La boda
Para Karl Siebrecht, lo más inolvidable del día de su boda fue el momento en que condujo a Hertha Eich junto a su padre. Ya no había tiempo de pasar por Passauer Strasse, de modo que se dirigieron en derechura a la vivienda de los Eich. Encontraron al señor Eich en su despacho, el eterno caminante, con la solapa entre el pulgar y el índice. Pero esta vez no era el batín de color café a lo que se aferraba, sino a la solapa de su frac, sobre cuya pechera colgaban cuatro o cinco condecoraciones. El señor Eich estaba preparado para la boda.
Sin embargo, no esperaba ese enlace. Una mirada a su rostro empequeñecido, viejo, cansado, lo demostraba. Pero apenas entró su hija, su expresión cambió, las cejas se elevaron, los ojos amarillentos refulgieron. La figura se enderezó, la espalda volvió a estar recta.
—Querida niña —dijo el señor Eich lanzando una ojeada triunfal a Siebrecht—, ¡lo sabía! Nunca esperé otra cosa de ti. —Y más tranquilo—: No te apresures, aún dispones de más de media hora. Te esperan la costurera y la peluquera. Pero primero ve con tu madre, está hecha un mar de lágrimas. Ella no es una Eich, pero tú sí.
Era la encarnación del triunfo. Él había hablado con su hija sin éxito, pero ahora que el yerno había triunfado donde él había fracasado, suponía el triunfo final para el padre. No era ese yerno indeseado, era la sangre Eich…, y quizá hasta tenía razón en eso.
—He venido por él, padre —contestó Hertha—. No porque sea una Eich.
La hija se marchó. Los hombres se miraron durante un instante. Entonces el señor Eich reanudó su caminata en silencio.
—¿Puede dedicarme diez minutos, señor Eich? —preguntó Karl Siebrecht.
—No, ahora no tengo tiempo para usted —contestó—, y usted tampoco para mí. Si quiere cambiarse, haré que lo conduzcan a una habitación. ¿O prefiere quedarse así? —Miró con indiferencia el traje de Karl, arrugado por el largo viaje, y añadió—: También es posible, desde luego. No importa nada.
—Si dispone de quince minutos —insistió, impertérrito, el joven—, me gustaría hablar con usted de los kilómetros de vacío. —Sonrió malévolo—. Dado que en cierto modo aún no somos parientes.
El señor Eich se detuvo de golpe.
—¡Nosotros jamás seremos parientes, joven! —dijo con violencia. Tras reanudar el paseo, habló más tranquilo—. Me ha decepcionado usted en todos los sentidos. Cuando vi que mi hija se interesaba… por un taxista, le ofrecí todas las ocasiones para analizar a fondo ese interés. Supuse que así desistiría antes. Me vi obligado a ayudarlo en contra de mi voluntad, confiaba en que usted mostraría sus debilidades. Mostró debilidades de sobra, pero no ha servido de nada…
—Volviendo a los kilómetros de vacío —repuso Karl Siebrecht impasible—, hay un vacío legal en el contrato que yo pasé por alto, pero que usted diseñó. Usted cobra una pérdida para mi sociedad.
—Volviendo a usted, o más bien a mi hija —dijo el señor Eich sin dejar de caminar—, veo en esta boda el último recurso para que mi hija averigüe su «interés». No solo lo considero un aventurero, sino una persona fría y carente de escrúpulos. Es deseable que ambos sepamos dónde estamos.
—Le interesará saber, señor Eich, que precisamente esa pequeña argucia de los kilómetros de vacío fue una contribución no irrelevante a la decisión de Hertha de casarse conmigo. —El señor Eich se detuvo, examinándolo de hito en hito—. A diferencia de usted —continuó Karl—, opino que sin esta boda nuestras relaciones habrían terminado en el plazo de escasas semanas. Yo habría tenido que vivir de la benevolencia de mi amante, y eso no lo hubiéramos soportado ni ella, ni yo.
El señor Eich preguntó a renglón seguido:
—¿No habría regresado usted?
—No, no habría vuelto aquí. Calculó usted mal, señor Eich. —Ambos se miraron nuevamente en silencio—. Por lo que se refiere al señor Bremer… —dijo entonces Karl—, mi presunto sucesor…
El señor Eich preguntó muy deprisa:
—¿Quién es el señor Bremer? No conozco ese nombre.
Karl Siebrecht hizo una reverencia.
—Gracias, es justo la información que esperaba. ¿Podría disponer ahora de una habitación para cambiarme?
De repente, el señor Eich parecía muy viejo y cansado.
—No sé de qué kilómetros de vacío me habla —dijo—. Lo mejor será que presente el tema a través de sus abogados. Venga, lo conduciré a la habitación.
Y mientras el señor Eich lo precedía, a Karl le asaltó la sensación de que había derrotado a ese hombre, no solo una vez, sino para siempre. Eich nunca lo querría, pero lo soportaría mientras su hija lo amase. Sin embargo, cuando cambiasen las tornas…
Las solemnidades de la boda pasaron ante él como una niebla, apenas reparó en ellas. Vio a Hertha con su vestido blanco de novia, la condujo a la iglesia, sintió sobre él innumerables miradas de curiosidad, y durante un instante, cuando ambos estaban sentados ante el altar en dos sillones que les habían acercado, se dijo: Así que aquí estoy. He llegado hasta aquí…, el chico pobre de provincias. Han pasado dieciséis años desde que llegué a Berlín con una mano delante y otra detrás. Pero esa sensación no quiso manifestarse, sonaba el órgano, y mientras lo escuchaba, la sensación volvió a desvanecerse.
No se despabiló hasta la sacristía, cuando firmaron Hertha, él y a continuación los testigos. Durante un instante observó con curiosidad el nombre que figuraba escrito allí: Hertha Siebrecht. Entonces el señor Von Senden le estrechó la mano con desacostumbrada seriedad; también él parecía sumamente cansado: todos en aquella boda espléndida parecían un poco pálidos y cansados, sobre todo la joven esposa.
No así el abogado Lange, asesor suyo y de su esposa, que también había firmado como testigo.
—¡Qué feliz me siento! —susurró—. ¡Qué miedo hemos pasado! ¡Mi compañero Messerschmidt y yo hemos estado noches enteras sin dormir a causa de la preocupación! ¡Me siento tan feliz!
Más tarde, cuando Karl Siebrecht recordaba su boda, siempre le parecía raro que la única persona que se había sentido totalmente feliz en esa boda fuese un viejo y correoso jurista. Pero antes de salir de la sacristía, le dio la mano un viejo amigo, al que había buscado y echado de menos durante mucho tiempo: el señor Gollmer.
—En fin —dijo el señor Gollmer con una leve sonrisa, también él parecía preocupado—, he querido dejarme ver en el día de su boda, aunque solo fuera un momento. Mi más cordial felicitación, señor Siebrecht. ¿Querrá presentarme a su esposa?
A Karl le pareció que el señor Gollmer observaba a su joven mujer con mucha insistencia. Pero fue la amabilidad misma.
—No, lamento no poder quedarme a comer, dentro de dos horas parto a París. Confío en que ahora nos veamos con más frecuencia. Parece como si estuviéramos en vísperas de tiempos un poco más tranquilos. ¡Buena falta nos hace, la verdad!
—¿Y su hija? ¿La señorita Ilse? —preguntó por fin Karl. Era absurdo, ¿por qué no iba a preguntar por Ilse Gollmer en presencia de su mujer?
—Me habría acompañado con mucho gusto, como es natural. Pero le surgió algo, en el último momento cambió de idea. No, ahora no está en Berlín, pero pronto pensamos mudarnos aquí, a nuestro antiguo hogar de Grunewald. ¿Lo recuerda? —Karl asintió. De pronto, el señor Gollmer se echó a reír—. ¡Cuento plenamente con que volverá a ponerse a mi disposición en calidad de jardinero! ¿Se acuerda de los pulgones? ¿Le ha hablado a su esposa de los pulgones?
—Sí, claro que sí —contestó sonriendo Karl.
Después se sentó con su joven esposa a la mesa en el comedor del hotel. Recorrió con la vista las filas de invitados, a la mayoría de los cuales no conocía ni siquiera de vista. Justo al otro extremo descubrió un par de rostros conocidos: el señor Körnig, la Palude, con su rostro enérgico, que se tornaba más masculino cada día, su pelo cortado a lo garçon ya casi completamente gris. Al lado de la señorita Palude se sentaba el señor Bremer, muy alto, muy pelirrojo, con muchas pecas. Durante un momento Karl se preguntó quién podría haber invitado al señor Bremer, él desde luego no había sido. Pero al instante se olvidó de nuevo del señor Bremer, se volvió hacia Hertha y dijo en voz baja:
—Oye, Hertha…
—¿Sí?
—Procuraremos marcharnos de aquí lo antes posible, ¿verdad? —Ella se limitó a asentir—. No hay nada previsto, claro, pero pienso que podríamos irnos a Passauer Strasse. ¿Qué opinas? —Ella lo miró en silencio—. Hilde lo tendrá todo en orden —añadió, risueño—. Por cierto, ¿has visto a Hilde en la iglesia? Yo la he visto de casualidad, lloraba de un modo desgarrador.
—No —contestó Hertha—. No, no quiero ir a Passauer Strasse, de ninguna manera…
Durante un momento tuvieron que escuchar a un orador que se dirigía a los recién casados. Celebró especialmente la afición al tenis de la joven esposa, tan desconocida para el marido como el propio orador.
Cuando finalizaron los brindis, Karl se giró de nuevo hacia Hertha.
—Decías que no querías ir a Passauer Strasse. También es posible, desde luego. Será un poco difícil, pues no tenemos ni equipaje para el hotel. Pero Hilde puede recoger algo deprisa.
—No quiero regresar jamás a Passauer Strasse —susurró ella con pasión—. No quiero volver a ver jamás nada de lo de allí, incluida Hilde. ¡Despídela, deshazte de todo lo que hay allí no puedo cruzar la puerta de esa casa, me parecerá siempre que me apunta la cámara fotográfica!
—Pero Hertha —replicó él, desconcertado—, siempre creí que te importaban un bledo todos esos cotilleos y mamarrachadas.
—¿No comprendes —dijo ella mientras alzaba su copa en dirección a un amigo que brindó a su salud—, no comprendes que todo eso forma parte del pasado? ¿Que tenemos que volver a empezar desde cero? Nada volverá a ser como era, y no deseo ver nada de aquello. ¡Nunca más!
—Creo que esta vez no te entiendo del todo, Hertha —dijo Karl, esforzándose por parecer lo más feliz posible, pues notaba que su suegro lo observaba—. Pero se hará como deseas. Notificaré que dejo el piso y me desharé de los enseres. ¿No querrás que los venda?
—No, regálalos, a cualquiera, que no pueda volver a verlos.
—Entonces serán una indemnización para la pobre Hilde, que era una chica realmente amable —repuso Karl, sonriendo—. Pero Hertha, todo eso llevará tiempo. ¿Dónde te gustaría que viviéramos mientras tanto? ¿En un hotel?
—Por el momento me gustaría regresar a casa de mi padre. —Ella captó su sobresalto—. Ten paciencia, Karl —rogó—. Dame tiempo. ¿No te parece que mi padre ha envejecido mucho? Déjame pasar una temporada con él. Todo ha sucedido demasiado deprisa, querido. Ayer a esta hora aún estaba completamente sola.
—Bien —también a eso respondió con esa palabra—. Procuraré acelerarlo todo, y confío en que me ayudarás un poco con el alquiler y la decoración. Soy muy inexperto en esas cuestiones. Pero una cosa te ruego, Hertha. No olvides del todo que tu padre no es amigo mío. No dejes que la temporada en su casa se alargue mucho.
—Cuanto menos me apremies, antes regresaré contigo. Sé que te quiero, y tú también lo sabes. —Le dio la mano. También ella se había percatado de que su padre los observaba.
—¿Estáis cerrando un contrato, Hertha? —preguntó, cortés, el señor Eich.
—Sí, padre —contestó su hija en voz baja—. Karl está de acuerdo en que permanezca con vosotros durante las primeras semanas, mientras él busca un nuevo hogar para nosotros.
El señor Eich enarcó las cejas, educado y asombrado.
—El señor Siebrecht es muy generoso —dijo—. En ese caso, yo no podré ser menos generoso y lo ayudaré a buscar un nuevo hogar.