Capítulo 106

Junio de 1931

En la primavera de 1931, el friso de colores de animalitos saltarines de la habitación infantil de la villa de Nikolassee llevaba mucho tiempo descolorido y desconchado. Solo en raras ocasiones se abría la puerta de esa habitación, y entre el matrimonio no se mencionaba esa estancia.

No, no se habían cumplido todas las esperanzas que los jóvenes depositaron un día en el matrimonio, pero tampoco los temores. A la esposa le había quedado una propensión a la melancolía y a la soledad, y todo el amor de su marido no había conseguido librarla de ella. Una y otra vez abandonaba de repente la casa, y a su regreso Karl la encontraba vacía. Ella había ido a ver a su padre, que ya había envejecido de verdad, o de viaje a un lugar donde pudiera vivir completamente sola. Odiaba la rutina, era una amante maravillosa, pero nunca se convirtió en una esposa. Vivía en su casa como una invitada, nada la irritaba más que cuando intentaban obtener de ella datos sobre la economía doméstica. A veces Karl pensaba lo bueno que era que aquel cuarto infantil nunca hubiera llegado a utilizarse. No acertaba a imaginarse a Hertha en el papel de madre. Era mejor así, pero tampoco este segundo matrimonio de Karl Siebrecht había llegado a convertirse en un auténtico matrimonio, y esta vez la culpa no era suya. En ocasiones pensaba qué habría sido de su matrimonio con Rieke si él hubiera tenido esa paciencia con ella. Pero eso apenas se podía comparar. Él era entonces un hombre muy joven, y jamás había querido a Rieke como quería a Hertha.

La situación económica del director Siebrecht no era buena. Su cuenta de anticipos de la empresa, en lugar de disminuir, había aumentado poco a poco. Las viejas deudas se habían pagado, pero se habían añadido otras nuevas. Mantener la casa con todas las personas que debía emplear superaba sus ingresos, no mucho, pero sí lo suficiente para gastar siempre un poco más de lo que ingresaba. Él, que antes abominaba de la dependencia económica, se había acostumbrado ahora a enjuiciar esa situación con serenidad filosófica. En el fondo, la verdad era que no tenía que preocuparse mucho. En un par de ocasiones Hertha le había ofrecido aportar dinero a los gastos de la casa. Él siempre había rechazado su oferta con obstinación; una vez se había dejado mantener por una mujer, eso no sentaba bien. Pero en el peor de los casos era una salida. La decoración de la casa incluía objetos muy valiosos que le pertenecían y que él podía transferir a su esposa en todo momento.

La relación entre Karl Siebrecht y su suegro no era buena, aunque sí soportable. Seguían tratándose de usted, el tono de la comunicación continuaba siendo frío, pero no cruzaban palabras hostiles. Ambos se veían en no pocas ocasiones por asuntos de negocios, y en ese terreno se entendían muy bien desde que Karl Siebrecht, casi seis años antes, había reclamado y ganado en el asunto de los kilómetros de vacío. Desde entonces el señor Eich se había vuelto más cuidadoso. Siebrecht se daba perfecta cuenta de que el contrato ya no respondía a las circunstancias actuales, que habían cambiado. Ya no ganaban lo que antes, los impuestos y cargas habían aumentado, los porcentajes que debía pagar eran demasiado elevados. Su suegro, sin embargo, hablaba cada vez con más frecuencia de su retiro, ahora estaba realmente envejecido y cansado. Siebrecht habría preferido abordar las modificaciones del contrato con su sucesor en la dirección del ferrocarril, que hacía mucho que se había convertido en una dirección del ferrocarril del Reich.

Karl Siebrecht llevaba en el fondo una existencia muy solitaria, muchas noches estaba solo en la enorme mansión. Una y otra vez vivía horas maravillosas con Hertha, pero eran eso, horas. Tal como él había pensado, las habitaciones de invitados de la casa seguían sin usarse. A veces, muy de tarde en tarde, se presentaba el capitán de caballería. Más raramente aún encontraba a la joven mujer, pero nunca volvieron a un momento tan animado como aquel primero en Horcher. Casi siempre estaban solos ambos amigos, degustando una copa de vino y charlando con grandes pausas. A veces al capitán de caballería le apetecía hacer rabiar un poco a su amigo.

—Bien —decía entonces—, ¿cómo va la conquista de Berlín? ¿Ha terminado ya o quedan algunos bastiones que tomar? ¿Cómo se siente uno cuando ha alcanzado la meta?

—Por el momento un poco triste y vacío —contestaba Karl contemplando su copa de vino. Todavía resplandecía color rubí la luz en el vino, pero ya no atraía, ni embrujaba…

Así que ya solo quedaban los Gollmer… Sí, los Gollmer volvían a residir de manera estable en Berlín, en su antigua villa, no muy lejos de los Siebrecht. Al principio Karl auguraba grandes cosas de esos amigos. Con la ingenuidad que conservaba siendo hombre, se imaginó que Hertha e Ilse se convertirían en las mejores amigas. Mas pronto se puso de manifiesto que ambas tenían poco que decirse. No parecían tener nada en común. Hertha era vacilante, contenida, indecisa; Ilse Gollmer activa, participativa, quizá un poco ruidosa. La larga enfermedad no había conseguido quebrar su optimismo. Le gustaba bromear, reía mucho y sabía mil pequeñas historias divertidas, un poco maliciosas, cosas todas ellas que aburrían mortalmente a Hertha Siebrecht. Fue a través del trato con Ilse Gollmer como Karl Siebrecht descubrió que su mujer carecía por completo de sentido del humor. Así que la relación de ambas mujeres duró un par de intentos. Karl, sin embargo, visitaba de vez en cuando en Grunewald a su socio y antiguo protector. El señor Gollmer había renunciado hacía mucho a tomar acuerdos en todas las comisiones posibles para Gobiernos que cambiaban continuamente y que se veían superados siempre por los acontecimientos. Se dedicaba a sus negocios con moderación y siempre ofrecía buenos consejos a su joven amigo.

Allí se sentaban entonces los dos señores junto a una copa de buen borgoña, el señor Gollmer fumaba despacio un puro, y cuando Ilse no tenía otro compromiso, también se reunía con ellos. Pero nunca aguantaba mucho rato.

—¡Ahí estáis, sentados como dos viejos! —les decía con un tono de riña—. Padre, eres un hombre en la edad dorada, y Karl Siebrecht está incluso en la flor de la vida, que es mucho mejor. ¡Y ahí estáis sentados, como si os fuerais a dormir! ¡Haced algo!

—¿Y qué vamos a hacer, niña? —preguntaba, prudente, el señor Gollmer—. Siebrecht habrá pasado el día matándose a trabajar, y yo, aunque no me he matado precisamente, también he trabajado lo mío. ¿Qué vamos a hacer ahora? Hemos terminado la jornada, Ilse.

—Uy, cualquier cosa, por mí salid de juerga, ¡pero no os durmáis! Siebrecht, en Kurfürstendamm han abierto un bar estupendo, ¿no querrá llevarme allí?

Él la miró divertido.

—¿No querrá convertirse en una mujer socialmente inaceptable? —inquirió—. ¡No se sale con un viejo marido como yo! Y a decir verdad, usted no parece preocupada por la falta de acompañantes.

—¡Excusas, puras excusas! No es más que un vago. ¡Tendría que ser su mujer, ya me encargaría yo de ponerlo en marcha! —Bajó su mirada, se ruborizó—. ¡No se figure cosas raras! —dijo amenazadora—. ¡Que el cielo libre a cualquier joven de un marido como usted! ¡Vamos, Siebrecht, voy a poner el gramófono y bailaremos un tango!

—Sabe de sobra que no sé bailar, señorita Gollmer.

—¡Pues claro que sabe! ¡Todo el mundo sabe bailar! Pero es usted vago, no quiere levantarse del sillón. ¡Ahí estáis, como dos cocodrilos somnolientos! Bueno, y ahora me despido, señores. Para que lo sepa, Siebrecht, me voy al bar México y tengo libre un asiento en mi coche.

—No soporto los combinados, me ponen triste.

—¡Ninguna bebida del mundo puede ponerlo más triste todavía! Buenas noches, padre. No olvides despertar a las diez en punto al señor Siebrecht. Tiene que acostarse a las once. Buenas noches, Siebrecht.

—Buenas noches, señorita Ilse, que se divierta.