para presentarnos a la chica en ese pequeño cabaré. Por lo, menos aplaza tu decisión hasta que la hayas conocido.

—Pero, Karl, ¿sigues todavía sin comprender que el aspecto de la chica carece de importancia? No me parecerá tan bella ni talentosa como al capitán de caballería, porque no la amo. Pero él la ama, y ese es el factor decisivo.

—¿Así que esta noche no vendrás con nosotros, Hertha?

—No, no os acompañaré, porque no deseo nublar mi juicio con simpatías o antipatías personales.

—¿Y vas a darle de verdad el dinero?

—Tú se lo darás.

Karl deambuló inquieto de un lado a otro durante un rato.

—Vuelvo a estar totalmente desvalido —dijo, intentando sonreír.

—Se te pasará. Tú siempre te sobrepones muy deprisa, ¿no es así, Karl? Más tarde hablaré por teléfono con mi padre, y si hay fondos, te enviaré el cheque esta misma noche.

Él se marchó, y cuando se sentó en un sillón de la sala, el crujido de su bolsillo interior le recordó el contrato de compraventa. Lo había olvidado por completo. Pero ahora, claro está, era absolutamente imposible volver y plantearle ese otro negocio. Había desperdiciado la ocasión. ¡Ese maldito capitán de caballería y su manía de casarse! Finalmente descolgó el teléfono y pidió que le pusieran con la señorita Gollmer.

—¿Es usted, señorita Ilse? ¿Recuerda que hace solo unos días le apetecía que la acompañara a un bar? ¿Está libre esta noche?

—Pero ¿es usted de verdad, Siebrecht? Apenas puedo creerlo. ¿Así que se ha despertado?

—Por desgracia se ha despertado alguien diferente, concretamente nuestro común amigo, el señor Von Senden. Pretende casarse.

—¿Cómo? ¿El tío Bodo? ¡Imposible!

—Eso mismo digo yo. Quiere presentarnos hoy a su novia, que es bailarina en un cabaré.

—¡Me parece fantástico!

—¿Quiere acompañarme? Para ser sincero, me produce cierto miedo.

—Pues a mí, ninguno. ¡Lo acompañaré con sumo placer! ¿A qué hora?

—La recogeremos poco después de las nueve, el señor Von Senden y yo. Bien, señorita Ilse, le estoy muy agradecido…

—¡Y yo a usted, más! ¡Eso es sensacional! Lástima que mi padre haya salido hace poco de viaje…

Cuando Karl Siebrecht se sentó para cenar, halló un sobre junto a su plato. Lo abrió y en su interior encontró un cheque. Un cheque abierto de sesenta mil marcos, pagadero al portador.