Capítulo 107

El señor von Senden necesita dinero

Un bonito día de junio comunicaron al director del Servicio Urgente Ferroviario de Berlín la visita del señor Von Senden.

—Es una visita desacostumbrada, señor Von Senden —dijo Karl Siebrecht estrechando la mano de su viejo amigo—. Creo que nunca ha estado aquí, en mi oficina.

No habían faltado los intentos para que Karl tutease al señor Von Senden y lo llamase «Bodo», incluso habían brindado ofreciéndose el tuteo con tono solemne, pero una y otra vez se había interpuesto el usted, a Karl Siebrecht el tuteo no le salía. Así que habían seguido como siempre, el capitán de caballería, que hacía mucho tiempo que había ascendido, lo trataba de «tú» y Karl de «usted».

—No. —El capitán de caballería examinó el despacho—. Nunca había estado aquí. —Se cruzó de piernas, miró a Karl Siebrecht y se echó a reír—. ¡Creo incluso que estoy turbado! —Rio—. El caso es, hijo mío, que estoy aquí por una situación peliaguda: necesito dinero.

—¿Dinero? —preguntó Karl—. ¿Dinero…? —Alargó la palabra, pronunciándola cada vez más despacio. A continuación añadió deprisa—: Bueno, intentaremos arreglarlo, aunque por el momento estamos muy justos. Su participación en los beneficios vence dentro de unas cuatro semanas, pero intentaré…

—¡Oh, no! —dijo el capitán de caballería levantando su mano adornada con anillos—. ¡No se trata de eso! Cuando digo que necesito dinero, no me refiero a unos miserables cientos de marcos. ¡Quiero decir que necesito mucho dinero!

—¡Mucho dinero! —exclamó Karl, ahora realmente asustado—. ¿Qué quiere decir con mucho dinero, señor Von Senden?

—Cuando digo dinero, quiero decir mucho dinero —insistió el capitán de caballería, ya sin sonreír—. Para serte sincero, Karl, te estaría muy agradecido si pudiera recuperar mi inversión.

—¡Su inversión… ascendió a sesenta mil marcos! Me temo, señor Von Senden, que será de todo punto imposible. ¿Cuándo desea disponer de esa suma?

—¿Cuándo? ¡Pues inmediatamente! A ser posible, hoy mismo. En cualquier caso, en los próximos días. —Observó la expresión cada vez más consternada de Karl Siebrecht—. Ya sé, hijo mío, que está acordado un plazo de amortización, creo que anual. Pero, como te he dicho, necesito el dinero ahora mismo, y te estaría muy agradecido si pudieras arreglarlo… digamos para comienzos de la semana que viene.

Karl Siebrecht tamborileaba turbado en su escritorio, el capitán de caballería continuó con tono persuasivo:

—¡Karl, tienes que hacerme este favor! Siempre has dicho que tu empresa era tan segura como el oro. Así que no te costará encontrar otro socio.

—No encontraré a nadie —contestó Karl Siebrecht—. Hoy es imposible reunir sesenta mil marcos. Sepa usted, señor Von Senden, que hay empresas grandes, pero grandes de verdad, a las que no les prestan sesenta mil marcos y que pagan a sus empleados el sueldo a plazos, hoy cinco marcos, y tres días después, diez. ¡Sencillamente ya no hay un céntimo!

—Pero mis sesenta mil marcos… —comenzó a decir el señor Von Senden.

—¡Un momento! —rogó Siebrecht—. Seguro que usted habrá oído y leído que la nación atraviesa los mismos apuros que el empresario. Toma prestado de todas partes, ha hipotecado el monopolio de cerillas a cambio de un préstamo. Nosotros aún nos hemos mantenido porque siempre he sido muy cuidadoso a la hora de recurrir al crédito, pero economizamos con preocupación cada vez mayor de un día de paga a otro. Y se trata de cantidades de dos a tres mil marcos. Querido señor Von Senden, puede usted ponernos a mí y a mi empresa cabeza abajo, que no caerán ni seis mil marcos, de manera que no digamos sesenta mil.

—Pero mi dinero tendrá que estar en algún sitio —replicó, obstinado, el señor Von Senden—. ¡No puede haberse volatilizado!

—Claro que no se ha volatilizado —contestó Karl Siebrecht con tono tranquilizador al ver que el capitán de caballería se ponía muy nervioso—. Pero está invertido en las instalaciones. Está en nuestros garajes, en nuestra gasolinera, en las oficinas de las estaciones, en los camiones con los que trabajamos… —De pronto se entristeció—. Por desgracia, actualmente solo viaja una tercera parte de nuestros vehículos, hemos tenido que inmovilizar el resto, el transporte de equipajes ha descendido un setenta y cinco por ciento.

—¡Oh, entonces todo es sencillísimo! —replicó aliviado el capitán de caballería—. Vende sin más los vehículos inmovilizados, por mí incluso con pérdidas. No me importa sacrificar unos miles de marcos, pero necesito disponer de mi dinero.

—Pero ¿quién va a comprar los camiones? Hay vehículos inmovilizados por doquier, nadie compra coches. Y aunque encontrase un comprador, ¿con qué iba a pagarme? ¡Si no hay un céntimo!

El capitán de caballería meditó.

—Entonces ve a un banco y pide una hipoteca. Has hablado de unos garajes…

—Los bancos ya no dan dinero a cambio de hipotecas. —Karl sonrió con tristeza—. A los mismos bancos les va espantosamente mal.

—¡Pues yo necesito mi dinero! —exclamó, desesperado, el capitán de caballería—. ¡Lo necesito, sencillamente!

—Tenga un poco de paciencia, señor Von Senden —pidió Siebrecht—. Usted sabe que ahora se está negociando el Plan Hoover: todos los pagos del Tratado de Versalles se demorarán durante un año. Una vez que se haya aceptado el Plan Hoover, la situación económica mejorará. Entonces intentaré reunir cuatro o cinco mil marcos para usted.

—¡Cinco mil marcos no me servirán de nada! —insistió el capitán de caballería—. ¡Necesito todo el dinero, y tú me harás ese favor, Karl!

Durante un instante callaron ambos, agotados. Después Siebrecht dijo cauteloso:

—Como es natural, no es de mi incumbencia saber para qué precisa usted el dinero, señor Von Senden. Pero si tiene deudas discúlpeme, es una mera suposición, quizá podría llegar a un acuerdo con sus acreedores.

—No —fue la escueta respuesta del capitán de caballería—. No tengo deudas, al menos dignas de mención. —Reflexionó unos instantes, y añadió con una sonrisa—: Te diré la verdad, Karl: ¡me caso!

—¿Qué? —exclamó Karl Siebrecht, y por poco da un salto de asombro. Porque el capitán de caballería, por bien parecido que fuera todavía a pesar de sus blancos cabellos, contaba más de sesenta años. Pero se controló.

—Mi más cordial felicitación, señor Von Senden —deseó, sereno—. ¡Es una decisión sorprendente!

—¡A mis años! —contestó el señor Von Senden—. Sé exactamente lo que quieres decir, hijo mío. Pero a mis años uno tiene prisa por aprovechar todo lo bello que aún le ofrece la vida. ¿Cuánto tiempo lo saborearé todavía? Diez años, querido Karl, si todo va bien; tal vez apenas cinco. —Se inclinó hacia delante y miró a su joven amigo. En sus ojos oscuros brillaba el viejo fuego, pero las cejas eran blancas—. La juventud, Karl —dijo en voz baja—. Siempre te lo he dicho: solo la juventud es digna de vivirse. Ella es jovencísima, Karl, acaba de cumplir diecinueve años. Voy a atrapar la juventud, por última vez. ¡Ay, Karl, de pronto la vida vuelve a ser bella!

Se reclinó en su asiento, sacó un cigarrillo de la pitillera y lo encendió con cuidado.

—Me encantaría que vieras a Maria, Karl. La conocí en un cabaré, donde actúa de bailarina. Tienes que ir a verla bailar algún día, ¡posee un enorme talento! Sencillamente desperdiciado en los malditos asquerosos que se dedican a mirarle las piernas… ¡Una atrocidad! No puede permanecer allí más tiempo. Por desgracia tiene firmado un contrato, pero yo la rescataré en cuanto recupere mi dinero. Y cuando sea libre, cuando estemos casados, ahora viene lo grande… —El capitán de caballería había apagado su cigarrillo en el cenicero con gesto impaciente, volvió a encender otro en el acto y caminó presuroso de un lado a otro del despacho—. Sé perfectamente que soy un hombre mayor, Karl, y no quiero encadenar por egoísmo a una criatura tan joven y hermosa. ¡Quiero desplegar ante ella la vida, ofrecerle las mejores oportunidades que una mujer haya disfrutado nunca! En cuanto la veas te darás cuenta al momento de que tiene un talento extraordinario para el cine. Cuando la oyes hablar, cuando canta, todo eso pide a voces el cine. He hablado con unas personas que he conocido a través de Maria. Me han dicho que es factible: que lanzando a lo grande a una debutante, puede convertirse en una estrella en un año, después de su primera película. —El capitán de caballería se contuvo y miró sonriente a Karl Siebrecht—. ¡¿Ves, hijito? Eso pretendo! ¡Haré negocio, incluso un magnífico negocio! Recibo su juventud y a cambio la lanzo al estrellato con toda mi fortuna. Esto suena espantosamente mal, como si Maria se vendiese, pero no es así. Ella me quiere, me quería cuando todavía ignoraba las intenciones que abrigaba con respecto a ella.

El señor Von Senden miraba sonriente a Karl Siebrecht, pero su joven amigo se sentía tan desconcertado que no se atrevía a mirar al capitán de caballería. Pintaba pensativo números en un papel secante: primero un seis, luego cuatro ceros, luego otro seis y otros cuatro ceros, y así sucesivamente… Todo era una locura, sencillamente, y estaba muy bien que no existiera la menor posibilidad de reunir esos sesenta mil.

—¿Y bien, Karl? —preguntó con tono cordial el capitán de caballería—. ¿Por qué no me miras? ¿Por qué estás tan turbado? Claro, estarás pensando: ¡Ay, este viejo infeliz, qué fuerte le ha dado! Síntoma de vejez, ¿eh? Pero estoy totalmente seguro de mi causa. En cuanto hayas visto a Maria, pensarás de otra manera. Entonces, de repente, lo entenderás todo. ¡Y tú también —el capitán de caballería acentuó su sonrisa— harás surgir como por ensalmo esos sesenta mil, sin el señor Hoover y a pesar de la escasez de dinero, lo sé!

—Sí —mintió Karl—, si no fuera por ese maldito dinero, me alegraría mucho más por usted, señor Senden. ¿Lo necesita todo de golpe?

—¡Todo! —contestó categórico el capitán de caballería—. ¡Todo o nada! Quiero —dijo, extendiendo los brazos— que llueva dinero sobre ella, quiero cubrirla con él. ¿Recuerdas a Dánae, a la que visitó Zeus en forma de nube de oro? ¡Pues de eso se trata! Cuando se regala, hay que ser pródigo como un rey. Odio los regalos a plazos.

—Pero es que no veo la menor posibilidad… —comenzó a decir de nuevo el obstinado Siebrecht.

—¡La verás —exclamó el capitán de caballería, seguro de su victoria— en cuanto te haya presentado a Maria! ¡Cuando uno ha visto a Maria, nada hay ya imposible! Conque…, ¿qué me dices? ¿Estás libre esta noche?

—Sí, pero…

—¿Está tu esposa en casa? ¡Magnífico! Las mujeres son más críticas, aprecio mucho la opinión de tu mujer. Así que os recogeré esta noche alrededor de las nueve. ¿De acuerdo?

—Por mí, sí —contestó vacilante Karl Siebrecht—. Por lo que respecta a Hertha, ya sabe usted… ¿Por qué no la telefonea y habla personalmente con ella?

—Bien, hijito, eso está hecho. Entonces, a las nueve, no te olvides. ¡Y toma las medidas necesarias, porque mañana tendrás que pagarme sesenta mil marcos! ¡Si no te convenzo yo, seguro que lo hace Maria! ¡Hasta la vista, querido!

—Adiós, señor Von Senden.