Llegó el momento
Las revistas dedicadas a los cotilleos de la capital, comenzando por La Buena Reputación, pasando por La Verdad hasta llegar al Diario Íntimo, habrían tenido material de sobra para escribir sobre el reciente matrimonio del director del Servicio Urgente Ferroviario de Berlín. Esa joven pareja que había dado tanto que hablar antes de la boda por sus costumbres bohemias, después de casarse parecía no conocerse. La joven esposa vivía en casa de sus padres, y las visitas a Passauer Strasse cesaron. La vivienda se alquilaba, y pronto se mudó a ella un representante de comercio. Pero el joven marido vivía en una casa de huéspedes en Lietzenburger Strasse y se pasaba el tiempo viajando.
Al principio de esta época, Karl Siebrecht intentaba de vez en cuando hablar por teléfono con su mujer. Esperaba que Hertha lo ayudase al menos a instalarse, pero lo que desde luego no esperaba era que ella no quisiera verlo ni hablar con él. Karl nunca lograba comunicar con ella. Tampoco le ofrecían tímidas disculpas, sino que se limitaban a decirle:
—La señora no puede ponerse.
Pero después los señores Lange & Messerschmidt le notificaron que el señor Eich había adquirido en Nikolassee una villa para su hija. Sí, para su hija; eso supuso una enorme tranquilidad para Karl. Si ese hombre desconfiado, hostil, compraba una villa y se encargaba de ponerla a nombre de su hija, es que opinaba que ese matrimonio entraría en vigor… ¿No lo llamaban los juristas «consumar el matrimonio»? Da igual lo que dijesen, desde ese momento Karl renunció a ponerse en contacto telefónico con su mujer. Tuvo que encargarse de amueblarla en solitario. Descubrió a un joven y entusiasta decorador, un tal señor Zenker. Como es natural, fue necesario poner al corriente hasta cierto punto al tal señor Zenker. Pues era algo insólito que se decorase una casa según el gusto de una dama invisible y muda. Entre ambos hombres existía el acuerdo tácito de que la señora Siebrecht no podía ser molestada bajo ninguna circunstancia mientras cuidaba a su padre gravemente enfermo.
—Actúe enteramente según su criterio, señor Zenker —dijo Karl Siebrecht—. Confío en que acertará con el gusto de mi esposa.
No fue necesario repetírselo dos veces: ¡el señor Zenker actuó de verdad según su criterio! A Dios gracias, los tiempos del expresionismo habían pasado, y el joven sentía una preferencia por los muebles antiguos que inspiraba confianza. Sin embargo, no parecía estar al tanto de lo que ganaba el director de una mediana empresa berlinesa. Karl Siebrecht contaba ahora con unos buenos ingresos, los negocios no iban mal. Pero para satisfacer las exigencias del señor Zenker, habría tenido que ganar diez veces más. Karl suspiraba y protestaba, pero al final se resignó a su destino. A fin de cuentas, uno no amueblaba todos los años una villa en Nikolassee. Él frenaba… pero también efectuó muchas compras a plazos y se creó para el director una cuenta de adelantos en los libros de la empresa. Ya volvería a reembolsar todo eso con el tiempo. Hertha y él habían vivido de un modo tan económico en Passauer Strasse; cuando estuviesen instalados y viviesen juntos, esa economía retornaría, y entonces Karl podría pagar. No podía ser menos generoso que su suegro. La villa seguro que no había sido barata, así que él tampoco podía decorarla con objetos baratos.
Como es natural, siempre surgían preguntas difíciles de contestar. El señor Zenker decía, por ejemplo:
—Su dormitorio, señor director, está justo al lado del cuarto de baño, lo recuerda, ¿verdad?
Karl respondía afirmativamente.
—Y al otro lado del baño está la gran habitación que hace esquina, orientada al sur, sobre cuyo uso aún no hemos hablado.
—Destínela a cuarto de invitados —le propuso Karl, aunque no tenía una idea exacta de sus futuros invitados.
—¡Oh, señor director, ya disponemos de tres habitaciones para invitados! Sería una verdadera lástima para la hermosa habitación orientada al sur. He pensado…
—¿Qué ha pensado, señor Zenker?
—Bueno —su interlocutor se animó—, pues he pensado en una habitación infantil. Conozco a una joven artista que hace cosas muy atractivas. Si pudiera llamarla, abordaríamos con ella el asunto…
Siguió un breve silencio.
—Como es natural —añadió el señor Zenker—, la habitación puede quedar vacía de momento, hasta que disponga de ella la señora en persona.
—Ya se lo comunicaré en su momento, señor Zenker —dijo deprisa Karl—. ¿Alguna cosa más? Entonces, buenos días. Tengo que emprender un viaje urgente a la ciudad.
Habría preferido decir inmediatamente que sí al señor Zenker, pero ignoraba la opinión de Hertha al respecto. En ciertas cosas era muy supersticiosa. Por superstición se había negado a casarse con él, por superstición obligó a Karl a desprenderse de la vivienda de Passauer Strasse. Y quizá volviera a mostrarse supersticiosa si se topaba con una habitación infantil montada, cuando no había hijos en perspectiva. No, no haría ningún encargo de ese tipo al decorador Zenker y a su joven artista. Si le preguntaba, respondería que había olvidado hablar con su esposa.
Pero en contra de lo esperado, no se le preguntó nada, y cuando un buen día caminaba por la villa vio, asombrado, que la puerta de esa habitación orientada al sur estaba abierta y una joven se ocupaba, diligente, de pintar en la pared un friso de conejos, gansos, perros y gatos. Se quedó tan sorprendido que se detuvo, sin saber si entrar o pasar de largo. Mientras tanto, la pintora lo vio y se le acercó.
—El director Siebrecht, ¿verdad? —Y luego mencionó su nombre—. El señor Zenker me dijo… ¿Me permite mostrarle mi proyecto? Nosotros hemos imaginado la habitación así… —Y sacó un rollo de dibujos.
Si supiera al menos a quién se refiere con ese «nosotros», pensó él. ¿Solo al señor Zenker y ella, o habrá hablado también con Hertha? Era imposible preguntárselo. Escuchó con paciencia sus explicaciones sobre muebles infantiles, higiene infantil, fantasía infantil…, pero la palabra «nosotros» no volvió a repetirse. Karl sonrió.
—Entonces, adiós, señorita Seebach. Mi mujer se alegrará mucho de verlo.
—Eso espero —contestó la pintora—. Adiós, señor Siebrecht.
No, él no se enteró de si ellos habían acordado callar o si el señor Zenker había obrado así bajo su propia responsabilidad.
Luego, poco después, justo un día en que Karl venía bastante manchado de polvo del sótano, pues estaban montando una nueva caldera de calefacción central, ella apareció de pronto ante sus ojos. Estaba en el vestíbulo, ocupada en elegir con el decorador telas para tapizar los muebles.
—Buenos días, Karl —dijo ella tendiéndole la fría mano—. Ya lo ves, tenía que venir a echar un vistazo. De pronto me entró miedo de que pudierais sorprenderme en exceso.
Él notó que esto se refería exclusivamente al decorador. A pesar de todo, comentó:
—Espero que estés satisfecha. Poco a poco nos acercamos al final. El señor Zenker opina que todo quedará listo dentro de dos semanas.
—¡Como muy pronto, en tres! —repuso el señor Zenker, que como algún que otro joven artista era incapaz de separarse de su primera obra—. Ya sabe que los tapiceros me han dejado en la estacada, y los muebles de la cocina aún no están terminados ni de lejos.
—No corre prisa, señor Zenker —dijo Hertha Siebrecht—. Primero quiero acompañar a mi padre a Gastein. Unas semanas carecen de importancia, ¿no estás de acuerdo, Karl?
—No, claro que no…, quiero decir que la fecha no es tan importante —contestó mecánicamente.
Así que había venido para decirle eso. Un viaje a Gastein, seis semanas, ocho, quizá un trimestre más de demora… Acaso la situación continuara así eternamente, ella nunca se decidiría y él seguiría siempre en su casa de huéspedes, con una villa completamente amueblada y una bonita cuenta de anticipos en la empresa. Dio el sí o el no a la opinión de ella sobre las telas completamente distraído. Pero cuando el arquitecto no se separaba de su lado y pretendía a todo trance acompañar a Hertha hasta el coche, Karl lo despidió de repente. Al menos quería recorrer esos pocos pasos por el jardín a solas con ella. Eran a lo sumo cincuenta pasos, y él tenía mucho que decirle. Tanto, que no sabía por dónde empezar.
—Todo quedará muy bonito, Karl, pero me temo que un poco caro —dijo ella—. ¿No quieres dejarme participar? Lange & Messerschmidt te entregarán un cheque de mi parte.
—No, gracias —contestó—. Esto es asunto mío. —Se detuvo, pero volvió a decir algo que en realidad no quería decir—. ¿Hablaste con esa pintora de la habitación orientada al sur? —le preguntó.
—Sí. ¿No te parece bien?
—¡Demonios! —exclamó él furioso, deteniéndose de repente—. ¡Desde luego, eres capaz de volver loco a un hombre! ¿Te entenderé algún día? Encargas una habitación infantil modernísima y muy higiénicamente instalada, pero me comunicas a través de mi decorador que piensas irte de viaje a Gastein durante dos o tres meses. ¿Sabes que hoy hace dos meses y una semana que nos casamos? ¿Que hoy, por primera vez en todo este tiempo, me has dado la mano?
—Ven —dijo ella, rozando suavemente el hombro de su enfurecido esposo—. Caminemos un poco por el jardín. Karl, antes de tomar una decisión trascendental, ¿nunca hasta tenido miedo a las consecuencias?
—Sí —contestó, todavía enfadado—. En mi vida he tenido miedo en distintas ocasiones, el pánico más atroz del mundo. Pero cuando notaba que sentía ese miedo, hacía todo lo posible por alcanzar cuanto antes la situación que me lo inspiraba. Y en el mismo momento en que estaba dentro, me libraba de mi miedo. Hertha, intenta liberarte de esas vacilaciones que te atenazan —le rogó—. Nada es tan malo como los temores que ahora te depara tu fantasía.
—Te equivocas —contestó ella con suavidad—. Ahora todavía sé que me amas. Más adelante quizá…
—¡Pero es que soy un hombre! —exclamó él—. Una persona de carne y hueso. Te quiero y deseo tenerte en mis brazos. Quiero sentir y saborear mi amor. No quiero soñar que te tengo en mis brazos, y no sostener nada al despertar. Estoy cansado de dejarme torturar por mi fantasía. Ven aquí, te daré toda la libertad del mundo, pero al menos quiero vivir contigo bajo el mismo techo.
—¡Cómo me engañas! Tras el mismo techo, viene la misma habitación y la misma cama. ¿Nunca has leído el verso: «Ay, en los brazos las perdí a todas, tú, solo tú nacerás una y otra vez: nunca te detuve, y por eso te retengo»?
—¡Sí, eso eres tú! —exclamó él con amargura—. ¡Versos, literatura…, y con arreglo a eso querrías organizar tu vida de segunda mano! ¿Qué me importa a mí todo eso? Quiero vivir mis experiencias solo, y si son amargas, serán mis propias amarguras. Tú vives ahora la vida que otros han proyectado para ti. ¡Hubo un día en que eras más valiente! ¡Y más de uno!
—Y ese día vendrá nuevamente —repuso ella casi alegre—. Te he pedido paciencia, Karl, quizá ya no tarde mucho.
—Sí, pero has prometido a tu padre acompañarlo a Gastein —insistió él.
—La casa todavía no está terminada. ¡Cuando lo esté, esperará a su señora! —Ella estaba ahora casi alegre, le dio la mano, y antes de subir al coche le ofreció, deprisa y contenta, su boca.
Después la casa se terminó, y Karl se trasladó de Lietzenburger Strasse a Nikolassee. Pronto descubrió que reanudar la vida barata de antes no sería tan fácil: la casa exigía, solo con él como morador, dos criadas y una cocinera, y en primavera tendría que emplear a otro hombre, una mezcla de jardinero, criado y chofer; la mansión así lo requería. Comenzó a intuir vagamente todo lo que sería necesario en cuanto la habitase también su joven esposa, cuando viniesen los niños.
La actividad del señor Zenker había dejado un bonito paquete de facturas sin pagar que llenaban un archivador entero. A pesar de todo, él no estaba enojado con ese hombre joven y entusiasta. La casa había quedado preciosa, aunque no fuera suya, él vivía allí como invitado. Eso quizá cambiase cuando Hertha y él la habitasen, entonces Karl desarrollaría una relación personal con los muebles, con los libros. Pero Hertha llevaba ya una larga temporada en Gastein. Las cartas que llegaban de la oficina de Eich no llevaban la firma del viejo caballero. La casa estaba terminada, pero su dueña se hacía esperar…
Luego, una noche de noviembre gris y lluviosa, Karl llegó a casa.
—Quisiera cenar enseguida, Ella —dijo a la criada—. ¿Está todo listo?
—Sí, señor director. Serviré la mesa ahora mismo.
Ella le sonrió, pero después Karl cayó en la cuenta de la sonrisa tan extraña que le había dirigido.
Se lavó las manos y fue al gran comedor vacío en el que comía completamente solo, con Ella a su lado, junto al bufé. Se sentó, y en el primer momento no se fijó en que había dos cubiertos en la mesa. Después los vio, pero miró interrogante hacia la criada, sin comprender todavía. Ella volvió a exhibir la misma sonrisa extraña.
—La señora vendrá inmediatamente.
—Magnífico, Ella —contestó él—. Magnífico. Procure que todo se mantenga caliente. Esperaré. —Y tomando un panecillo, lo partió por la mitad.
¡Ese era el estilo tranquilo con el que un hombre superior dominaba ese tipo de situaciones! ¡Bien, muy bien! ¡Magnífico! La criada supondría, como era natural, que él estaba informado de la llegada de su esposa, no debía permitir bajo ningún concepto que ella notase nada. Después, el entumecimiento que lo había acometido al recibir la repentina noticia cedió despacio. ¡Comprendió que Hertha había venido a la casa de ambos, que había venido con él! Que la época de espera había terminado. Que ahora solo dependía de él retenerla. Una alegría, súbita como un golpe, lo invadió, a la alegría siguió el miedo a que acaso solo hubiera regresado para hacerle una breve visita, de una o dos horas. Alzó la cabeza y miró a la criada.
—¿Mucho equipaje, Ella? —preguntó.
—Un baúl armario —informó—, y unas cuantas maletas. El chofer dijo que la mayor parte del equipaje llegará mañana.
Y de nuevo dijo él, igual que su suegro:
—Bien, muy bien.
De repente no aguantó más. Menudo idiota estaba hecho, allí sentado charlando con la criada, mientras su joven esposa hacía por fin, por fin, su entrada.
—Un momento, Ella —dijo—. Mantenga la cena caliente.
Salió deprisa de la habitación, subió corriendo la amplia escalera desde el vestíbulo al piso de arriba. Apenas llamó a una puerta, entró en la estancia. Allí estaba Hertha en combinación, los brazos y hombros desnudos. Con un vestido que acababa de sacar de la maleta en las manos. Él la miró fijamente. Después dijo despacio:
—¿Ha llegado el momento, Hertha?
Ella levantó las manos hacia él. El vestido cayó al suelo.
—Ven —susurró ella—. Ven. Sí, ha llegado el momento.
Más tarde, cuando los dos bajaron al comedor, Ella, a pesar de todas las advertencias del señor de la casa, había dejado enfriar la cena: solo había fiambres. Mas no la censuraron por ello, pues hay determinados límites por encima de los cuales es sencillamente imposible mantener caliente la comida.